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La persona más rica que yo había visto en carne y hueso era el marido de Tania, el gángster. Era comprensible que Edu tomase el rumbo fácil que le ofrecía su cuñado, y enseguida empecé a verle en un Audi y con trajes de lino que disimulaban su delgadez. Las gafas, el reloj y el cinturón eran de los que salían en los anuncios de la tele.

Antes de que me pudiera poner a pensar en sacar el carné de conducir, él ya lo tenía. Me lo enseñó plastificado, desplegado sobre la piel de una cartera Cartier. Pasé la mano por él como se pasa por una barandilla suave y brillante.

Así que ya estás metido en negocios, le dije.

Se encogió de hombros: No hago gran cosa. En realidad sólo tengo que estar localizable para cuando me necesita. No quiere que deje de estudiar.

Eso está bien.

He ido a la universidad a matricularme y no me gusta. Está llena de cretinos.

Me da la impresión de que vas a malgastar ese gran cerebro tuyo.

No sé, dijo, y bajó la vista hasta los zapatos de ante marrón. Luego la levantó hacia mí.

No creo que haya nacido destinado a hacer nada en particular.

Si Edu estaba perdido, yo también lo estaba y encima no era tan listo como él, ni tenía un padre a mi lado, ni un cuñado rico que me regalase lo que ni siquiera se me pasaba por las mientes poseer. Así que lo dejé según estaba, sumido en la reconfortante tortura de tenerlo todo. Era julio y el sol caía blandamente sobre sus zapatos, sus gafas y su traje claro, el pelo desaparecía en el aire dorado. Abrió la portezuela verde metalizada, puso la llave de contacto, y el coche empezó a desplazarse despacio. En serio que parecía un príncipe. Antes de coger velocidad me saludó con la mano. Y me quedé completamente solo porque todo el cielo con su esplendor de verano y el fresco sonido de los aspersores y el olor a mojado no sabían nada de mi madre ni de mí. La incertidumbre sobre nuestro futuro desaparecía dentro de la gran incógnita.

Al empezar a echar cuentas comprobamos que gastábamos mucho más de lo que sospechábamos. Los gastos generales de la casa, la asistenta, las excursiones de fin de semana de mi madre, la gasolina del coche, sus caprichos, los míos, mi infraalimentación en el Híper y en la pizzería del Zoco Minerva, ropa nueva, los exámenes del carné de conducir. Aunque mi padre nos pasara algo, era bastante difícil mantenernos sin trabajar.

Ha llegado el momento de cambiar de vida, sentenció mi madre, y se echó a llorar, lo que no era de extrañar porque llevaba años y años haciendo lo que hacía, y dejar de hacerlo suponía alterar su mente y su cuerpo. Me deprimía la idea de que tuviese que madrugar y obedecer a un jefe.

Creo que fue esa misma tarde cuando mi madre tomó una de las decisiones más crueles de su vida.

La urbanización se iba vaciando de gente. Ya no se veía a Míster Piernas ni a Alien, y una mañana dejé de oír los varoniles ladridos de Ulises. En la casa de los Veterinarios, bajo la placa dorada, habían puesto el letrero de cerrado por vacaciones. En la piscina comunitaria se estaba realmente a gusto aunque con la sensación de que los que nos quedábamos nos estábamos perdiendo algo en alguna parte.

En la urbanización habría unos quince mil habitantes, que amenazaban con multiplicarse en poco tiempo a la vista de las embarazadas que solían pasearse al atardecer por la vereda y de los carritos con recién nacidos con las piernecillas al aire, que un día no tan lejano se harían enormes y peludas como las mías. Al parecer había amainado la gran recesión en la natalidad que afectaba a la población en la época en que en mi clase de Primaria casi todos éramos hijos únicos. O no se tenían hijos o se tenía uno. Dos eran una excepción. Por aquel entonces, en mi infancia más remota, en la urbanización no había jóvenes, sólo adultos y niños y casi ningún viejo, salvo los que venían de visita a ver a los hijos y a los nietos. Los inviernos eran más fríos quizá porque había menos arbolado y menos construcciones y muchas mañanas nos dirigíamos al colegio resbalando sobre una capa de hielo fina como el cristal. Bocanadas de viento helado procedentes de todos los horizontes, el de la sierra, el del bosque, el del cerro y el que se deslizaba hasta el lago entre los antiguos sembrados y el cielo.

Una de estas mañanas, rodeadas de gélida y triste intemperie, la Veterinaria le dijo a mi madre que no podía más, que ella no estaba acostumbrada al campo abierto, a no ver a su paso bancos, cines y cafeterías en los bajos de los edificios, que se iba a morir. Lo odio, dijo echando un vistazo a un cielo duro que se cernía sobre un campo duro y sobre la cruda solidez de nuestros chalets. Yo iba cogido de la mano de mi madre y Edu de la mano de la suya, y cuando mi madre dijo con voz tan desesperadamente fría como el entorno: Esto es lo que hay, eché a correr hasta la entrada del colegio, a apretujarme contra los abrigos que como el mío esperaban la apertura de la puerta que daba paso al olor que, aunque se ventilara mucho, dejaban nuestras cabecitas repeinadas con colonia y nuestros cuerpos bañados con jabones neutros y todos los olorosos artilugios con que pintábamos, escribíamos y borrábamos a lo largo del día.

La ropa también se impregnaba de aquel olor, que era el mío, pero potenciado de manera nauseabunda. Así que nada más entrar en casa por la tarde, en nuestro santuario de orden y fragancias, mi madre me decía: A bañarte. Y pisaba la alfombrilla rosa de rizo sobre el suelo brillante y me introducía en el agua caliente de un baño también brillante y jugaba un rato con unos ponis de goma con los que me gustaba jugar en el baño. Y cuando salía ya con el pijama de franela y las zapatillas de paño, la tele estaba puesta y la pantalla se multiplicaba en las cristaleras que daban al jardín. Y en el jardín todo estaba oscuro menos lo que alumbraba el farol que encendíamos al llegar la noche. Pero lo que alumbraba el farol estaba quieto y solo, como si nosotros no estuviésemos allí, y si lo miraba mucho me daba la impresión de que yo ni siquiera existía, de que nadie sabía que estaba allí, y que de un momento a otro mi madre, yo y las llamas rojas de la chimenea íbamos a empezar a girar muy lentamente por el espacio.

Aquí, a partir de las seis, la noche cubría los montes y los tejados, y las estrellas cubrían la noche. Y a lo lejos, muy lejos, las luces de Madrid se abrían como se abre un puño lleno de brillantes. Y pensaba que dentro estaba mi padre, siempre rodeado de luz.

En verano no pensaba, porque el verano pensaba por uno. La piscina. Los vecinos en pantalón corto y sin camisa dentro de los garajes abiertos. La bici subiendo y bajando la cuesta de mi calle sorteando los coches que circulaban por ella. El cielo azul sobre la marquesina roja de la parada del autobús y el solar sin construir y los árboles verdes y los chalets con o sin piscina, con o sin perro, con césped, y sobre los ladrillos de los que se estaban construyendo, sobre el cemento y las tuberías al descubierto. Y un poco de aire dorado en la cara de mi madre cuando se tendía en la tumbona a tomar el sol. Siempre era de día, y el griterío de los que eran como yo y los ladridos de los perros se expandían por todo aquel territorio que estaba fuera de los brillantes que caían del puño abierto.

Enseguida mi amigo Edu, cuya casa formaba un triángulo con el Híper y el Zoco Minerva, o sea, que era el tercer punto que limitaba mi mundo, fue diagnosticado como superdotado y enviado a un colegio al que había que ir en autobús y de uniforme. Continuamos siendo amigos y compañeros de juegos, tal vez porque sólo tenía un amigo que era yo, pero ya habíamos dejado de ver exactamente las mismas cosas. Ahora había algo en él que pertenecía por así decirlo al mundo de mi padre, al que no era el mío, y eso me hacía pensar que yo estaba en desventaja. A él la urbanización nunca le había gustado demasiado, como a su madre, que la odiaba, mientras que a mí ni se me ocurría pensar que me gustase o me dejara de gustar. Era el mundo creado antes que yo. Sus edificaciones me eran tan anteriores como las pirámides de Egipto.