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La señal del cambio fue clara, abrupta, sin lugar a la duda: la antigua bata blanca de mi madre con su nombre bordado en el bolsillo, estirada sobre la cama. El doctor Ibarra la había vuelto a admitir como ayudante, secretaria y recepcionista. La vi doblarla cuidadosamente y meterla en una bolsa de Loewe. La vi salir de casa a unas horas de la mañana en que normalmente nos limitábamos a oír desde la cama cómo arrancaban los coches, cubiertos de hielo en invierno o de una fina y alegre capa de polvo en verano, de polen en primavera, de hojas en otoño. Faltaba aún bastante para que empezase la lluvia de hojas que acababa cubriendo la urbanización de cierta irrealidad, cuando comenzó el escucharla alejarse por la fila de baldosas que daban a la cancela y luego el motor del coche. Con ella se alejaba toda la rutina de una vida. Se alejaba mi niñez, mi adolescencia, lo que se me había dado sin que lo pidiera. Me encontraba muy deprimido.

Pensé en dos seres al mismo tiempo, en Hugo y en Alien. Y esa tarde en que lo pensé me encaminé a casa del Veterinario corriendo en pantalón corto y sudadera como antaño. Pero ya nada era igual. Aunque las cosas que me iba encontrando en el camino no habían cambiado, había cambiado su esencia. Y según subía al cerro y veía la mancha de chalets, negra por la pizarra y blanca por las fachadas, de la que formaba parte el del Veterinario, me daba cuenta de que estaba corriendo por el pasado, por lo que ya había ocurrido, por un cadáver. Así que a lo lejos, entre los árboles, se ocultaba la memoria de aquella casa a la que me dirigía.

A pesar de que era hora de consulta, la verja estaba cerrada, y no se veía, como era habitual, gente entrando y saliendo con perros y gatos. Ningún sonido. Un extraño peso la aislaba de lo que se movía a su alrededor, de lo que cambiaba con la luz, del ruido de existir. Ya no estaba en este mundo, bajo el sol de las cinco de la tarde, sino en una impresión de otro tiempo. Y noté, con una certeza posterior, que esta realidad también empezaba a ir saliendo de mí.

La puerta negra de la entrada se abrió lenta y pesadamente, y tras ella apareció Marina marcada por la ausencia de otras vidas. Como si Edu y Tania no se hubiesen llevado sólo su presente, sino también el de ella. El pelo largo y ondulado se deshacía en una palidez que nada más había visto en fotografías antiguas. Pulsó el timbre que abría la verja, y yo pasé sin cerrarla tras de mí para que se comprendiese mi intención de no quedarme. Hugo salió de las profundidades de la casa a mi encuentro ladrando y corriendo a trechos.

No hay nadie, dijo, incluyéndose con seguridad ella misma en la nada.

Ya, bueno. Sólo quería saludarles, dije yo completamente abrazado al perro.

Mi marido está cazando. Vendrá por la noche con todos esos bichos ensangrentados y muertos. No sé cómo se puede ser veterinario y cazador ¿tú lo entiendes?

El cenador estaba en la parte de atrás y pensé en esto, en el cenador y en que únicamente había que rodear la fachada para llegar a él. Pero sería el cenador sin Tania, sólo el cenador. Pregunté por Edu.

¿A qué hora llega Eduardo a casa?

Últimamente ni siquiera viene. Hace quince días que no lo he visto.

Ya, dije pensando que apenas me llamaba para que saliéramos juntos y para que luego lo arrastrara hasta casa pálido, sudoroso y con el pelo tristemente pegado al cráneo como antes. Seguramente no me necesitaba porque yo aún pertenecía a un mundo que ya había dejado de ser el suyo.

Marina me invitó a entrar y miró a su espalda, hacia un pasillo por donde se alargaba la profundidad de la infancia y adolescencia de sus hijos, y las mías, y las de todos los que habíamos crecido mientras también crecían los árboles y se proyectaban más centros comerciales, y nuestras luces se iban extendiendo como el fuego por un campo de mies.

Me gustaría darle un paseo a Hugo. Hola, Huguito, dije rascándole la cabeza.

Los ojos de azabache y la lengua rosa se mostraban anhelantes. El rabo se le disparaba en todas direcciones. Hugo, que ya era bastante viejo, era el único que no envejecía, quizá porque no tenía tiempo. Tampoco le variaban los gustos.

Siempre había querido lo mismo, exactamente lo mismo para ser feliz. Sería el único que muriese sin haber ido andando hacia la muerte.

Marina me tendió la correa.

Le vendrá bien salir por ahí afuera. Yo no tengo tiempo de sacarlo. Ahora todo está a mi cargo, ¿comprendes? La responsabilidad de la casa, del perro, de la empleada, de todo esto, ¿comprendes? Todo sobre mis hombros.

Nunca había llamado chica o criada a la interna. Había tenido el tacto de llamarla la empleada. Era algo que me había admirado de Marina, su uso del lenguaje.

Cerré la verja, y Hugo y yo comenzamos a bajar del cerro a la vereda y aunque él se ponía loco cuando veía a los otros corriendo o una pelota volando por el aire, seguimos andando hacia el bosquecillo.

Nunca cambiarás ¿eh?, le dije, al tiempo que notaba que todo lo que permanecía igual se iba diferenciando de mí de un modo extraño, como si me separase de ello un tipo de cristal que aún no se hubiese inventado. Mi madre a esas horas todavía no había vuelto del dentista. Ni ella ni yo decíamos jamás que estaba en el trabajo, sino en el dentista o en la clínica. Y cuando por fin volvía se tumbaba en el sofá y me preguntaba cómo seguían las cosas por aquí, y yo me encogía de hombros. Y pensaba que en un año o dos toda su musculatura se volvería fláccida y ya no exhibiría sus potentes pantorrillas ni sus firmes mejillas. Y me daba pena mi madre futura tan separada de la del pasado. Alguna vez la asistenta se había quedado esperándola y al verla llegar de aquel otro mundo al que la vida la había lanzado sin desearlo ella, la había abrazado mientras le decía al oído que había dejado preparado un flan muy grande para que nos lo comiésemos mientras veíamos la película de la tele.

Mi padre a veces me llamaba por teléfono y me pedía que fuese a verlo a su estudio. Y la idea de que mi padre —a quien durante toda mi vida había visto llegar y marcharse vestido de traje y corbata— no viviera en un piso o en una casa o en un apartamento, sino en un estudio, me parecía extravagante y se me hacía más cuesta arriba visitarlo.

Esperé por los alrededores del lugar donde Alien solía jugar con su perro a que llegase. La tierra se ensombrecía según avanzaba entre los pinos, y el cielo se elevaba un poco más.

Este sitio lo aísla a uno ¿verdad?, dijo de pronto, cuando más distraído estaba, la voz de Alien a mi espalda. Su pastor alemán y mi Hugo se miraban. Anochecía.

Tenía la esperanza de encontrarte, dije.

Noté que le había halagado. Y también noté que se acababa de duchar y perfumar y que alguna parte del pelo estaba mojada. Y pensé que necesariamente a las mujeres les debía de agradar hacer el amor con un hombre tan limpio y tan corpulento y que sabía un montón de cosas que los hombres normalmente ignoraban o despreciaban. Ninguno de los que yo conocía se había molestado en elaborar una teoría sobre el amor como él, o de preocuparse de lo que se presentía pero no se veía. No es que yo creyera en esas cosas, pero no me parecían menos interesantes que todo lo demás. No se puede competir en ningún terreno con una persona con fe. Comenzamos a pasear despacio entre los árboles. Han pasado muchas cosas, dije.

Me miró de arriba abajo y me dio una palmada en el hombro. ¿Nunca has subido al Nido?, dijo señalando el monte más cercano a nosotros. Negué con la cabeza.

La altura es muy buena. Purifica la mirada, los pulmones, proporciona perspectiva.

¿Qué me estaba queriendo decir con esto? ¿Me estaba hablando en clave poética? Ir hasta el Nido y luego ascenderlo era lo que menos me apetecía del mundo. Tal vez lo hubiera hecho con Edu para verlo sufrir y ponerse colorado y apretar los dientes. Pero yo solo, me daba asco sólo pensarlo. Nunca he entendido los esfuerzos inútiles. Y daba la impresión de que tampoco le iban a Alien.

¿Tú has subido?

Negó con la cabeza: Si fuese tan joven como tú, lo haría.

Pero si no lo has hecho antes, ¿por qué ahora?

Porque estoy en el tiempo de la añoranza. La añoranza de deseos que no tuve. Ahora querría haber deseado subir a algún monte como ése y haber sido más ambicioso y haber amado como entonces no supe amar.

Es muy triste eso que dices, dije. Porque significa que ahora no quiero cosas que está en mi mano conseguir y que querré después.

Cuando ya sea difícil y casi imposible. Desperdiciamos nuestra capacidad de desear. Ahora mismo no soy capaz de tener y, por tanto, cumplir los sueños que me alterarán a los setenta años.

Pero si los realizaras ahora, no los tendrías luego, dije. Ya no serían sueños.

De eso se trata, de tener los menos sueños posibles. Porque los sueños, aunque parezca lo contrario, miran más hacia el pasado que hacia el futuro, sobre todo cuando ya has cumplido una cantidad considerable de años. Tenlos ahora, estás en el momento. Para ti aún no son peligrosos.

Busqué dentro de mí algún sueño y nada más encontré a Tania.

Sólo he tenido uno, dije.

¿Amargo?

Asentí, aliviado de que dentro de unos años ya no tuviera que tenerlo.

Es curioso, dijo, pero nada es verdaderamente importante hasta que no pasa a la memoria.

La memoria debía de ser como una especie de dios que tenemos en la cabeza y que hace que nos veamos desde fuera de nosotros mismos. Este dios me veía atravesando un solar oscuro y frío con mi madre para ir al Zoco Minerva, débilmente iluminado al anochecer. Y me veía sentarme con las piernas colgando mientras me comía una hamburguesa y mi madre hablaba con la dueña del local. Y veía la concreta sensación de entonces de que ellas, yo, todos los que estaban allí y los que dormían en sus casas y los que iban conduciendo por la carretera dábamos vueltas en la nada.

Entonces, escudado seguramente en la oscuridad, se me ocurrió preguntarle si él consideraba que era atractiva un poco de agresividad en el amor.

Quiero saber, dije, si a una mujer le gusta que la empujes contra la pared y le arranques la blusa, y si no tanto, que al menos, desde el primer momento, note todo tu cuerpo contra el suyo y los dientes en los dientes, la lengua en la lengua, creo que me entiendes. O si es mejor la aproximación a ella a través de besos cortitos en los labios y caricias en el pelo.

Mira, hazme caso, la técnica a piñón fijo es un error. El que trata a todas las mujeres igual está condenado al fracaso. Deja que ella te inspire. Déjate llevar. Entra en su juego. Disfruta de lo que tengas entre manos, aunque se aparte de tus expectativas. Sé creativo. Cada gesto, cada mirada, cada respuesta te conducirá milagrosamente por ella. Piensa que cualquier aspecto de su cuerpo y de su espíritu es interesante, no te limites. Lo contrario sería como entrar en una selva y quedarte todo el tiempo debajo de un cocotero, sin ir un poco más allá. Haz el recorrido sin prisa. El tiempo no cuenta. Es lo primero que siempre digo: el tiempo se queda fuera del amor. Y, sobre todo, piensa que es algo que se hace por placer, de no ser así, mejor no hacerlo.

Me parece tan general, tan vago.

Concéntrate en alguien en concreto, dijo. Y me concentré en Tania en el cenador. Hacía frío, y la luna también estaba maravillosamente fría y grande, y el corazón me latía como si fuera a planear en parapente. Y casi era inevitable que la abrazara y lo hice. No quise imaginar cómo se conduciría el gángster en aquel ritual, a cuyas puertas había que abandonar el tiempo, según Alien. Alien siempre disponía de frases bastante redondas como esa de que el tiempo debía quedarse fuera del amor, que eran las que más atraían a su auditorio.

Ya veo que tienes a alguien en quien pensar. Así que despidámonos.

Estuve a punto de llevarme a Hugo a dormir a mi casa. Pero era mejor dejar las cosas como estaban: Hugo en su casa, y yo en la mía. La interna, con la bata de rayas rosas y cuello blanco, que la caracterizaba como interna, lo hizo pasar y me despidió con la mano durante unos minutos, como si se marchase de viaje en un tren o en un barco, mientras que yo regresaba a mi rutina. Bajé la cuesta corriendo despacio, y luego empecé a apretar y a apretar, y según divisaba la mancha de tejados de pizarra y el solar, sentía que la casa del Veterinario comenzaba a alejarse blandamente sobre el agua del gran océano.

Nada más abrir la puerta de mi casa, oí los ladridos de Ulises al otro lado de las paredes, porque al igual que a nosotros, le parecía que algunos ruidos de mi casa ocurrían en la suya. Mi madre se estaba bañando. Encendí las luces del jardín y puse la televisión. Corrí la puerta de cristal y contemplé el firmamento. Estaba muy arrepentido de haber perdido tanto el tiempo. Y lo más doloroso, lo que más me hundía, era lo arrepentido que ya estaba de lo que lo iba a perder en el futuro. No estaba acostumbrado a aprovecharlo, no sabía cómo hacerlo. Un compañero de clase se iba a ir aquel año de camarero a Dublín para aprender bien inglés. Cuando regresara, sabría inglés y yo no, yo sencillamente habría perdido el tiempo. Le había pedido que me informara, pero sin convicción. Mi madre me repetía una y otra vez: Estudia. Tienes que hacer algo. Pero qué era algo. Una estrella es algo, una mesa es algo, la cena es algo, mi mano es algo. Cuando lo hiciera sería algo, pero antes no existía. Entonces cuál y cómo iba a ser ese algo que yo iba a hacer que existiera. Algo podía ser una piedrecilla del jardín y podía ser la Luna o Júpiter.

¿Por qué no podía aprender chino? Nunca se lo había dicho a nadie, pero más de una vez había fantaseado con la idea de saber ese idioma. Ahora me daba cuenta de que siempre había soñado con saber chino. Cuando de pequeño iba con mi madre a La Gran Muralla a comer o a cenar hubiera dado lo que fuese por poder entender lo que hablaban entre sí los camareros, que a veces eran más numerosos que los clientes. Era el único local que no se encontraba en el Híper ni en el Zoco Minerva, sino en un chalet a cuya entrada se le habían añadido dos enormes columnas doradas sobre las que descansaba un tejado tipo pagoda. Y aunque en los días radiantes parecían de oro puro, yo prefería ir por la noche cuando la entrada estaba pálidamente iluminada por un farolillo y nos abría la puerta Wei Ping, la hija del dueño, y nos sonreía con sus ojos rasgados y la piel de nácar y los labios abultados. Siempre llevaba una especie de pijama chino de seda con pantalones anchos y un dragón bordado en la blusa. El pelo, espesamente negro, iba estirado hacia atrás. Nos acompañaba a nuestra mesa entre una lluvia de tintineos de cuentas de cristal. Teníamos la costumbre de sentarnos en un rincón bajo los flecos de una lámpara roja. Y nos solíamos pedir sopa de maíz con pollo, chop-suey de gambas, arroz tres delicias y plátano frito con miel.

En el local trabajaba una buena parte de la familia: los padres, tíos, primos, y discutían mucho entre ellos en su misteriosa lengua. Toda la sala era contemplada desde un rincón por la abuela de Wei Ping, vestida con pantalones y camisa china de algodón negro. Tenía un bastón al lado, que apenas debía de usar porque nunca la vi andando, tampoco hablando, sólo miraba por las pequeñas rendijas de los ojos. Así que uno se sentía observado desde el más allá, desde el mundo de los dragones y emperadores.

La madre de Wei Ping era una bella señora alta y delgada, que siempre inclinaba la cabeza para dar las gracias. Poseía el semblante más serio de toda la familia y se limitaba a tomar nota de los pedidos y a cobrar. También se encargaba de sustituir las tazas vacías de té de la abuela por otras llenas. Su marido en cambio era muy afable y dicharachero y enseguida había empezado a expresarse en términos del tipo «Estamos a tope» o «Esto es demasiado».

Un día su madre, en la cajita en que nos devolvía el cambio, puso una tarjeta escrita en chino y en español prendida a un ramillete de flores secas en la que se me invitaba al cumpleaños de Wei Ping. Wei Ping me miraba con su preciosa cara sonriente desde la puerta de la entrada. Su madre inclinó repetidamente la cabeza.

La mía dijo: Muchas gracias. Lo traeré el domingo a las cinco.

Le regalé un cofre de espejos, de modo que al tocarlo la mano se reflejaba en ellos. Y si lo ponías a la altura de los ojos, los ojos. Y si a la altura de la boca, la boca. Se lo hice ver situándole el cofre en las distintas partes de la cara. Ella después de contemplarse lo cogió y me lo puso a mí de la misma forma. Su cabeza estaba pegada a la mía, y ella me miraba en los espejos. Desprendía un olor dulce, como si estuviera hecha de lo mismo que los caramelos y los pasteles que cubrían la mesa. Yo tenía once años, y ella doce o trece. Detenía el cofre donde yo no podía verme, en la nuca, en la oreja, y decía: Vaya, vaya lo que hay por aquí.

Vaya, ¿qué?, dije yo intentando quitárselo de la mano, pero ella se reía con los ojos completamente cerrados. Desde entonces siempre que he oído hablar de las mujeres orientales he pensado en Wei Ping. Ese día no llevaba el pijama de seda, iba como las demás, pero se distinguía de ellas por un gran lazo blanco, el lazo más grande que jamás haya visto en una cabeza, que le colgaba del pelo negro hasta la mitad de la espalda. También su abuela estuvo presente en la fiesta, que se celebraba en un apartado del restaurante profusamente adornado con farolillos de papel. Nos hizo una señal con el bastón a su nieta y a mí para que nos acercáramos. Habló en chino mientras me miraba. Sus palabras me encantaban porque era la primera vez que la oía hablar, y porque a nadie había oído hablar así, como recitando desde el fondo del tiempo.

Sólo sabe chino, dijo Wei Ping.

Siempre está mirando, dije yo.

Es que no quiere estorbar.

Pero ¿no se cansa de mirar?

A veces no está mirando, está dormida. Y cuando no está dormida está recordando. En el fondo, todo esto le interesa muy poco.

¿Qué ha dicho de mí?

Que eres un chico con suerte. Que la suerte te cubrirá de oro.

¿Tú crees en esas cosas? ¿Tu abuela puede saber algo sobre mí que yo no sepa, que no sepa ni siquiera mi madre?

Es muy sabia. Toda la gente de mi familia le consulta sobre lo que debe hacer.

De no haber sido vieja y china, no hubiera hecho caso, pero así me sentí un elegido, tocado por la fortuna. Seguramente es algo que quedó en mí, que he tenido y que, por ejemplo, no ha tenido mi amigo Eduardo a pesar de que lo haya tenido todo.

Creo que dejé de ver a Wei Ping porque nos cansamos de la comida china. Y como a nosotros debió de ocurrirle a mucha gente. Y como resultado, el restaurante fue saliendo del esplendor poco a poco. Primero se descascarilló el tejadillo y luego las columnas, y cuando pasábamos por allí en el coche mi madre siempre decía: Qué pena de Gran Muralla. Y cuando definitivamente cerraron y se marcharon a otra parte, siempre decía: ¿Qué será de esa familia?

Sabía que había conocido a Wei Ping porque cuando veía por Madrid a una chica oriental sentía algo. Digamos que entre la urbanización y China había una especie de tierra de nadie, que era donde se esperaba que yo prosperase, pero donde también podía ahogarme, perderme, dejar de existir. La verdad era que el futuro me daba miedo, porque el futuro, como había dicho Alien, acababa siendo el pasado que había que recordar. Y uno es responsable de su pasado o al menos tiene que cargar con él. El futuro era un gran océano lleno de posibilidades y riquezas que aún no existían y que no sabía dónde se encontraba.