Uno anda y anda por la Gran Memoria, por el sueño de todos, sin darse cuenta la mayoría de las veces de que está cruzándose con los demás, de que sin el recuerdo de los otros él no existiría.
El Veterinario ha venido a verme. Está en el salón de mi casa, donde creo que no ha estado nunca antes. Mi madre vestida con sus antiguas mallas, que ahora utiliza como ropa cómoda, está a su lado. Él ni siquiera se imagina que mi madre, podría jurarlo, se acaba de hacer una raya porque estamos en plena caída de la tarde del domingo, y por las cristaleras se extienden las primeras tinieblas, que son grises como tela de uniforme.
Sin la bata blanca resulta aún más corpulento. Lleva ropa de cazador con botas por encima de los pantalones de pana y jersey. Da la impresión de que acaba de despojarse de las cartucheras y de las liebres y perdices colgadas al cinto. Acabo de apreciar que tiene una buena mata de pelo entrecano, ahora completamente revuelto. Me extiende la mano de un modo formal.
Hijo, me dice, sé que es una visita totalmente inesperada.
Es una verdad tan irrefutable que guardo silencio. Mi madre le ofrece algo de beber, y él hace un gesto negativo con la mano.
No voy a andarme con rodeos, dice. Estoy aquí por mi hijo. Si no me equivoco continuáis siendo amigos.
Asiento y contengo las ganas de decirle que hace sólo unas semanas que lo he visto.
Hace unas semanas vino a vernos, dice él, y nos dijo que regresaba a México. Pero allí no ha ido. Y nadie ha vuelto a verlo desde entonces.
Introduce los dedos de ambas manos en el pelo y lo revuelve aún más.
Te seré sincero. No sé bien lo que quiero de ti. No tengo la menor idea de lo que ocurre. Pero no conozco a los amigos actuales de mi hijo si es que tiene alguno.
Le cuento que también yo lo vi hace unas semanas y que me pareció que todo le iba muy bien. Me callo lo de la llave.
¿Por dónde puedo empezar a buscar?, pregunta. Es una situación extraña, una pesadilla.
Mi madre está seria, se mira las mallas, pero no puede ponerse triste. Es más, en cuanto el Veterinario se marcha, deja de estar seria.
Quizá debería contratar a un detective, dice mi madre. Me temo lo peor, digo yo. Hay algo muy raro en todo esto. Ese chico siempre ha sido muy raro, dice ella. Pero hay gente muy rara a la que no le ocurre nada raro.
¿Cómo puede ser eso?, dice mi madre. ¿Cómo puede ser la vida completamente distinta a lo que uno es? Le pasan cosas raras porque es raro. Y él es raro porque su madre es rara ¿o no?
¡Qué fácil te parece todo de un tiempo a esta parte!, digo.
Varias veces Alien me había querido advertir sobre Edu. Lo que me lleva a respetar su fuerte intuición. Y sobre todo que haya logrado hacer de la intuición una forma de vida, un oficio.
El lunes por la mañana me decido. Cojo el sobre con la llave y la dirección y le pido el coche a mi madre. La carretera está bastante despejada. El sol aún está derritiendo el campo. En la radio dicen que un hombre ha visto un ovni en Galicia. Dejo atrás las piscinas húmedas y brillantes cuando en el horizonte comienzan a surgir las cabezas de los edificios, que se dispersan según avanzo hacia ellos. Se dispersan y crecen. Crecen rápidamente. Pueblan la tierra. Descienden entre nubes y al rato se sitúan a ambos lados de la Castellana. El infinito avanza entre árboles, cruzando plazas y fuentes.
Eduardo siempre ha sido un genio para convertir lo fácil en difícil, sin embargo, al cerrarse a mi espalda la puerta color crema del apartamento 121, tengo la sensación de que como Alicia he atravesado un espejo y he pasado al otro lado con la facilidad y limpieza de lo imposible. La quietud de lo no habitado, de lo que ha sido abandonado, de lo que no está siendo pensado. Por las ventanas entra una claridad que no ha existido desde que nadie la ve. Claridad desperdiciada. Algunas persianas están a medio bajar. Detrás de ellas y de la azotea de enfrente, el mundo en movimiento siempre fiel a su apariencia y del que no falta nadie a pesar de que falte Eduardo.
Me asomo con precaución a cada una de las piezas que componen el apartamento porque no descarto la posibilidad de encontrarme a Eduardo desvanecido o muerto en alguna de ellas. Una puerta del salón da al dormitorio. Lo primero que se ve es la cama con las sábanas y la colcha revueltas, como si alguien hubiera tenido interés por examinar el colchón. Los cajones de la cómoda están a medio cerrar, las puertas del armario, abiertas. Una fila de trajes, que juraría que pertenecen a Eduardo, se exhibe con suntuosidad petrificada. Todos son de invierno. Los de verano se entrevén guardados en fundas de plástico con cremalleras por otra puerta del armario. Por lo menos seis pares de zapatos de invierno en perfectas condiciones se ordenan debajo de los trajes. En esta primera visita no abro los cajones del armario ni termino de abrir los de la cómoda. Y paso de largo ante las temibles fundas grises con cremallera.
Aún hay en la mesilla un vaso de agua sin agua y amontonados en una butaca bajo la ventana camisas usadas, unos pantalones y varios pañuelos. ¿Qué significa toda esta ropa sin su cuerpo? ¿Y esta escena que miro sin su vida? Porque el escenario remite a los últimos movimientos de Eduardo en la habitación, cuando las cosas quedaron como ahora se ven. El hecho de que Eduardo esté ya tan lejos de estas prendas, que él en algún momento se ha quitado, o sea, que el cuerpo al que pertenecieron y del que aún conservan algo, ya no esté en el mismo sitio que ellas, supone, aunque confusamente, una evidencia fatal.
En la diminuta cocina la cafetera permanece sucia en el fregadero, y también unas tazas y unos vasos. En los armarios de la cocina no existe el orden y la organización de los armarios del dormitorio, lo que corresponde plenamente a la personalidad de Edu, a quien siempre le ha importado mucho más lo que se pone que lo que come. En el frigorífico hay una botella de leche en mal estado, algo que se puede hacer extensible a los huevos y que es evidente en el caso de unas ciruelas. El congelador, sin embargo, está lleno de abundancia de productos sin caducar. Y esta resistencia a perecer de los congelados es de nuevo descorazonadora. Están mucho más en consonancia con lo que le haya podido suceder a mi amigo las ciruelas, la leche y los huevos.
Parece que cualquier clase de pérdida exige estar rodeada de señales de pérdida porque de lo contrario el suceso habrá tenido lugar en un mundo indiferente a lo que cesa de estar en él. La misma zozobra que me produce su desaparición y la terrible idea de su posible muerte acentúan todavía más mi existencia. Porque no sólo siento lo que quizá él ya no pueda sentir, sino que siento con más intensidad de lo normal.
El piso no está muy abarrotado de objetos, pero si uno se dispone a examinarlos con cierta minuciosidad hay demasiados. Observo que en el cuarto de baño las toallas están bordadas con sus iniciales y también el albornoz, como si alguien le hubiera hecho un regalo. Y en la cocina hay un juego de tazas y cafetera que igualmente da la impresión de ser un regalo. Seguramente regalos de una mujer. Veo además en la misma cocina una cajetilla del tabaco que fuma Eduardo. Me enciendo un cigarrillo a pesar de que no fumo para ocupar un poco su lugar. No busco nada compulsivamente. No quiero nada compulsivamente. Edu no espera nada de mí. No hay prisa aquí dentro, ni rapidez, ni futuro. Hay el reposo del último instante del último día. Las toallas y el juego de café y todo lo demás están aquí conmigo, pero son anteriores a mí, contienen el secreto de todo el tiempo que no los vi y que no sabía que existían. Estos objetos, aun habiendo asistido a los secretos de Eduardo, no pueden revelarme nada. O puede que ante su revelación me encuentre ciego y sordo. ¿Por qué soy tan torpe y no comprendo? Tampoco la luna, las estrellas, la oscuridad, ni los árboles a la luz del día te hablan y te dicen así fui creado. Si esa comunicación existiera no habría misterio, ni secreto, ni el infinito delante de la mente. Es como si la realidad se explicase de una manera y nosotros comprendiésemos de otra muy distinta. Digamos que el ser humano no es tan natural como una planta o un animal porque no forma parte de la naturaleza, al contrario que él una planta o un animal la conoce y no tiene que esforzarse por entenderla. Seguramente la ropa de Edu desprende incesantes señales luminosas desde los armarios, pero yo soy incapaz de verlas. ¿De qué habrá hablado en esta casa? ¿En qué habrá pensado? Creo que siempre tuve la sensación de que hablaba de unas cosas cuando en realidad pensaba en otras.
La decoración funcional del salón encaja mucho con su personalidad. Casi todo el mobiliario es claro, menos las pantallas de las lámparas, de tonos cálidos. Hay bastantes periódicos tirados por el suelo, algunos libros también en el suelo. Cartas y gran cantidad de publicidad en la mesa baja situada ante los sofás. Sobre todo ello descansa un dedo de polvo perfectamente visible. Dudo unos segundos si lavar los cacharros del fregadero, incluso pienso en la conveniencia de meter las camisas y pañuelos sucios en la lavadora y limpiar el polvo de los muebles. Y enseguida desisto porque no importa que se quede así, a nadie le importa. Se trata del lugar de alguien vacío de ese alguien. El piso de Eduardo fuera de la mente de Eduardo. Sus trajes sin su cuerpo. Estas habitaciones confinadas en la realidad durante varias semanas me confiesan que Eduardo no va a volver.
Así que no limpio nada, ni siquiera me siento en los sofás, aunque sí meto los huevos, la leche y las ciruelas en una bolsa de plástico, que tiraré luego a una papelera. Salgo a la calle. El piso ha quedado escondido en un laberinto de escaleras y en un tumulto de puertas color crema idénticas. Y esto es todo lo que ahora queda de Eduardo. También queda el pasado, pero la verdad es que los acontecimientos son captados con una vista tan corta, y un oído tan rudo, y la voz es tan limitada, y el cambio tan momentáneo, que el pasado siempre es un poco borroso.
Me gustaría decirle a mi madre lo del apartamento de Eduardo, pero no puedo fiarme de ella. No creo que sea capaz de guardar un secreto. De cara al puente se compró una montaña de revistas de decoración, una caja de botellas de buen vino y lo que tenga por ahí escondido. Digamos que se autoabastece. Le pregunto por qué no pasa estos días con su prometido. Digo lo de prometido con un tono distinto a todo lo demás.
Aún no tengo por qué estar con él en los ratos libres. No nos hemos casado.
Se avecinan horas tranquilas con buen cine y buen vino, perfectas, si no fuera porque no puedo dejar de darle vueltas al asunto Edu. ¿Por qué sólo yo conozco la existencia de este piso en Madrid? Sé que no debo declararlo, sé que debo callar. Por favor, Edu, aparece, no me gusta esto.
Por la noche llama el Veterinario. Está muy nervioso. Acaba de hablar con México. Allí siguen sin saber nada de su hijo, y ahora quiere hablar conmigo por si yo tuviese noticias.
¿Recuerdas si en su última visita te dijo algo que ahora pudiese ayudar?
Le digo que no recuerdo nada especial.
Haz memoria, hijo, haz memoria. Todo es importante.
No se me ocurre qué ha podido suceder. Aborrezco este fin de semana tan largo, dice a punto de llorar.
¿Sabes lo que es la desesperación?, dice. La desesperación, repito yo.
Sí, la desesperación, la maldita desesperación. No hay nada comparable a la desesperación ¿sabes? Ni el amor, ni el odio. Date cuenta que te hablo de emociones intensas, bueno, pues nada es comparable. ¿Qué puedo hacer?, dice.
Lo siento, digo. Debe mantener la calma y la esperanza. En realidad, aún no sabemos nada.
La esperanza y la desesperación son incompatibles, pero la primera conduce a la segunda. Yo he decidido saltarme el primer paso.
Piense en su mujer.
Sí, pienso en ella. Pienso en ella. ¿Qué le ocurrirá cuando deje de importarme? Un paso más y ya no podré pensar en ella.
Me despido con palabras claras, sin intentar consolarle. Creo que es lo mejor que puedo hacer.
Mi madre, que desde que mataron al de la tintorería del Zoco Minerva ha cambiado mucho y ha perdido toda su piedad, coge el teléfono con impaciencia. Su charla ante mi presencia es desagradablemente cauta y misteriosa. Dice sí y no, y donde el otro día, y desde luego como siempre, mientras me echa miradas recelosas. Debe de tratarse de su novio o de su camello. Cuando cuelga, le pregunto por qué ha abandonado la gimnasia, qué ha sucedido con el monitor. En el fondo añoro la inocente época de Míster Piernas, en que podría jurar que sólo hubo deporte y sexo.
Con mi madre nunca se sabe. Los comentarios más tontos pueden herirla de una forma incomprensible y tornar su mirada sombría y aterradora, no para cualquiera, sino para mí, que he crecido observando los cambios de expresión de su cara. Lo peor de todo es que se aprende a desviar la mirada cuando ya es demasiado tarde, cuando ya se ha visto lo imprescindible para saber estar jodido. Así que he mencionado la bicha. Ahora que lo pienso, nunca hemos hablado de Míster Piernas desde que, poco a poco pero sin vuelta atrás, salió de nuestras vidas. Al mismo tiempo mi madre salió del Gym-Jazz y se metió en la clínica del dentista.
Apila las revistas, ordena la mesita que hay ante los sofás y se queda contemplándose en el cristal que la recubre, lo que no me gusta nada. Se pasa las manos por el pelo, que ahora lleva cortado a la altura del cuello.
Tu padre siempre decía: «Lo bueno está por llegar», y yo me lo creía. Cuando se repite tanto una frase parece que encierra la verdad. Pues bien, lo bueno ya ha llegado y se ha acabado. A tu padre siempre le ha gustado filosofar sobre la vida.
Mi madre está entrando en un estado de ansiedad preocupante. No veo el momento de que se levante a hacerse una raya. Me inquieta que no disponga de suficiente reserva para todo el puente. Respiro cuando dice:
Me he citado con una amiga en Madrid. No tardaré en volver.
Me acabo de sentir orgulloso de ella porque sabe conseguir lo que necesita, porque sabe cómo deshacerse de la mirada sombría y aterradora. Pienso que con la edad que tiene y a razón de cuatro o cinco rayas diarias, no padecerá un auténtico mono hasta los sesenta y cinco o más tarde, cuando el país esté surtido de estupendos centros de desintoxicación, y yo ya esté entrando en la madurez y esté tan preocupado por eso que no me importe mi madre.
El martes recibo una llamada de Tania desde México. Tiene una voz más dulce que antes, más cantarina y dice ahorita.
He pensado mucho en ti, le digo nada más oírla. Y me parece increíble que haya dejado de pensar en ella durante tantos ratos, días y semanas, aunque no meses. Creo que no ha pasado ni un solo mes sin acordarme de Tania.
Yo también me he acordado de ti, sobre todo en estos momentos. Tú conoces bien a Eduardo, al verdadero Eduardo.
No estoy muy de acuerdo con ella porque nunca me pareció que el Eduardo que yo conocía fuese el verdadero. Quizá ahora, lejos del entorno ante el que siempre se había visto obligado a mantener una imagen, fuese más espontáneo y sincero si es que tal cosa pudiera ser posible en Eduardo. No se lo digo.
¿Tanto ha cambiado?, pregunto.
Se arriesga demasiado. Es como si no le importase su vida. Corre mucho con el coche, bebe y fuma mucho, toma mil porquerías. Su cuerpo es un saco en el que no cesa de meter sustancias de todo tipo. Nunca está conforme, nunca está tranquilo, nunca tiene bastante. Ya es rico ¿sabes? En poco tiempo será tan rico como mi marido.
¿Qué clase de trabajo hace?
Nunca me he metido en eso. En realidad no lo sé. Negocios. Sacar dinero de aquí y meterlo allí. Hacer prosperar empresas que han fracasado. Alquilar aviones. Agencias de viajes. Mi marido dice que Eduardo es un genio, pero que se pasa de rosca, que no sabe cuándo hay que parar. Aquí tiene una casa preciosa en la Colonia del Hipódromo, pero no ha puesto los pies en ella desde hace mucho. Nadie lo ha visto. No consta en las listas de pasajeros de las líneas aéreas. No ha venido.
¿Qué quieres que haga yo?, le digo.
Lo que sea, lo que se te ocurra. Una vez me prometiste que cuidarías de él. Ese momento ha llegado. Seguro que lo encuentras.
No es una exageración pensar que Tania se pasa conmigo al hacerme depositario de toda su fe y esperanza. Si me dejase llevar, tendría que salir ahora mismo disparado hacia esas calles de Dios gritando el nombre de Eduardo. Supone una gran carga hacerte acreedor de la esperanza de alguien porque también te haces acreedor de su decepción. Y yo tengo miedo de fallarle a la única persona capaz de creerme infalible.
Le pido el coche a mi madre, que está enfrascada recortando anuncios de casas. Primero ha elegido los muebles y ahora busca el habitáculo donde meterlos. Parece feliz.
Hay verdaderos chollos, dice.
¿Es que esta casa no te gusta?, digo.
Ésta siempre será nuestra casa, cariño. No pienso venderla ni nada de eso. ¿Pero qué me dices de una auténtica mansión? Hay dinero para eso y para más. Todo nuevo, absolutamente todo, comprado por mí.
Claro, digo, y salgo a la niebla atravesada por los faros de los coches de una carretera fantasmal. Se ve muy poco, como si atravesara paño gris o mejor una nube gris, en cuya travesía todo se humedece. La nube también envuelve Madrid, y los picos de los edificios más altos la atraviesan suavemente. Tiro por la Castellana. Cruzo plazas y bordeo fuentes. Como en un sueño vuelvo otra vez a un lugar irreal. Cierro la puerta del apartamento 121 y paso al salón. Del salón voy al dormitorio y luego al cuarto de baño y a la cocina. Ocurre algo raro. Presiento que no todo está como lo dejé. Voy mirando con detenimiento, reconociendo. Algunas cortinas están corridas, y el vaso sin agua de la mesilla no está. Lo veo en el fregadero de la cocina. En el baño hay una toalla en el suelo. Me pongo muy nervioso al advertir que alguien más tiene la llave. ¿Y si es Eduardo quien viene de vez en cuando a echar un vistazo y se va? Puede que viva en otro sitio y que no le interese llevarse nada de lo de aquí. Es una idea peregrina porque alguien que se ocupa de guardar los trajes en fundas con cremalleras no los abandona. Ni siquiera Eduardo lo haría. Ni tampoco se dejaría la ropa interior. No es él quien viene por aquí. Y si viene, no quiere que se sepa.
No me encuentro cómodo pensando que esa o esas personas, que no se molestan en estirar la ropa de la cama ni en lavar los cacharros del fregadero, sino que se limitan a darse una vuelta por el apartamento y tal vez a ducharse, puedan meter la llave en la cerradura, entrar y encontrarse conmigo. Parte del correo está abierto. Son extractos de cuentas bancadas, informes de entidades financieras, publicidad. No hay ninguna carta de tono personal. Lo dejó como está. No quiero de ninguna manera que los otros sepan que vengo. Aunque de pronto dudo de que no fuese yo quien corrió las cortinas, dejó el vaso en la cocina y sin querer tiró la toalla, porque no siempre se está pensando en lo que se está haciendo. Al cabo del tiempo el cuerpo acaba pensando solo. Un mínimo de cerebro para hacer lo que se está acostumbrado a hacer mientras que la conciencia se alarga y llega más allá de los ojos y del oído e infinitamente más allá de las manos. Estoy aquí para encontrar algún rastro de la conciencia de Eduardo. Una conciencia sin cuerpo, pienso mientras registro los bolsillos de los trajes de invierno, de los abrigos y, al abrir desgarradamente las cremalleras de las fundas, los de los trajes de verano. Tal vez cuando ya haya dejado de intentarlo, cuando ya no pretenda nada, ni busque nada, y el universo funcione con su calma habitual, entonces surja la luz de múltiples maneras, la revelación, pienso mirando la cama revuelta, las cortinas corridas, los muebles llenos de polvo, el correo abierto, los libros, los periódicos en el suelo. Cierro, y tras de mí va quedando el laberinto de puertas color crema.
Unido a éste por la autopista hay un remoto mundo real.
El mundo real me devuelve al videoclub y al sueño de hacer un corto. Anoto varias ideas que me parecen buenas. Si no fuera porque tengo la llave, podría olvidarme de Edu y el apartamento. El último día de vacaciones mi madre, con los ojos brillantes por sus continuas idas y venidas al baño, me dice:
Ya queda poco, hijo mío.
La Gran Memoria nunca descansa. Hay que tener esto en cuenta. En cuanto diese una ligera cabezada nos iríamos al garete, ya no seríamos pensados con un mínimo de sensatez. Así que considero que la rutina de mis días obedece a la cordura de alguien. Llego al Apolo. Asciendo por las escaleras mecánicas. Coloco las cintas y tomo café en el burger de al lado con un ojo puesto en mi tienda. Las mañanas están tan muertas que me permiten verme al menos una peli con tres o cuatro interrupciones generalmente de los pornófílos. Vienen por la mañana, lo que me hace pensar que tienen mucho tiempo libre y que seguramente el alimento que demandan sus mentes es grande, pero que ellos, siguiendo la teoría de Alien, las alimentan básicamente con lo mismo de siempre. Todos tendemos a no salir de lo que conocemos, a no aventurarnos. ¿Puede ser la imaginación tan miedosa? Si no lo fuese, preferiría la novedad a la costumbre, sin embargo, gana la costumbre.
Por ejemplo Sonia. A las ocho empuja la puerta de cristal y la firmeza de sus tacones la conducen al mostrador, donde espero a mi jefe ya con el dinero dispuesto. Como la vez anterior, le cedo el taburete y le pregunto si quiere tomar algo. Se enciende un cigarrillo, me dirige la primera bocanada de humo y contesta que se tomaría un refresco de naranja, pero que como los refrescos en el fondo tienen tanto gas como la cerveza, prefiere una cerveza. Vuelvo con un bote en cada mano y me dejo acariciar por el verde azulado de sus ojos. Son los ojos más bonitos que he visto nunca. Sólo estos mismos cuando los vi por primera vez los pueden superar. Le digo que me alegro de que haya vuelto, de que sea ella quien se encargue del dinero. Sonríe y dice que quizá yo esté deseando largarme de aquí después de tantas horas.
Seré rápida, dice.
Le digo que se tome la cerveza con tranquilidad.
Ahora no estoy trabajando. Ahora estoy contigo. Es diferente, le digo.
Estoy tan seguro de que me la voy a tirar que podría jurarlo sobre la Biblia.
¿Hace mucho frío fuera?, pregunto.
Es una noche muy desagradable. Creo que me tomaré otra, dice tendiéndome el bote vacío.
Vuelvo a entrar por la puerta y ella sigue estando ahí, sobre el taburete, tras el mostrador, completamente extraña en mi imaginación por no ser como Tania ni como la chica soñada de la Filmoteca. Los artificiales rizos rubios le caen sobre el jersey negro, y un candor en su mirada como de muñeca antigua me atraviesa el corazón. Le acaricio uno de los rizos y luego le cojo la mano y la conduzco a la trastienda.
¿Qué opinas de las desapariciones de la gente?
¿A qué desapariciones te refieres?, dice ella desconcertada, con una expresión tan desvalida que aunque no me apeteciese le haría el amor.
A las de los que un día, de buenas a primeras, se los traga la tierra, y nadie vuelve a saber nada de ellos.
A nosotros no nos va a pasar eso, dice poniéndome la mano en el hombro y bajándola por el brazo y aproximándose por completo a mí. Entonces la separo y le digo:
Antes mírame.
Eres un romántico, ¿lo sabías?