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Me despierta el ruido de la verja al cerrarse. Reconozco el ronquido del motor del coche de mi madre. Lo tiene encendido un rato mientras le quita del parabrisas la capa de hielo con una cinta de casete. Ya no ve la tele por la noche porque tiene que levantarse a las siete. Antes de subir las escaleras hacia su cuarto me ruega que baje el volumen al mínimo. Acuéstate temprano, dice, así aprovecharás más el día. A mí no se me ocurre en qué aprovecharlo mejor de lo que lo aprovecho y me quedo amodorrado hasta las dos o las tres. Sólo de pensar que ella no puede ver la tele a mí me apetece verla más. Me trago dos pelis y varias tertulias en que todos los tertulianos tienen razón. Cada uno se droga a su manera ¿o no? Estoy esperando que un día se ponga dura para decírselo.

No entro a trabajar hasta las diez. Y soy uno de los primeros en abrir. La realidad es que la urbanización no está en pleno funcionamiento hasta eso de las once. Desde luego antes de las diez es inútil salir a comprar nada ni a hacer ninguna gestión. Sólo las podadoras de los jardineros de las zonas comunes transmiten el mensaje de que hay vida en alguna parte en la ciudad más perezosa del mundo.

Hay que reconocer que este lugar es de los que no trabajan y de los que trabajamos en él con trabajos que no son verdaderos trabajos. No cuentan los que están encerrados, o sea, los niños en los colegios y los estudiantes en los institutos. Sí que cuentan todos los empleados del polideportivo andando de acá para allá en las maravillosas mañanas de primavera con los árboles inundados de pájaros, y los que holgazanean en sus instalaciones tratando de escalar la nueva pared del rocódromo con ganchos plateados y maillots ajustados a los músculos. Cuentan los que sacan el perro por el parque y lo siguen como si el perro supiese divertirse mejor que ellos mientras el sol se derrama sobre el césped con toda su caliente dulzura. Y los que van y vienen arrastrando el carro de la compra despacio aspirando el olor a flores y plantas que acaban de crecer. Las ventanas sobre los jardines están abiertas. Los repartidores y los carteros y los cobradores del gas y de la electricidad llaman a estas puertas hasta las que llega la luz verdosa de los jardines. Las mañanas de primavera son para nosotros, los que nos quedamos. Me concentro pues en la idea de primavera, una idea segura, posible, que no depende de la voluntad de nadie para que se realice, sino que se realiza por sí sola y que hace que el recuerdo se complete una y otra vez, una y otra vez.

No siempre dispongo de tiempo para ducharme, pero sí para tomarme el café que siempre hay hecho en la cafetera y para afeitarme porque me dan verdadero asco los tíos que vagan por la urbanización sin afeitar. Cuando uno opta por salir a la calle sin afeitar es que ha caído muy bajo, es que necesita tratamiento. Es algo que me hizo ver mi madre muy pronto, cuando en Primaria entraba en el colé a las nueve y media, y a las nueve me ponía el anorak, el gorro y los guantes, y a las nueve y cuarto parábamos en el quiosco para comprarme un bollo y el quiosquero a veces no se había afeitado, de modo que las puntas negras surcaban la doble papada hacia el cuello alto del jersey de lana.

¡Qué cerdo!, exclamaba mi madre en cuanto nos alejábamos de allí.

Parece enfermo, decía yo.

Porque los pobres enfermos no pueden afeitarse si no los afeita alguien, pero éste no tiene disculpa. Es un falso enfermo.

Así que los tipos que aprovechan el fin de semana para dejar de afeitarse me parecen bastante irrespetuosos con su familia, a la que hacen tragar con esos pelos negros, o, peor aún, canosos, hastiados y abandonados a crecer en sus repugnantes caretos. Hay que decir a favor de mi padre que hiciese lo que hiciese nunca dejó de afeitarse. Cuando estaba en casa, bajaba a desayunar en pijama, pero afeitado y oliendo a colonia Lavanda, por lo que no importaba nada darle un beso. Quizá por eso mi madre nunca dejó de quererle ni siquiera en su mejor etapa con Míster Piernas. Cuando llegue la primavera pienso levantarme temprano e ir corriendo hasta el Apolo. Ahora el hielo que se ve por la ventana endureciendo la atmósfera, las plantas y el asfalto me quita las ganas de todo lo que tenga que ver con el exterior. Prefiero coger el autobús con el tiempo justo, y tal vez regresar andando al mediodía.

Me esperan varias cajas de cintas que tengo que ordenar. Casi todo es serie B, luego está lo que encargo especialmente para mis clientes cinéfilos y lo que encargo especialmente para los guarros y los sados. Me viene a la mente un nombre del que oí hablar el otro día en la filmo.

Por la tarde, a la hora de cerrar, no viene mi jefe a contar el dinero. En su lugar aparece una tía rubia de unos treinta y cinco con minifalda y taconazos, que se enciende un cigarrillo sin pedir permiso, dando por sentado que su humo no molesta. La primera bocanada me viene directamente a las narices y toso un poco.

Ella se ríe y dice: Qué delicado eres.

No me suena haberla visto por la urbanización. Así que le pregunto si viene de Madrid.

Directamente, dice. Directamente por la pasta.

Pues no hay tanta. Hoy no se ha dado bien el día.

No te pongas tan serio, dice riéndose a carcajadas. Ya sé que éste es un negocín de nada.

Bueno, no es tan poca cosa, todo lo que se saca es limpio. Las cintas que no se venden se devuelven.

Sí, pero hay que pagarte a ti, la luz, el teléfono, el alquiler del local. No lo veo rentable.

Más de lo que parece. Los fines de semana salen redondos.

No te pongas así. No creo que te vayas a hacer rico con esto. Francamente, un chico como tú metido aquí todo el día.

Hace tiempo que alguien no me habla de mí. Le cedo mi asiento detrás del mostrador. Cruza las piernas.

Tenemos que esperar a que mi jefe me llame por teléfono para decirme que la mujer que tengo enfrente es de confianza y que puedo darle el dinero. Así que le pregunto si quiere tomar algo. Dice que se tomaría una Coca-Cola, pero que como la Coca-Cola le alteraría los nervios, prefiere una cerveza. Le pregunto si la quiere con o sin alcohol. Dice que tendría que tomársela sin, pero que por ser el momento del día que es, la caída de la tarde, casi la prefiere con. Me voy con este exceso de información a la máquina de bebidas que está en el piso de abajo, donde los niños no paran de corretear mientras los padres se toman algo. Es gente a la que le cuesta mucho consumir su tiempo en soledad, en sus casas. No soportan sentirse literalmente metidos en sus casas, aparte de todo, aunque ese todo sea una barra del Apolo, el griterío de sus propios hijos y los conocidos caretos de los camareros de siempre y los vecinos de siempre.

La segunda visión de la rubia ha variado. Ya no es una taconazos que irrumpe en mi sosegado mundo llamándolo negocín, sino alguien que en mi ausencia se ha molestado en sacar otra silla de la trastienda y que me la señala para que me acomode yo también.

Parece que tienes mucho material.

Procuro estar surtido.

¿He visto mal o tienes pornografía?

Has visto bien. Una parte de la clientela me la pide. Es lo normal.

¿No te parece una asquerosidad?

No sé. No pienso en ello. Siempre ha habido gente así y siempre la habrá.

¿Tú ves esas películas? Alguna vez.

Yo, la verdad, dice, es que me animaría si no fuese porque luego seguramente me arrepentiría.

No creo que por algo así haya que arrepentirse. Tampoco hay ninguna obligación de pasar por eso.

¿Sabes?, dice, eres más maduro de lo que corresponde a tu edad.

No soy tan joven como parezco, le digo yo riendo. Y le pregunto si quiere otra cerveza. Asiente. Tiene unos ojos realmente bonitos, entre verdes y azules. Los ojos más bonitos que he visto en mi vida y que, sin duda, destacarían mucho más si fuese arreglada con más sencillez. No es lo que suele decirse mi tipo, pero ha entrado por la puerta del videoclub al oscurecer cuando el calor en el Apolo ya es insoportable y es la única persona que me mira. De vuelta empujo la puerta de cristal con los botes de cerveza, y entro en su atento campo de visión como en un mar de verano perdido en alguna parte del planeta.

Mi jefe llama. Me dice que Sonia es una amiga de mucha confianza y que de vez en cuando se hará cargo del dinero. ¿A que es guapa?, dice. Yo no contesto. Creo que un comentario así hay que dejarlo en el aire.

Sonia, repito en voz alta mientras coloco billetes y monedas en la mesa.

¿Qué haces aparte de estar aquí?, dice ella.

Me paro un instante a pensar en lo que hago y me doy cuenta de que no hago nada.

Formo parte de un club de espeleología, le digo pensando en los búnkers que hay cerca del lago y donde en la remota infancia pasábamos muchas tardes Eduardo y yo viendo el cielo por el agujero en que un soldado un día apoyó el fusil. Exploramos cuevas. Es apasionante. Si nunca has estado en una cueva oscura sin el menor resquicio de luz, es que nunca has visto la oscuridad. La oscuridad absoluta ¿comprendes? Es indescriptible, es casi impensable. Sólo en un sitio así puedes hacerte a la idea de lo que es la nada.

Me doy cuenta de que me observa las piernas, la forma de las piernas en los vaqueros, y las manos. Me doy cuenta de que se está enamorando de mí. Va a ser casi inevitable que me la tire, aunque me detiene la idea de que también se la esté tirando mi jefe, el del solitario en el dedo. Como si me hubiese oído, dice:

No pienses tonterías. No me acuesto con él.

¿Quién ha pensado eso si puede saberse?, digo mientras considero que empieza a haber demasiada flaqueza en nuestros tonos de voz.

Está bien, dice levantándose. No tengo ninguna gana de marcharme de aquí, pero si no me fuese, la conversación se agotaría.

Ya me estoy acostumbrando a su forma de actuar siempre debatiéndose entre lo que es y lo que podría ser, o algo así. En el fondo me alivia que se vaya, que salga por la puerta y vuelva a su mundo, que no es el mío, como los personajes de ficción más o menos.

Para mi sorpresa, veo, entre los carteles con las novedades pegados en el cristal, aproximarse a Alien. Avanza serio y rotundo, con el aire renovado de un parque recién barrido y regado. Desde que comencé a trabajar aquí no sé nada de él ni he frecuentado los lugares por los que me lo encontraba, es como si el tiempo también retuviese el espacio que le corresponde y que le es propio con todo lo que contiene. Y como Alien correspondía a mi época de colegio e instituto, ese tiempo se ha esfumado con el bosquecillo de pinos, por donde correteaba su perro, y el salón del Centro Cultural, donde daba sus conferencias, e incluso el Híper, donde tomaba cafés sin parar contemplando por las cristaleras la quietud de la ciudad más perezosa del mundo.

Me saluda y se enfrasca en las cintas de las estanterías como todo el que pasa aquí aunque no venga a comprar. Le digo que si quiere algo que no encuentre yo puedo conseguírselo. Entonces me mira muy interesado.

Quizá yo quiera algo especialmente difícil, dice.

No hay problema, le digo.

Se pasa la mano por el pelo sedoso y lacio de la cabeza y la coleta, y me pregunta sin seguir el orden lógico de una conversación:

Dime ¿qué haces aquí?

Me encojo de hombros, pero como en el pasado me sigue dando la impresión de que soy transparente para Alien.

Seguro que estás reuniendo reservas, nuevo material para el pozo sin fondo, para el monstruo perpetuamente hambriento.

Francamente estaba echando de menos este discurso. Quiero esforzarme para saber cuál es el pozo sin fondo. ¿Cuál es el pozo sin fondo? Me quedo a la espera.

Se sienta con la mitad del culo en el mostrador. La pierna cuelga por el mueble.

La mente no para. A pesar de que no quiera pensar, piensa. ¿Pero qué piensa? Todo depende de lo que le eches, de si la abasteces lo suficiente, porque de lo contrario se tendrá que conformar con lo que tiene una y otra vez. Una y otra vez la irresistible sensación anegando la conciencia con sus pequeños cristales que la multiplican. Puede que de aquí provengan las obsesiones patológicas, de tratar de saciarse en la misma sensación, dándole vueltas, comiéndosela poco a poco y a grandes tragos y de todas las formas posibles. Los pedazos del cristal constante con las formas de la memoria. Necesitamos reservas para el pensamiento futuro, dice.

Las palabras de Alien me adormilan, no porque me aburran, sino porque llenan de gran sosiego la estridente luz del establecimiento. Viajamos en una cápsula de luminosa paz por el crepúsculo. Anochece con celeridad. Su voz desprende algo hipnótico. No es la primera vez que me ocurre. Pienso en la llave de Edu y en las quinientas mil que vale. Pienso que quiero comprarme un coche de segunda mano que he visto aparcado en mi calle con el letrero de se vende. Pienso en mi padre cuando yo era pequeño e iba corriendo a abrirle la puerta. Mi padre con una bolsa de viaje en la mano. Pienso así en él. Pienso en Hugo corriendo por la vereda y me digo que no quiero saber si ha muerto. Y también que tal vez Sonia venga por el dinero.

Desde que estoy aquí, reflexiono más, le digo.

Le diría que me alegro de verle, que me alegro de verdad, pero sé que sobraría, que sería excesivo. Alien nunca usa las palabras para cosas así. Si ha venido a verme, es porque sabe que me alegro de verle. Le propongo que tomemos una cerveza, pero declina la invitación. Dice que están esperándole los alumnos de su curso sobre el alma.

El alma, dice, ese soplo.

Cuando ya está junto a la puerta, le pregunto:

¿Qué película es esa que quieres que te busque?

Dice un nombre que no entiendo, quizá sólo haya dicho adiós. Y salgo detrás de él, pero ya ha desaparecido por las escaleras mecánicas.

Así que el alma. Dentro de una hora me colocaré los walkman y saldré a la noche, y entre las sombras onduladas de los árboles recorreré el camino de vuelta a casa sin pensar.

La impaciencia nace de las ganas de impacientarte que tengas. Algunos lo llaman esperanza. Durante algunas tardes he tenido la esperanza de ver entrar por la puerta a Sonia en lugar de a mi jefe. Sólo aquí, en el Apolo, y sólo hacia las ocho se activa este deseo que no funcionaría en ningún otro lugar ni a otra hora. O sea, que a pesar de que la repetición canse es la que crea la sensación de existencia, de que a una cosa le sigue otra. Digamos que ya sé que la puerta de cristal de mi tienda puede ser empujada por Sonia, y lo que sé no puedo olvidarlo.

Me decepciona ver aparecer, en su lugar, a mi jefe con alguno de sus variados trajes que siempre parecen el mismo contando una vez más el dinero con manos excesivamente cuidadas, mientras el brillante del dedo lanza destellos sobre los billetes. Le pregunto si va a venir él todos los días. Y me dice: Es guapa, ¿eh? Le contesto que no me he fijado, que sólo quiero saber si cada vez que ella venga tengo que darle el dinero. En el fondo me repugna la idea de poner los ojos en alguien o algo en que él los haya puesto. En realidad pienso que Sonia es simplemente preferible a él.

Me dice: Un día de éstos tenemos que hablar.