Durante los días de diario sólo podría acercarme por el apartamento de Eduardo al mediodía, lo que, al no disponer del coche de mi madre, resultaría bastante incómodo. Lo pospongo al fin de semana y me concentro en Sonia y la trastienda. Me estoy volviendo un adicto a la repetición, creo que mi cerebro sólo consume con verdadero gusto ese momento, al final de la jornada, en que la veo empujar la puerta de cristal y venir hacia mí entre las cintas de vídeo cuando la calefacción y la iluminación del Apolo están a punto de estallar y afuera sobre los coches aparcados y los árboles y la tierra, que comienza donde termina el asfalto que rodea el Apolo, va cayendo un fino e invisible hielo negro. En algún instante me ha tentado la idea de adecentar la trastienda, de decorarla y poner una especie de diván que nos haga más cómoda nuestra pasión, pero entonces la repetición se quebraría y la facilidad nos debilitaría. Lo hacemos de pie o en el suelo o ella apoyada en la mesa que me sirve para catalogar las cintas, nunca nos quitamos por completo la ropa ni luego podemos estar un rato tendidos charlando. Cuando terminamos, me da un último beso y se marcha. De la misma forma que el hielo negro, el viento y la luz, también el calor del cuerpo de Sonia viene de alguna parte del universo y tiene su propia duración, que no se puede alargar aunque se quiera, por eso no lo intento. Viene y se va. Cuántas cosas habrá que no lleguen hasta mí. Lo que me alcance en toda mi existencia será lo que tenga, una mínima parte de lo que hay. Si pensara en esto me desesperaría tanto como el Veterinario, aunque tal vez la diferencia entre él y yo, entre Eduardo y yo, incluso entre mi madre y yo, es que a mí la realidad que tengo me deja existir y a ellos la suya no.
La desesperación si no se abre paso a través de las palabras, lo hace a través de los gestos y si no la despide la mirada apagada y resignada de quien ha acabado por aceptarla. Mi jefe lucha de igual a igual con ella. Me pregunta por la hora a la que llega Sonia a recoger el dinero, y luego si se marcha enseguida y si me he fijado si viene acompañada, o sea, con alguien que la espere para marcharse de nuevo juntos, si tiene prisa. Me sugiere que de no haber prestado antes atención a estos pormenores se los preste de ahora en adelante. Le digo que no ha habido nada en su forma de conducirse que me haya chocado.
Siempre sube y baja sola.
Ya, dice él dándole vueltas sin parar al solitario en el dedo. En cualquier caso, me gustaría que la observaras. De acuerdo, digo.
El mismo sábado, nada más comer, le pido el coche a mi madre y salgo a la carretera. Transparencia fría. Los pájaros penetran en ella con alas ligeramente doradas. Las líneas severas de las ramas peladas y de la sierra a lo lejos se acercan hasta mí llenas de detalles. También el ruido del tráfico y de los pájaros y de la vida microscópica del aire atraviesa el cristal de la ventanilla. Las fachadas de la Castellana se incendian en algunos puntos con fuego que se traslada de espejo en espejo como un fantasma. Me sorprendo de que cada vez que busco la puerta del apartamento 121 la encuentre, que cada vez que cierre los ojos el sueño aparezca. Abro la puerta y el ruido de la vida normal cesa. La ventana del dormitorio está entreabierta y los visillos ondean hasta la cama. La cierro. El sueño es helado y seco. No me quito el gabán alemán y busco algo de beber en los muebles del salón y de la cocina. Encuentro un surtido de botellas en distintas fases de consumo. Me siento con un coñac en el sofá, los pies en la mesa, la nuca en el respaldo. Si ahora mismo desapareciese, nadie podría saber que he venido aquí. Quizá Edu se escondía aquí para darle esquinazo a la Gran Memoria y lo logró hasta ser borrado y aniquilado, porque sólo hay una forma de escapar.
De pronto me petrifica el sonido de la cerradura, de una llave girando en la cerradura y pienso que ha llegado el momento de despertar. Pero en lugar de despertarme la puerta se abre. Tengo el vaso en la mano, levantado como si fuese a brindar o a darle la bienvenida al recién llegado y la cabeza girada hacia la entrada. Soy una estatua que no puede moverse y que ve cómo entra Wei Ping. Ella no repara en mí en un primer momento, pero cuando avanza un poco más y me ve, ahoga un grito y se vuelve hacia la puerta que acaba de cerrar. Lleva un abrigo de paño y un sombrerito y por la espalda se precipita una larga cola de caballo.
Pasa, le digo. No tengas miedo.
Me mira con los ojos tan abiertos como puede abrirlos una china. No es exactamente Wei Ping, aunque podría serlo si yo no la hubiese observado con tanto detenimiento cuando era pequeña. Son de verdad el pelo, la tez, los ojos entre dos pliegues del rostro y los labios frescos y rojos de Wei Ping, a pesar de que no sea ella.
Es incapaz de hablar. Me temo que el gabán alemán me da un aspecto algo agresivo, así que dejo el vaso en la mesa con el cuidado con que dejaría una pistola y me lo quito. Se cruza el abrigo sobre el pecho y retrocede.
Le digo: Soy amigo de Eduardo.
Ella no habla, aún tiene la llave en la mano, una llave como la mía, nueva y brillante.
No voy a hacerte nada, repito. Estoy aquí porque soy amigo de Eduardo y porque tengo una llave como ésa.
Creía que nada más la tenía yo, dice en un español, no de aquí, sino de los sueños importantes.
También yo. Me has asustado de verdad. ¿Has sido tú quien ha abierto la ventana del dormitorio y quien el otro día dejó una toalla en el suelo del cuarto de baño y quien llevó el vaso que había en la mesilla a la cocina?
No lo recuerdo. Creo que usé la toalla.
¿Crees que alguien más viene por aquí?
Ahora todo es posible, dice.
Para ganar su confianza le muestro mi llave. Le digo:
Ven, siéntate. No te quites el abrigo, esto es una nevera. ¿Quieres un coñac?
Ante mi sorpresa, asiente. No tiene aspecto de beber alcohol, pero tampoco mi madre tiene pinta de cocainómana.
¿Sabes? Tienes cara de llamarte Wei Ping.
Niega con la cabeza mientras da fin a la copa. Le sirvo más sin ningún signo de rechazo por su parte.
Digo: Para entrar en calor es lo mejor. Dime cómo te llamas. Mi nombre es Fran.
Entonces ella me dirige la mirada asombrada del principio:
¿Fran?
¿Qué tiene de malo?, digo yo.
Eduardo me habla mucho de ti. Pensaba que eras una especie de invención.
¿Por qué?, pregunto confuso y alterado.
Por las cosas que cuenta de ti. No parecen reales.
No me digas. Edu tiene mucha imaginación.
Tenía curiosidad por conocerte, dice mirándome de arriba abajo. En este momento me arrepiento de no haberme puesto los Levi’s y la O’Neill.
Yo, sin embargo, no sabía nada de ti, le digo. Jamás te ha mencionado.
Se termina lo que queda del coñac de un trago y dice:
No quiere que nadie me conozca, que nadie sepa que existo.
Dice que es peligroso.
¿Peligroso? Entonces es que se sentía en peligro. ¿De quién tiene miedo? ¿Te ha contado algo?
Se encoge de hombros. Balancea la copa vacía entre las rodillas. Lleva medias negras de lana bajo la falda. Dime ¿cuánto hace que no lo ves?
Un mes. Desde entonces llamo aquí constantemente por teléfono y vengo casi todos los días por si aparece, por si me deja algún recado, por si noto algo. Un día noté que había sacado del frigorífico los productos en mal estado y me puse muy contenta. Creí que había estado viajando y que no había tenido tiempo de ponerse en contacto conmigo, pero no he vuelto a saber nada. Se ha debido de marchar de nuevo. Tal vez yo ya no le interese.
Fui yo quien se deshizo de los productos en mal estado. Lo siento. ¿Siempre os veías aquí?
Afirma con la cabeza.
Era nuestro hogar. Cuando estábamos juntos nadie podía encontrarnos, molestarnos, interrumpirnos. Todo lo que conocemos el uno del otro es a través de lo que nos contábamos aquí.
Entonces te das cuenta de que gran parte de lo que te decía puede ser mentira ¿o no?
Menos de lo que creía. Tú, por ejemplo, eres de verdad.
No sé qué hacer, digo. Es todo muy extraño. Me entrega la llave justo cuando va a desaparecer.
¿Qué tiene de extraño que su novia y su mejor amigo tengan una llave de su apartamento? ¿Y qué tiene de extraño que esté ausente un mes? ¿Qué tengo de extraña yo? ¿Y este piso? Si nos ponemos en este plan todo es extraño: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Por qué eres blanco y yo soy oriental?
Me gusta que seas oriental. Me gusta tanto que siento remordimientos.
Quería que yo decorase el apartamento a mi gusto, así que había empezado a traer algunas cosas. Me pasaba todo el día pensando qué es lo que quedaría bien aquí. Creo que debemos esperar. Más ahora que sé que no estoy sola. No lo estoy ¿verdad?
No, le digo, y añado algo que he oído en alguna peli de la tele: Estamos juntos en esto.
Mi nombre es Yu, que quiere decir Jade.
Lavo las copas, las seco y las guardo, así como la botella, y le pongo el abrigo a Yu, que desprende un olor dulce e íntimo.
Mira, le digo, pase lo que pase creo que no deberíamos mencionar este sitio. Él no quiere que se conozca.
Nos despedimos en el portal. Le paro un taxi y le digo que dentro de dos días volveré de nuevo por aquí.
A mediados de la semana siguiente hay una llamada de la policía. Es la primera vez en toda nuestra vida que en la casa de la calle Rembrandt se recibe una llamada de la policía, lo que hace pensar que nada de lo no ocurrido anteriormente tiene por qué dejar de ocurrir en el futuro. Y que por tanto, nada del pasado garantice el presente. Tal vez por eso mi madre repite con insistencia: Lo que nos faltaba.
Se me pide que me acerque por la comisaría con los padres de Eduardo. El tiempo ha mejorado y cuando vienen a recogerme en el Mercedes hace incluso calor. Marina lleva un abrigo de piel hasta los tobillos que parece inapropiado para la mujer de un veterinario y que se derrama en oleadas de lomos brillantes sobre el asiento.
Por el retrovisor veo las facciones del Veterinario sumidas en una seriedad terrible, el tipo de careto que se nos pondría a todos si se nos anunciara que dentro de unas horas nuestro planeta iba a ser arrasado por algún tipo de catástrofe y que no iba a quedar nada en pie.
Le pregunto si hoy no va a trabajar, y niega con la cabeza. No tiene ganas de hablar. Veo el brillo de las carrocerías y las suaves ondas del pelo de Marina.
Mi madre les manda sus saludos, se me ocurre decir.
Tu madre, dice ella meditando intensamente, ¡qué mujer tan animosa, tan fuerte! Siempre la he envidiado.
Todo ha llegado al final, dice de pronto el Veterinario.
Por favor, no digas eso. No puedo soportarlo, dice Marina.
Pienso que hace un día maravilloso. El sol atravesando tejidos y calentando la sangre. También a Eduardo le gusta el sol a pesar de la alergia. Tal vez haya huido a uno de esos países que siempre están a veinticinco grados. ¿Por qué no?
Digo: Puede que Eduardo haya decidido tomarse un descanso.
¿Un descanso de qué?, dice el Veterinario. Un descanso de su vida, dice Marina. Yo también lo he pensado.
A veces a uno le tienta la idea de ver qué pasa sin todo lo que tiene, digo.
Estáis buenos, dice el Veterinario, aparcando bruscamente junto a la comisaría. Nada, absolutamente nada de lo que se piensa se puede llevar a la práctica.
Me parece monstruosamente falso lo que dice, pero no es el momento de contradecirle. En general no creo que valga la pena contradecir al Veterinario.
Repetimos ante la policía lo que sabemos de la última visita de Edu. La policía demuestra interés por sus actividades en México y sobre todo por la figura del gángster y dice que va a pedir informes a la INTERPOL. El Veterinario echa una mirada muy escéptica a su alrededor. Yo tampoco creo que estén tomando el camino apropiado. Me entran enormes deseos de volver a ver a Yu. Ya nunca podré decir lo del apartamento a no ser que ellos lo descubran.
Es mediodía cuando salimos. Y me despido en la puerta. Necesito libertad. Las ventanas de los pisos altos lanzan destellos plateados al espacio. El suntuoso coche del Veterinario arranca y desaparece entre otros coches. Máquinas con cerebros en su interior, que contienen millones de neuronas dispuestas a pensar sin limitaciones. Aun así milagrosamente discurren como una sola. El ardiente metal deslizándose por una ligera pendiente hacia el mar. Surcando el mar, el Veterinario tomará la autopista y comenzará a alejarse, a alejarse, hasta que deje la gasolinera a la izquierda y el Centro Cultural a la derecha, hasta que pase la rotonda y la vereda de álamos y las enormes letras rojas del Híper al fondo y ascienda entre suaves tejados de pizarra por el cerro hasta su casa y allí abra la verja y luego la puerta negra con la placa dorada y él y su mujer se introduzcan en su interior para siempre.
Vuelvo en autobús sentado en la primera fila de asientos. El conductor me pregunta si han encontrado ya a mi amigo. Le digo, realmente sorprendido, que no podía ni imaginarme que la noticia hubiese trascendido. El conductor me dice que en un sitio así, se refiere a la urbanización, todo se sabe.
¿Y por qué?, pregunto interesado.
¡Ah! Es un misterio. Intenta mantener algo en secreto. Verás como no puedes.
Este mismo conductor es quien nos traía de vuelta muchas noches cuando Edu y yo salíamos a beber y Edu siempre se mareaba mucho más que yo, hasta límites verdaderamente asquerosos. Bueno, pues mientras que nosotros nos hemos hecho unos hombres como suele decirse, el conductor sigue igual. El cielo se vuelca en la luna del autobús, así que todo lo que se ve por la parte delantera es azul.
Recuerdo cuando erais más jóvenes tú y ese amigo tuyo rubiales, el que ha desaparecido. Os sentabais atrás con la peña, bien mamados por cierto.
Hago lo que habría hecho Eduardo, marcar las distancias adoptando un vocabulario distinto al del autobusero.
No sé quién ha divulgado una falacia semejante.
Bueno, yo no lo he inventado, dice él con aires de menos confianza. La policía ha estado preguntando por ahí.
Ya veo, digo concentrándome en el horizonte.
Mira chico, dice cambiando de marcha, yo conozco bastante a tu madre. La pobre ha sufrido mucho, así que no te las des conmigo.
Me quedo desconcertado.
Lo pasó muy mal cuando no aprobaste la selectividad. Y muy, muy mal cuando os abandonó tu padre.
¿Cómo dice? Usted no tiene ningún derecho a saber eso. ¿Ah no? ¿Quién lo dice, tú?
Son cuestiones íntimas que sólo nos atañen a mi madre y a mí.
A estas alturas todos los de las primeras filas están con la antena puesta. Y uno se atreve a intervenir con total desfachatez:
¿No eres uno de los chavales que encontrasteis los pájaros muertos en la laguna? Lo que has cambiado, joder.
Es portentosa la memoria de los habitantes de la ciudad más cotilla del mundo.
Claro que es, dice el autobusero. Yo conozco a su madre. Hubo unos años en que cogía a diario, siempre a la misma hora, mi bus para ir al Gym-Jazz. Se sentaba ahí, donde hoy va sentado su hijo.
Todos miran hacia mí.
Así que el de los pájaros, dice otro. Un asunto raro ¿verdad?
Hablan de lo que para ellos es sólo ayer en tanto que para mí es el pasado más remoto, la prehistoria de mi vida. Es como si le dijeran a alguien: Así que eres uno de aquellos a los que rebanaron el pescuezo en La Bastilla.
El autobusero dice: Perdona que te lo diga, pero tu padre se portó muy mal. Y tú has debido terminar los estudios. Le hubieras dado una alegría a ella.
¡Ya sé quién es tu madre!, dice otro. Claro, estuvimos juntos en la APA luchando codo con codo.
En todos los años que llevo subiendo a esta mierda de bus jamás ha ido tan despacio. Parece un paseo de recreo. Los viajeros que no participan de la charla van admirando el paisaje por las ventanillas o leyendo el periódico con parsimonia u observando al resto. Salgo de mi mutismo para pedirle al autobusero que le dé caña.
Voy a llegar tarde a trabajar, le digo.
¿Trabajas? Eso está bien, dice él.
Lleva el videoclub del Apolo, dice el que me ha identificado como uno de los que descubrimos los pájaros muertos y por cuya mente está pasando toda mi vida con pelos y señales.
Entonces mandaré a mi mujer allí a cambiar las cintas. Hay que ayudar al que empieza a ganarse el pan.
El excompañero de mi madre de la APA dice:
Pobre muchacho, un deportista como él, y ya ves.
Como ahora no me miran entiendo que no va por mí. Me he perdido, pero no ellos, que pueden seguir el hilo que une las más dispares ideas. En el horizonte empiezan a surgir las manchas blancas, rojas y negras de los chalets.
En el gimnasio al principio no sabían qué hacer sin él, dice al autobusero.
Mi mujer me contaba, dice el de la APA, que el alumnado lo reclutaba él, y que cuando se retiró la matrícula cayó en picado.
Casi tienen que cerrar, dice el de los pájaros.
Ahora soy uno de ellos, me intereso vivamente por lo que dicen, quiero enterarme y pregunto de quién hablan.
Me miran con incredulidad.
De Pedro, el monitor de gimnasia del Gym, el que siempre estaba corriendo con una cinta en la frente.
Hablan de Míster Piernas y me miran con incredulidad porque todo el mundo debe de saber que estaba liado con mi madre, así que no pregunto más y miro hacia otra parte.
Empezó a sentirse deprimido, a sentirse deprimido, dice el de la APA, y acabó por dejar el trabajo, por dejar el deporte y por vender la casa.
Pasamos la gasolinera, el Centro Cultural, la vereda de álamos y al fondo las grandes letras en rojo del Híper. Nos introducimos por calles de aceras rojas, que se van apagando poco a poco, y al final enfilamos hacia el Apolo, cuya luminosidad se funde con la palidez del atardecer.
Buena suerte, chico, me dice el autobusero. Recuerdos a tu madre.
Durante toda la tarde pienso con ansiedad en la visita de Sonia. Y no me da miedo pensarlo porque si falla puedo pensar en Yu. No pasa nada, no es el fin del mundo. La sencillez en la vida es la muerte. Sencillez por mucho que se diga es precariedad. La vida de un adulto no puede ser sencilla, es imposible, a no ser que renuncies sistemáticamente a tener todo lo que quieres. Así que tanto mi padre como mi madre en el fondo me conmueven.
A las ocho empuja la puerta de cristal y avanza entre las estanterías hacia mí Sonia mirándome con los ojos más bonitos que haya visto nunca. Se enciende un cigarrillo, se sienta en el taburete y me dice que pensaba venir en autobús, pero que luego le ha parecido que tal vez llegase tarde y se ha decidido por el coche. Le doy un beso y le digo que voy a sacar unas cervezas de la máquina. Le digo que traeré cuatro para no tener que volver. Coloco el cartel de cerrado y pasamos al cuarto de atrás. No le pongo al tanto del riesgo que corre con mi jefe. Y no lo hago porque no me siento responsable de lo que le ocurra en cuanto las puertas de cristal del Apolo se abran mágicamente ante ella para que salga. No tengo ni la más mínima idea de cuál es su vida fuera de aquí. Quizá mi jefe sea el tipo menos peligroso de todos los que conoce. Cómo puedo defenderla de lo que no sé. Sólo quiero repetir una vez más y ella también. Me tranquiliza pensar que ninguno vayamos a dar un paso fuera de la repetición, tampoco mi jefe.
Hoy puedo quedarme más tiempo, dice. Podemos hacerlo todas las veces que quieras.
Es tentador, pero supone un paso fuera de la repetición, así que le advierto que lo haremos una sola vez. Mi inflexibilidad la excita de tal modo que me va despojando de ropa con una determinación llamativa en la mujer más indecisa del mundo. Es la primera vez que estoy completamente desnudo y ella completamente vestida, lo que la reviste de autoridad para hacer conmigo lo que quiera. Se lo digo: Haz conmigo lo que quieras.
Al día siguiente no me concentro en la idea de que venga Sonia. Pienso en Orson Welles y en Yu. Por lo que no me sorprende que la puerta de cristal sea empujada por el del solitario. Si no tuviese en la cabeza el asunto de la desaparición de Edu y del apartamento, y a mi madre abocada a la droga y al doctor Ibarra, y el corto que quiero dirigir, me intranquilizaría el nerviosismo de mi jefe.
Mira, dice haciendo un gesto con su delicada mano que abarca el conjunto del local. De aquí saco lo comido por lo servido. No lo liquido por ti.
Le miro con la boca abierta.
Sé que no tienes otra cosa, por eso no me decido a echar el cerrojo.
Tal vez con un poco más de tiempo, digo yo. La gente necesita acostumbrarse a ir a los sitios.
Es igual, es igual, dice. No gano, pero tampoco pierdo. Quédate. Pero ándate con ojo.
Me encuentro torpe. Estoy empezando a no entender todo lo que me dice la gente.
¿Quieres decir que si un día de éstos las pérdidas superan las ganancias no te lo piensas más y cierras?
Claro como el agua.
¿Qué me dices de Sonia?, dice.
Ayer estuvo por aquí. No vino nadie con ella. Es una buena chica.
¿A ti te parece una buena chica?
Por completo. Es muy seria. Viene, recoge el dinero y se marcha. A veces creo que se da una vuelta por las tiendas, se toma un café, en fin que hace un poco de tiempo al entrar o al salir.
¿Te da conversación?
Muy poca, a lo más me comenta que había mucho tráfico o algo así. Me da la impresión de que no le caigo bien, digo.
No es eso. No te lo tomes así. Te encontrará demasiado joven, pensará que no tenéis nada que deciros, dice.
Bueno, eso es verdad, digo. Las cosas están bien así.
Sí, dice él. Es una pena que a Sonia le interese tanto el dinero.
No tengo por costumbre contarle a mi madre nada del videoclub. La verdad es que no le cuento nada de nada, de lo que me alegro desde que conozco su gran inclinación a desahogarse con cualquiera. Por supuesto no le transmito los saludos del conductor del autobús. Afortunadamente ahora va y viene en coche propio y tiene menos posibilidades de relacionarse con gente que me conoce. No sé si es normal que todas las noches nos trinquemos cenando una botella de tinto. Lo cierto es que nos vamos a la cama bastante alegres o felices, como se quiera. Ella no se da cuenta de que cuando se case, en lugar de pasar la velada conmigo tendrá que pasarla con el doctor Ibarra, el de gafas de aros dorados, el que no tutea ni a su padre, el que, me da la lamentable impresión, nunca podrá estar a la altura de Míster Piernas en el asunto del amor.
No sabía que tu monitor de gimnasia se hubiese marchado de la urbanización, digo sin acordarme de que es el único tema del que no le gusta hablar.
Muchos se han marchado de aquí. Nosotros también nos iremos, dice.
Sueña con que me voy a instalar con ella y el doctor Ibarra en su imaginada mansión decorada con imaginados muebles.