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No he visto una idea mejor plasmada que el dueño del videoclub donde trabajo. Es la representación perfecta de sí mismo, lo que significa que nunca varía de estilo, ni de detalles, ni de maneras, ni de forma de ver la vida, entendiendo por vida la superficie de setenta metros cuadrados que se va abriendo ante nosotros según ascendemos por las escaleras mecánicas del Centro Comercial Apolo. Grandes estanterías llenas de cintas y muchas más amontonadas en la trastienda para ser catalogadas.

Dice, para que me entusiasme con lo que hago, que le encanta este negocio por la gran oportunidad que ofrece de conocer a todo tipo de gente, sobre todo a mujeres. Me ha dicho confidencialmente que sabe tanto sobre ellas que le dan ganas de escribir un libro, lo que de inmediato me hace pensar en Alien y Edu, que también tenían ganas de escribir uno. Tiene cuarenta años y lleva un brillante en el dedo anular que le hace una mano demasiado femenina. Al verla, me doy cuenta de que nunca he soportado las manos de hombre con anillos, ni siquiera con el aro de casado, y que por eso apartaba la vista de la de mi padre cuando la extendía en el aire para coger un vaso o saludar o simplemente pedir algo. Por fortuna mi jefe ha depositado en mí toda la responsabilidad y sólo viene por aquí a recoger el dinero. Cuando sus largos y suaves dedos empiezan a contar los billetes y a amontonar las monedas, me voy a catalogar y salgo para decirle adiós. Siempre tiene prisa porque siempre alguien le espera, no dice quién, pero todo en él sugiere que se trata de una de esas mujeres que conoce sin cesar.

Antes, para que se me viera, tenía que salir a la calle, o sea, vestirme y abandonar mi casa, cerrar la puerta tras de mí y avanzar hacia lo que hay afuera. Ahora se puede decir que estoy permanentemente fuera. Sólo tengo que esperar a que los demás salgan de sus casas y vengan al Apolo a alquilar alguna película. El invierno está siendo tan frío, tan horrible, que los clientes pasan por aquí una y otra vez, cubiertos con guantes, gorros y bufandas, a devolver y recoger cintas. Creo que los fines de semana no hacen otra cosa que ver bodrios y hacérselos ver a sus hijos, y no porque sean estrictamente bodrios, sino porque en cuanto el estuche es tocado por sus manos con alianzas de casados los convierten en bodrios. Da igual que la peli sea buena o mala, la babosean, la aniquilan, la hacen puré en su cabeza. Ahí va otra, suelo pensar, pasto de los cerdos. Al menos los que me piden porno o gore tienen los gustos definidos. Son otra cosa. Es curioso que los consumidores de lo habitual a veces me pidan un porno y que los consumidores de porno no me pidan otra cosa. Es algo que causa miedo y respeto.

Trato de regresar a casa andando, a eso de las ocho, cuando empieza a formarse el hielo, bajo las frías y brillantes señales del cielo.

El Apolo está situado en un área aún no muy poblada, a dos kilómetros de mi casa, de modo que por la noche resulta extraño el ajetreo de dentro en medio de la quietud de fuera. Y según se va uno alejando, va resultando paso a paso más extraño como si algo de la vida general se estuviese cociendo en aquel hervidero. Cualquier forastero que se pase por allí puede preguntarse de dónde ha salido tanta gente en una tarde polar. Yo sé de dónde. De las ventanas ocultas por los árboles. De las puertas tras verjas negras como la oscuridad. De los declives del terreno. De garajes que abren despacio y silenciosamente su garganta de pálida luz. De jardines errantes por las sombras. De las cocinas y los salones excavados en el infinito.

Podría correr un poco al mediodía, que es cuando dispongo de tiempo libre y cuando menos frío hace, pero siento pereza. Una gran pereza. Está la televisión. Está el sofá con una manta de viaje de cuadros. Están las cintas de vídeo que tengo la necesidad de seguir viendo cuando salgo del trabajo. Digamos que me angustia toda esa cantidad de cintas que catalogo y que no he visto, que entrego a la gente, y que la gente me devuelve sin saber yo cómo son. Cuando los primeros días alguien salía con una película en la mano y al devolvérmela a los dos días, me miraba con ojos que habían visto algo más que yo, me sentía literalmente empujado a tragármela. Y fuese como fuese llegaba hasta el final para que nadie me humillase con su mirada. Me he propuesto vérmelas todas. Tal vez es el único propósito serio que me he hecho en mi vida. También sueño con rodar un corto. Pero también he soñado marcharme a China y he soñado con Tania, lo que me hace dudar de que mis sueños sean sueños importantes.

Mi madre las dos tardes que descansa llega a la hora de comer.

Fran me da pena, oigo que le dice a la asistenta.

Me da mucha pena, repite a punto de llorar con llanto de borracha que afortunadamente no llegar a estallar, como si no hubiera bebido lo suficiente.

Tienen las manos unidas. Las de la asistenta mucho más estropeadas aunque todo lo haga con guantes de goma, incluso picar la cebolla.

Siempre ha sido un poco vago, dice la asistenta.

No sé qué voy a hacer, figúrate, ya es un hombre. Un hombre sin nada.

Las dos permanecen calladas un momento. Las dos están de acuerdo en este punto. He hecho un pan en el horno. Me sobraba tiempo. ¡Ay!, exclama mi madre.

Y dice: Lo peor es cuando cae la tarde. Todo se me viene encima.

Tienes un carácter tan endeble, le dice la asistenta.

Y qué importa. Qué más da.

Me siento de acuerdo con ella porque ya he comprobado en más de una ocasión que la vida sigue a pesar de nosotros, que somos piezas de una maquinaria que genera piezas sin cesar para su propio funcionamiento, que no es otro que generar más piezas.

Mi madre enrolla un billete de mil pelas y lo pasa por el cristal de la mesa y luego se lo traslada a la asistenta, que hace lo mismo.

No quiero coger la costumbre, dice la asistenta, no puedo permitírmelo. No me voy a matar a trabajar para esto.

No seas tonta, dice mi madre. Uno no se engancha así como así. No, si te haces tres o cuatro y sólo por las tardes. Es como un whisky o dos.

Ya, pero es la sensación de estar con esto.

Venga, ¿a que estás más contenta?

La asistenta se ríe.

Podría darle otra vuelta a la casa sin darme cuenta, dice.

Disfruta. Sé feliz, le recomienda mi madre.

Tengo curiosidad por saber desde cuándo se hace rayas mi madre. Y de inmediato pienso que si me ve se muere del susto, así que subo con mucho cuidado la escalera saltándome el escalón que cruje. Casi podría asegurar que nuestra casa es la única que conserva la escalera original de madera. Las demás empezaron a arrancarlas muy pronto para sustituirlas por otras de mármol blanco. Enseguida se vieron amontonadas en los jardines y a los dueños con hachas para convertirlas en leña. También las puertas se cambiaron por otras más macizas y los inodoros completamente nuevos por otros de diseño. Más tarde también las escaleras de mármol fueron sustituidas, y otra vez las puertas, y pintaron las paredes con tonos cálidos, y las cocinas fueron remodeladas de arriba abajo. En realidad el que no cambiaba de casa optaba por cambiar las llamadas calidades o la decoración o la distribución. Sólo verlo resultaba agotador. Nunca estaban satisfechos, lo que llevaba a pensar que si no lo habían estado hasta ahora, era improbable que fueran a estarlo en el futuro. Nunca su morada llegaba a ser la obra de arte que querían. Sólo nosotros nos conformamos con lo que la inmobiliaria nos había dado. No nos parecía tan mal, más aún, nos gustaba, lo que quizá me ha convertido en alguien poco exigente. En casa de los Veterinarios, por ejemplo, siempre estaban sacando y metiendo sofás y sillas para tapizar. Sobre todo a la entrada del verano se producía una concentración de tapiceros, pintores, fumigador de plantas y tío que limpia la piscina, todos con mascarillas, unos con mono y otros en pantalón corto, todos deambulando por allí ante la hermosa mirada de Marina, que revivía para dar instrucciones. Unos se ponían la radio y otros silbaban, la cuestión era hacer ruido. Lo que a mí me hubiera molestado enormemente en mi propia casa a Eduardo le daba la vida. Decía que se levantaba temprano, cuando llegaban los obreros, y que era feliz. O sea, que Eduardo podía ser feliz con poca cosa, con un poco de bulla en su casa. Parece mentira que la felicidad a veces resida en cosas tan mínimas que no lleguemos a encontrarla jamás.

Un día Edu va a verme al videoclub. Por allí pasa todo tipo de gente, hasta pasan mis antiguos profesores del instituto, que se las dan de cinéfilos y que me piden películas de las que no he oído hablar, pero que me suenan a buenas. Desde luego me las veo antes de entregárselas. Edu echa una ojeada a las estanterías llenas de cintas. Lleva un abrigo de cachemir beige sin abotonar y el cinturón colgando a ambos lados. También lleva guantes marrones como los zapatos y el pelo rapado al dos o al tres formando una aureola alrededor de la cabeza. Me pregunta si no me aburro aquí metido y le digo que en cada estuche de los que ve hay un mundo.

Ya, dice. Yo acabé harto de cine. Tragué mucho de pequeño en la tele.

Nunca has visto la tele tanto como yo, le digo. Y tú ¿qué sabes?

Lo sé porque yo al mediodía iba a mi casa a comer mientras que tú te quedabas en el colegio y volvías casi a las siete de la tarde.

No me digas lo que no he hecho, no lo soporto. No eres Dios. Simplemente no estás familiarizado con el cine. No lo has visto. No te gusta.

¿Ver la televisión al mediodía es lo mismo que ver cine? Lo que te digo es que una cosa lleva a otra, digo. Quiero rodar un corto.

No eres el único, dice paseando junto a las estanterías y mirando con desinterés las cintas. También lleva un jersey de cuello vuelto gris y unos pantalones de lana del mismo color.

El año pasado casi me marcho a China, digo. Demasiado lejos ¿no?

¿Te acuerdas de Wei Ping? ¿La de La Gran Muralla?

Hace como que se esfuerza en recordar a pesar de que recuerda perfectamente porque Edu tiene una gran memoria aunque no quiera tenerla.

¿Qué pasa con ella?

No sé, por mucho tiempo que pase, sigo viéndola abriéndonos la puerta de la entrada del restaurante con su pijama chino y el pelo recogido en un moño y su cara de porcelana. ¿No crees que las mujeres orientales deben de tener algo especial?

Habrá de todo, como en todas partes.

No creo que en todas partes haya exactamente lo mismo.

Eres un ingenuo. Hay exactamente lo mismo. Todo depende de ti, de tu toque personal.

Ha dejado los guantes encima del mostrador. Conservan la forma de los dedos y de los nudillos, digamos que tienen su toque.

¿Hace mucho que no vienes por aquí?

Detiene el vagabundeo, asiente y me mira con el azul más puro, limpio e inocente que haya visto jamás.

Mi madre, dice, está muy vieja.

No digo nada, no quiero decirle lo que sé de la mía.

En realidad no está más sola que otras personas, pero lo parece, dice.

Siempre lo ha parecido, digo yo, también cuando vivíais con ella. No tienes por qué preocuparte.

¿Puedo pedirte un favor?, pregunta examinando un estuche con detenimiento.

Me quedo a la espera.

Me gustaría que de vez en cuando fueras a verla, a saludarla nada más. No creo que sea mucho pedirte. Cuando sales a correr, por ejemplo, te acercas por allí, tocas el timbre, dices hola y te vas. Esas pequeñas cosas a mi madre le agradan mucho.

Ya no corro. Estoy aquí metido todo el día. Es un favor. ¿No sabes hacer favores? Qué poco sabes de la vida.

Tania me había pedido que cuidara de él, y él me pide que cuide de su madre. No sé por quién me han tomado. Haré lo que pueda, digo.

Después de cerrar, me voy con él a su casa. Lleva el coche de su madre porque ahora vive en México, donde también vive Tania con el gángster.

En realidad, no hago nada más que viajar. Siempre estoy de acá para allá, dice.

Una vida muy intensa ¿no?

Cierra los ojos como si estuviera cansado y asiente. El Apolo va quedando atrás, lejos. Tiene forma de pirámide de cristal, y las luces aún encendidas se fijan en el vacío, relucen como una pequeña constelación en la nada.

Pasamos la gasolinera y tiramos por la alameda, luego subimos la calle donde vivo y la dejamos atrás y seguimos subiendo hacia el cerro dejando a los lados árboles, verjas y porches acristalados sumidos en la semioscuridad. Me pregunto por qué número de rayas irá ya mi madre y por qué necesita estar siempre contenta y qué tiene de malo la caída de la tarde.

¿Tienes algo que ver con la droga?, le pregunto de pronto.

Sin sorprenderse responde: No me hagas ese tipo de preguntas. No voy a contestarte.

Da igual, digo. Ni siquiera es curiosidad.

Vivo bien, dice. Muy bien, y aún no he matado a nadie.

Aparca en la calle, abrimos la verja y nos dirigimos al jardín. Se enciende un cigarrillo y mira a las estrellas. La noche es despejada. Venus brilla en medio del tejado a dos aguas de la casa como si únicamente estuviese colgado sobre ella. A la izquierda, la luna en cuarto menguante está mucho más baja que el resto del firmamento. Un perro lejano ladra en la inmensidad de la paz, y el silencio se propaga en oleadas sucesivas sobre los tejados, las ventanas encendidas, los campos, los pinares, los montes y el profundo azul de la oscuridad.

De pronto dice Eduardo: ¿Por qué sufrimos tanto sin ser nada?

Junto a la piscina hay dos palmeras que dejan sus pequeñas sombras en el cielo. Recorremos el borde uno detrás del otro. La luz forma remolinos helados en la superficie. En verano el agua de esta piscina era tan transparente que se veían con toda claridad los dibujos de los mosaicos del fondo.

Conque Wei Ping, la de La Gran Muralla, dice. Ahora la recuerdo.

Me gustaría volver a verla.

¿Para qué? Habrá cambiado.

También hemos cambiado nosotros y no por eso dejamos de existir.

Pero no hemos cambiado repentinamente. No hemos dejado de estar presentes durante el cambio, y ella sí.

¿A qué viene darle tanta importancia a eso?, digo yo.

Quiero proponerte algo, dice. Es muy sencillo.

Le miro expectante y doy unas patadas en el suelo para hacer reaccionar los pies. Ahora no sé si ha ido a visitarme para proponerme algo, o si me propone algo como pretexto para verme. Es así de complicado.

Puedes ganarte quinientas mil sólo por guardar una llave.

De pronto empiezan a hacerse perceptibles vagos maullidos y quejidos procedentes de la consulta.

¿Sólo por eso?

Te doy mi palabra. No te compromete a nada. Guardas la llave hasta que te la pida. ¿Quién me la pide? ¿Sólo tú? Sí. Nadie más. ¿Ni siquiera Tania? No. Tampoco ella. ¿Es feliz?

No tienes arreglo. De verdad que no tienes arreglo. Crees que en la vida no hay otra cosa que ser o no ser feliz. Hay muchos otros estados. El riesgo por ejemplo, produce una euforia especial.

Pienso con alivio que a mí Tania ya únicamente me importa en el recuerdo.

Ahora tiene el pelo largo y apenas come para no engordar. Desde que se levanta hasta que se acuesta no para de dar órdenes a todo el mundo, dice.

Sufro la fantasmal impresión de ver la bata blanca del Veterinario saliendo de la consulta y paseándose por el jardín y también los ojos pálidos de Marina, y Hugo, que ya debe de estar demasiado viejo para darse cuenta de mi presencia o que tal vez haya muerto. No hace falta que desaparezca por completo lo que se va a quedar en la memoria, lo que de hecho ya está en la memoria.

Llevas una ropa muy buena y muy cara, le digo.

Hazme caso. Si me haces caso, convenceré a mi cuñado para que trabajes para él.

Bien. Te hago caso, digo.

Por lo pronto, guarda la llave.

No hay problema. Es muy fácil guardar una llave.

Me marcho del lugar donde una vez besé a Tania. Un beso en la memoria. El tiempo, la idea absoluta de tiempo que dividimos en presente, pasado y futuro, debe de ser algo así como la memoria de Dios. Y nosotros no hacemos más que existir en su memoria, lo que me hace pensar que Él a veces sólo me recuerda confusamente. El chico del videoclub ocupa su lugar en el Gran Cerebro. Las pelis que veo también lo ocupan y mi jefe con el solitario en el dedo. La perfección no existe en Su Mente, aunque Su Mente tal vez sí lo sea.

Esa misma noche mi madre mira con preocupación cómo le quito el polvo a la Sagrada Biblia, lo que una vez más me hace pensar. Me hace pensar que no sólo lo malo, sino también lo que podría considerarse bueno, alerta si se sale de lo habitual. Resulta muy inquietante que me tumbe en el sofá y que en lugar de ver la tele abra la Biblia ante mí.

A los dos días me llega al videoclub un sobre, en cuyo interior hay otro sobre con una llave y una dirección. Ésta es la llave. Es brillante y nueva, con aspecto de abrir una puerta. Meto el sobre en el cajón del escritorio. Por la ventana de mi cuarto entra el sol de mediodía, un sol alegre procedente de un cielo azul y sin nubes. Me pregunto dónde guardará mi madre la coca, si siempre la llevará con ella. Dónde la comprará y cuánto dinero gastará en esto. Me tienta la idea de ir a su habitación y empezar a buscar, pero prefiero no hacerlo, declino la oportunidad de investigar que me ofrece el estar solo en casa. De haber podido elegir, habría preferido no saber y así no estar tan pendiente, a mi pesar, de si se pasa muchas veces los dedos por la nariz, de si parece algo acatarrada sin estarlo realmente. En fin, odio vigilar las pituitarias de mi madre y últimamente no la miro a la cara. Y odio estar siempre al borde, cuando discutimos, de echarle en cara que sé que se droga.

Acaricio la idea de las quinientas mil, que añadiré a lo que logro ahorrar de mi sueldo. Así que el corto no parece estar tan lejos. Tal vez incluso trabaje para el gángster. Tal vez llegue a ser rico. Conseguir lo que se quiere debe de ser muy difícil y al mismo tiempo debe de ser muy fácil si pones todos tus pensamientos a empujar lo que quieres. Así que pienso constantemente en lo que quiero, y aunque no haga nada práctico para lograrlo sé que ya se está poniendo en marcha. Quiero tener dinero. Quiero rodar una película. Clavo la vista en el invernadero del Apolo que está justo frente a mi tienda. Los helechos son atravesados por la intensidad de mi pensamiento. Por las mañanas, en que la clientela es muy escasa, me recojo en la trastienda a ver pelis y las que me gustan también son atravesadas por el deseo de haberlas dirigido yo. O al menos haber escrito el guión. O haber sido el director de fotografía. Me parece que fue Robert de Niro quien dijo que si sabías lo que querías ya tenías ganado el cincuenta por ciento. Y en la Biblia dice pedid y se os dará. Y Alien dijo que el dinero está por todas partes. No sé, realmente el mundo está tan lleno de cosas que ¿por qué algunas no van a ser para mí?

Ahora también voy con frecuencia a la Filmoteca. Cojo el 77 y veo una vez más los campos arrasados por el frío, las piscinas azul cielo de todas las formas y tamaños que se amontonan en los contornos de la fábrica de piscinas. Un extraño verano en la autopista, cerca de la gasolinera y de un enorme restaurante donde nunca he estado porque en él sólo se detienen los viajeros de largo recorrido, los que antes han pasado por mi urbanización con indiferencia, echando un cansado vistazo a mi civilización. El chorro de humo negro, que asciende por la chimenea de la fábrica de yeso, que tendría que arrancar la indignación de todos los que ya tenemos conciencia ecologista. Me quedo contemplando cómo va agrisando un pedazo de cielo. En las últimas filas las nuevas generaciones fuman sin parar. Son mucho más decididos y provocadores de lo que fuimos nosotros. Con quince ya saben besar y follar bien, llevan palestinos en el cuello, pendientes en los labios, tatuajes en el culo y cuando salen por la noche no regresan a casa hasta el mediodía del día siguiente.

La mitad de los compañeros de mi curso están trabajando, como yo. Los otros estudian en la universidad. Apenas nos vemos, salvo cuando pasan por el videoclub. Creo que ocupo el escalón más bajo de todos ellos. No tengo que preocuparme por caer más. Estoy tranquilo. Madrid surge al fondo compacto y rojizo, como la boca de un gato. Uno nace y se encuentra con que ahí está Madrid, al final de la autopista.

Entro en la Filmoteca con timidez, como si no me correspondiese estar en este lugar. Hay muchos abrigos negros y gorros. Yo ahora funciono con un gabán alemán de segunda mano con capucha. La bandera la he disimulado con rotulador. Tengo ganas de comprarme un coche. Dios, oigo hablar de cine en términos que desconozco. Todo el mundo entiende un huevo de cine. Pero he leído que Orson Welles no tenía ni idea de la parte técnica, sino que decía quiero que esto salga así y así. Porque eso es lo que importa, saber lo que se quiere, poseer la representación mental de algo que aún no existe. Para resolverlo, está el equipo. Para eso se tiene un equipo ¿no? Me gustaría encontrarme en la filmo con alguna chica que viniese sola como yo y con la que pudiese hablar de estas cosas, que me comprendiese, que quisiera ayudarme y que luego resultara que es la hija de un gran productor. Al salir pienso con fuerza en esta posibilidad. Parece que el frío intenso le recuerde a uno, a cada paso que da y a cada golpe de viento helado, que sólo es uno. Una unidad independiente con su propia sangre y su propia forma, que anda solo y come solo. O sea, estamos hechos de una pieza y al mismo tiempo necesitamos el cuerpo ajeno, su piel y su calor, lo que no deja de ser una contradicción porque necesitamos algo que depende de que otro nos lo quiera dar para tenerlo, no es algo que se pueda coger sin más. Esto a los humanos nos convierte en pedigüeños. Puesto que forma parte de nuestro modo de supervivencia es una tontería empeñarse en dejar de ser un pedigüeño. Sin duda Eduardo ha prosperado pidiéndole prebendas a su cuñado, y su cuñado pidiéndoselas a muchos otros. Mi madre le pidió de nuevo trabajo al doctor Ibarra, y habrá alguien por ahí a quien le pida la coca que consume. Mi padre le ha pedido el divorcio y a mí me ha pedido perdón. Seguramente mi jefe, el del solitario en el dedo, les pide cosas increíbles a sus amantes. Somos los seres más necesitados del planeta, que no cogemos lo que necesitamos sino que lo pedimos, aunque lo tengamos al alcance de la mano y ante nuestros ojos. Por eso somos los únicos dotados con la capacidad de lenguaje, para suplir con palabras lo que no nos es dado.

En medio de la iluminación glacial de la Gran Vía, en medio del invierno más frío del siglo, el sueño avanza: ella lleva una gran bufanda negra que la envuelve en tinieblas. Tiene una boca que me muero por besar, dientes blancos y encías rosas, labios suaves y brillantes. Una boca abstracta, la idea desesperante de una boca para mi boca. Me encuentro solo.

El autobús me va devolviendo por la vieja garganta de las eternas estrellas y la eterna oscuridad, de la luna, la gasolinera y los grandes camiones detenidos ante la luz blanca del restaurante, a lo que tengo, o sea, a lo conocido, o sea, al pasado. De nuevo voy al recuerdo de cosas y personas reales que puedo ver y tocar. El fondo azul de las piscinas ha desaparecido hasta mañana. ¿Cómo será el nuevo día?