Cuando veía a un hombre con gafas de aros dorados de inmediato me recordaba a alguien que nunca había visto: al doctor Ibarra, ese hombre del que había oído hablar al mismo tiempo que de Jesucristo. Siempre me había parecido que de alguna manera aquellas monturas habían empujado a mi madre a casarse con mi padre y que, como consecuencia, había nacido yo. Y que, por tanto, uno viene al mundo por cosas así de banales. Lo que lleva a pensar que en este planeta donde la vida brota bajo cualquier piedra, en cualquier charca, en cualquier pequeño y árido pedazo de tierra, incluso en las aguas oceánicas más profundas, oscuras y heladas, en el fondo la vida nos parece insignificante, sin importancia y por eso matamos. Por el contrario, si en alguno de los planetas de nuestro sistema halláramos un indicio de la vida más elemental que pueda existir, la conservaríamos como oro en paño. Una rana, por ejemplo, en Marte sería un tesoro, incluso una lombriz. Y aquí a una lombriz la espachurramos con el pie.
Hubiera tenido la oportunidad de conocerlo a los catorce años cuando se me empezó a montar un diente sobre otro y mi madre empezó a decir lo de «Esa boca no se puede quedar así». Tal vez yo había sido el único de mi clase que no había llevado durante su infancia aparato y era el único que no iba a tener una dentadura perfectamente alineada.
Al menos la mía no parece postiza, decía para tranquilizar la conciencia de mi madre, y detener así su intención de someterme a la tortura más cara de la civilización moderna.
Puesto que estaba de viaje asistiendo a uno de sus congresos, tampoco ahora lo conocería. De hecho por eso había accedido a acercarme por allí.
Se notaba que la consulta había sido más blanca de lo que ahora era.
Parece que el tiempo oscurece y ensucia, dijo mi madre según me iba enseñando la sala de espera, el despacho y el gran sillón donde los pacientes abrían las bocas para que el doctor husmease en ellas. Aun así una intensa claridad procedente del sur dotaba de paz aquel lugar. Mi madre llevaba unos zapatos blancos con la suela de goma que no hacían ruido al andar. Había cambiado bastante. Ademanes más suaves, tono de voz bajo, menos impaciente.
Le dije: Aquí se está bien.
Una vez que te acostumbras, se está bien. Lo malo es dejarlo, entonces te das cuenta de que te estabas perdiendo otras cosas. Y ahora sabes que estando aquí te estás perdiendo algo. Hizo una ligera señal afirmativa.
Pero también te estás perdiendo algo si haces cualquier otra cosa ¿no? Puede ser, dijo.
Tengo pensado irme a China a estudiar chino. Ya, dijo ella poniendo un vaso de plástico bajo un pequeño grifo junto al sillón sacamuelas. No me crees ¿verdad?
No sé con qué dinero vas a irte. Aún estamos en números rojos.
Expresiones así delataban su edad. Ya nadie hablaba de números rojos.
Hablaré con papá, dije yo.
Está bien. Habla con él. Tengo curiosidad por saber qué sacas en claro.
Lo vi en un VIPS de Madrid, o sea, en tierra de nadie, en algún punto intermedio entre la urbanización y China. Al entrar en el local, no lo reconocí. Estaba moreno y llevaba un corte de pelo muy afrancesado, que le caía un poco sobre las orejas. Tampoco usaba gafas. Dijo que quería volver a casarse. ¿Qué te parece?, dijo. Me encogí de hombros y pensé que estaba muy bien la sensación de tener padre y así no tenerla de que me faltase algo para siempre. Le dije que necesitaba dinero para irme a China. Se rió después de observarme sorprendido unos segundos.
¿A China? ¿Qué se te ha perdido a ti en China?
Es lo que más me gustaría hacer, ir a China a aprender chino.
¿Y por qué no piensas en algún lugar más cercano?
No sería lo mismo.
Ahora mi padre había adoptado el gesto de retirarse continuamente el pelo de la frente con la mano, lo que le daba un aire sofisticado.
Lo que me pides es imposible, dijo. Además, sólo tienes dieciocho.
Voy a hacerlo de todas formas, dije.
Y desvió la atención, con expresión de felicidad, a una chica morena algo mayor que yo, que venía hacia nosotros desde la puerta. Antes de que llegara, me levanté y me despedí precipitadamente. No le di oportunidad de que me la presentase. Puesto que él no había estado casi en mi vida, no me veía obligado a tener que estar yo ahora en la suya.
Creo que sólo algunos padres representan a su vez la idea de padre, como algunas esposas la idea de esposa y algunos empleados de grandes almacenes la idea de empleado de grandes almacenes. Porque nada más que unas cuantas personas son las elegidas para simbolizar al resto de las personas. Así que esas raras ocasiones en que mi padre me abrazaba y trataba de comunicarme su amor no han servido de gran cosa, no se han convertido en idea. Porque, en el fondo, más que padres auténticos lo que se quiere son ideas con las que vivir, con las que seguir cavilando todo el santo día, con las que continuar dándole vueltas a la cabeza, con las que poder unir esto con aquello, o sea, un cierto material para hacer lo que no se puede dejar de hacer: pensar y pensar. Por eso cuando alguien te abraza, pero el abrazo no se te queda en la mente, es como si no te hubieran abrazado. No es tan desesperante que no te quieran si no necesitas imaginarte que eres querido, amado, como diría Allen