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A los adolescentes nos definía más el futuro que el presente, más lo que íbamos a ser que lo que éramos, más lo que nos esperaba que lo que ya teníamos. Eduardo y yo íbamos a ser universitarios, él un genio, y yo uno del montón. Pero por ahora aún estábamos inmersos en nuestra vida conocida. Cogíamos el 77 todos los viernes y sábados para ir a Madrid. Una vez allí solíamos acercarnos a Moncloa en el metro. Moncloa, Argüelles, los bulevares, más o menos no salíamos de estas zonas. En cualquiera de ellas nos encontrábamos siempre con la misma gente, las mismas chicas que llegaban de los alrededores como nosotros, compañeros de mi instituto y del colegio privado de Edu. Cuando se encontraba con ellos, se ponía más tenso y mordaz que nunca, bebía en exceso y al final tenía que arrastrarlo como un fardo hasta un taxi, y luego cuidar de que no echase la vomitona en el bus, porque en el bus regresábamos apiñados como sardinas y si no tenías la suerte de sentarte, podías literalmente echar el hígado por la boca, así que en estos casos en que Edu estaba completamente pálido, con el pelo mojado como un pobre pollo, patéticamente sudoroso y con la mirada ida, tenía que buscar algún hueco en que le diera el aire o pedirles a los que iban sentados en los escalones de la puerta que le cedieran el sitio bajo la amenaza de que si no podía echarles la papilla encima. Y al llegar tenía que meterlo en mi casa y tumbarlo en el sofá con la cabeza colgando hacia el suelo por si acaso. Introducía un aire de caos que no me agradaba nada. Me gustaba alterar lo menos posible el delicioso ambiente que nos dejaba la asistenta. No quería por allí ni a Edu ni a Míster Piernas, y si me apuran, ni a mi padre.

Por la mañana le daba un café, le entregaba los pantalones, que no sé cómo se quitaba durante la noche y que tardaba un buen rato en ponerse, exhibiendo por la cocina, salón y baño sus slips azules de niño pequeño y las piernas blancas y sin vello con algo de músculo en las pantorrillas, gracias a la bici que le había obligado a hacer. Insistía en ducharse en mi baño y en que pasásemos el resto de la mañana juntos, pero yo le convencía de que era infinitamente mejor que se duchase en su casa donde disponía de ropa limpia para cambiarse a continuación, lo que era muy agradable para la piel, y que luego ya nos llamaríamos. Siempre estaba loco por quedarse en mi casa y con este propósito le hacía la pelota a mi madre de manera vergonzosa, pero él sabía que las invitaciones de mi madre no contaban porque yo era muy capaz de echarle con cajas destempladas. Mi casa era mi casa, no era la calle, ni la vereda de álamos, ni el solar, por eso tenía paredes y puertas y cerrojo y olía a productos de limpieza con limones o pinos de los Alpes o nieve inmaculada.

Nuestro chalet pertenecía a la primera promoción de viviendas de la urbanización poco antes de que se dispararan los precios. Construyeron al mismo tiempo el Zoco Minerva, el Híper y unos dos mil chalets adosados, pareados e individuales. El nuestro era pareado, o sea, algo intermedio, algo ni tanto ni tal calvo, como decía mi padre. Estaba unido al de Serafín Delgado Monje, según ponía en el buzón porque hasta bastante tarde no llegamos a llamarnos por los nombres. Fue la última de una serie de personas que habían comprado y vendido aquella casa. Vivía solo y lo primero que hizo fue levantar un muro junto a las arizónicas que separaban nuestros jardines para individualizarlos más, lo que nos pareció muy bien porque también nosotros éramos muy celosos de lo nuestro. Después lo levantó un poco más y a continuación trajo un perrazo negro que enseñaba los colmillos con gran facilidad y al que mi madre me tenía prohibido acercarme, algo completamente innecesario porque yo ya tenía mi perro, Hugo. No había ninguno como él, tan peludo y con los ojos tan brillantes y la lengua tan rosa.

Un día le ayudé a sacar unas cajas del coche y a meterlas en el garaje. El perro me siguió en todos mis movimientos, parecía que me imitaba, y cuando el vecino me pidió que esperara un momento y se marchó dentro de la casa y nos quedamos el perro y yo en el garaje no moví ni un músculo. Cuando salió con un billete de mil pelas en la mano y me vio la cara, me dijo sonriendo: Pero si no hace nada. Desde entonces, al coincidir, teníamos la costumbre de decirnos hola y adiós. Estaba deseando que me pidiera algún otro favor para que luego me diera mil pelas, pero no volvió a hacerlo. Yo siempre estaba en la bici, era la época en que prácticamente iba acostado sobre ella como Induráin en las cuestas.

La vida del vecino parecía muy extraña y eso la hacía interesante. Durante varios meses hubo mucha actividad nocturna en la casa. Coches que aparcaban en nuestra estrecha calle. Portezuelas que se cerraban. Todas las luces de la casa encendidas. Música mezclada con ruidos. Mi madre me advirtió que a mí no me interesaba lo que ocurría al lado. Y procuré desentenderme de aquel ajetreo, pero siempre había algo que atraía mi atención como los sucesivos cambios de coche del vecino. Cada vez más grandes, más lujosos. Mi padre dijo que con toda seguridad se dedicaba al trapicheo o a negocios por el estilo. Unos jardineros le removieron toda la tierra, tiraron las plantas que había y plantaron otras. Las flores salían de la furgoneta de los jardineros en grandes macetas y en alegres ramos de colores. Carretillas de tierra y piedras para formar rocallas. Trajeron una fuente de preciosos azulejos azules. Deben de estar preparando un jardín de ensueño, decía mi madre. Pero no podíamos verlo a través del muro.

También era normal que desapareciese durante meses. Entonces alguien venía por la noche a darle de comer al perro, a sacarle a pasear y a arreglar el jardín y la casa. Si uno era delicado para dormir o dirigía hacia allí la atención podía ser desagradable el hormigueo nocturno contiguo. Pero mi madre no me consentía quejarme: A ti no te importa lo que hagan en la casa de al lado, duérmete. Así que me acostumbré al ritmo de mi vecino y a los ladridos desesperados de Ulises, el perro, que trataba de salir por la rendija que quedaba abierta entre la puerta metálica del jardín y el suelo; por allí asomaban temiblemente las patas y el hocico negros. En realidad él no debía de ver casi nada y se desesperaba ante los ruidos ciegos del exterior. Las raras ocasiones en que oí hablar a su dueño fue para llamarlo: ¡Ulises, ven aquí!

No solía encontrármelo en ningún lugar público de la urbanización. Hacía la vida en Madrid o donde quiera que fuere. Hasta que una tarde de verano, cuando yo tenía dieciséis y sacaba a pasear a Hugo por la vereda de álamos para hablarle de Tania, me lo encontré con el fiero Ulises sujeto por la correa.

Le dije a Hugo: No te acerques a ése. Quiero que corras detrás del palo que te voy a tirar. ¿Okay?

Los ojos negros y brillantes de Hugo siguieron la trayectoria del palo entre cristales que caían de las hojas de los álamos. Me volvía loco su carita, su lengua colgante y contenta. Estiró las patas y la gran bola de pelo gris se disparó hacia el objetivo, sólo que Ulises, de colmillos goteantes, se soltó y también se lanzó en la misma dirección. El vecino y yo nos miramos y salimos corriendo detrás de ellos. Cuando logramos llegar ya se habían enzarzado porque Hugo no se resistía a que aquel cabrón se llevase su palito. Los separamos y yo le arreglé el pelo a Hugo. Y el vecino le sacudió en el morro a Ulises.

Me dijo: Tú eres mi vecino ¿verdad?

Asentí.

Creo que hace nada eras así —se señaló a la altura del pecho— y siempre estabas dando vueltas por la calle en la bici.

De eso hace ya mucho, dos o tres años.

Para ti es mucho, para mí fue ayer.

También dice eso mi padre.

¡Ah! ¿Sí? Pensaba que sólo yo me hacía viejo.

No me parece que sea usted viejo, ni tampoco mi padre.

Entonces tutéame. Llámame Serafín.

Y nos quedamos mirando alrededor, a los otros perros y cómo la tierra se iba ensombreciendo mientras que en el cielo había un resplandor plateado que cegaba.

No llegué a tutearle, pero este episodio en la vereda con nuestros respectivos perros nos unió un poco. Me complacía verlo y charlar con él un rato porque, aunque yo desapareciese por completo de su vida cuando se marchaba fuera, en la mía siempre quedaba su casa llena de ruidos y su jardín con olores que no tenía el nuestro, el sonido del agua de la fuente, los ladridos de Ulises. En fin sus cosas estaban más tiempo en mi mundo que en el suyo.

Por eso su figura lejana y mundana resultaba tan extraña y fuera de lugar en las familiares tardes de los niños, los perros y el ruido de las taladradoras caseras.

Creo que Uli reconocía cuándo yo salía al jardín porque emitía un quejido como los que solían llenar la consulta del Veterinario y que por eso interpreté como una llamada de auxilio.

Pobre animal, decía yo pensando en Huguito.

Ya te he dicho mil veces que no oyes ni ves lo que ocurre al lado ¿de acuerdo?, decía mi madre.

Aun así yo había cogido la costumbre de arrojarle por encima de la valla entre las arizónicas trozos de pan, galletas, lo que estuviese comiendo en ese momento. Y cuando lo que fuese caía al otro lado, él soltaba un solo ladrido fuerte y bronco. De nada, decía yo. Y a continuación pensaba: ahora lo está oliendo y ahora se lo está comiendo.

Edu me preguntó si había ido a verle a él, a Tania o a Hugo. Respondí: A los tres.

Si quieres le digo a mi hermana que has venido.

Asentí con la cabeza. Seguía impresionándome la posibilidad de que al llegar a la casa del Veterinario Tania saliera de las remotas sombras del interior y viniera a mí, que su imagen se materializara en mi presencia.

Me das pena, dijo. No ves más allá de tus narices.

Nadie está libre de dar pena y de ser compadecido, tampoco yo, así que ¿cómo podía estar seguro, después de oírle, que no había algo en mí que inclinaba a la compasión?

Me sorprendió la voz de Tania: ¿De qué habláis?

Eduardo dijo: No puedo aguantar aquí ni un segundo más.

Tania observó la retirada con su peculiar seriedad triste.

¿Te ocurre algo?, le pregunté.

Sí, me gustaría que hablásemos en el cenador.

Nos sentamos en el lugar central del cielo, en el trono por así decirlo. Hacía bastante fresco. Hugo estaba con nosotros mirándome y moviendo el rabo.

Le dije: Mañana te voy a llevar a pasear.

Tania hundió la mano en el pelo lanoso y dijo: Voy a casarme.

No sé por qué uno se empeña en mantener siempre la entereza y en que no se le note la debilidad, sobre todo cuando ya no importa lo que puedan pensar de ti, como era mi caso.

Dije: No me lo esperaba.

En realidad yo tampoco.

La contemplé del mismo modo que al misterioso firmamento porque no entendía que a uno puedan sorprenderle sus propios actos conscientes. ¿Será verdad que llevamos escrito nuestro camino y que nada nos puede apartar de él? Le cogí una mano y dije a la manera de Alien:

No importa que te equivoques o no. Es algo que nada más afecta al futuro, y el futuro ahora mismo no está aquí, no existe.

Dijo: Te admiro, quiero decírtelo. No he conocido a nadie que a tu edad sea como tú.

Yo tampoco he conocido a nadie como tú, de verdad.

Era un hecho que nos habíamos puesto tiernos con una ternura dolorosa para mí porque era una ternura fraternal, pegajosa, esa ternura que no conduce a besos, abrazos y demás, sino que se queda contenida en sí misma debilitando lo que encuentra a su paso. Me aproximé a ella y pasé mi mejilla por la suya. Nunca la había tenido tan cerca, ni siquiera cuando la abracé. Nunca la había olido. El pelo me rozó la frente. Era otro mundo. Puso las manos en mis brazos y le rocé los labios con los míos. Ella me separó suavemente. Dijo:

Siempre seremos amigos.

Claro, dije yo.

Estoy preocupada por Eduardo. Ahora se quedará solo con mis padres. También estoy preocupada por mi madre, que se quedará sola con Eduardo y mi padre.

Se me pasó por la cabeza que tal vez Tania se casase para huir de tanta soledad.

¿Te casas con el que te lleva veinte años?

Asintió con la cabeza.

Ya lo conocerás. Es muy interesante. A todo el mundo le resulta muy atractivo.

No quería conocerle ni que ella se casara, como cuando era pequeño y no quería que hiciera frío ni que mi padre ya se hubiera marchado al levantarme para ir al colegio.

Siento mucho que te cases, dije.

Prométeme que vigilarás a Eduardo. Eres su mejor amigo. Él confía en ti y yo también.

Eché un vistazo a todo lo que me rodeaba para retener el momento.

Es mejor que entremos, dijo, y en lugar de besarme en la mejilla lo hizo en los labios, dando por hecho que nuestros besos en los labios eran puramente amistosos.

La interna me preguntó si me iba a quedar a cenar, y a continuación entró Eduardo, cuyo gesto contrariado se expandía por todo el salón. Y después los cuatro, Edu, Tania, la interna y yo, nos quedamos mirando cómo Marina avanzaba hacia nosotros en camisón. El pelo rubio y ondulado le caía hasta los hombros. Las bragas y los muslos se le transparentaban y desvié la vista de esa zona. La deposité en la cara para no ser descortés y no dejar de mirarla por completo. Parecía buscar algo con la vista por la habitación. Dijo: ¿Ha llamado?

Ante el mutismo de Edu y Tania —el mío no contaba— habló la interna:

No, señora. No ha llamado nadie en todo el día.

Tania dijo: Por favor, mamá, deja de pensar en él. Ya sabes que nunca le ocurre nada.

Lo sé, dijo Marina. Y se puso a llorar.

Si lloras, me marcho yo también, dijo Edu. Pero yo me marcharé para siempre.

Tania me dijo en voz baja con sus maravillosos labios rojos:

Hace dos días que no tenemos noticias de mi padre. No es la primera vez.

No se me ocurría ninguna justificación, no sabía qué decir. Para mí la vida del Veterinario era casi tan misteriosa como la de mi propio padre. Dije que tenía que marcharme. No quería tanto a Tania como para permanecer en aquel ambiente. Al cerrar la puerta negra con la placa dorada fue como si me hubiese despertado: el aire fresco, el lejano tráfico de la autopista. La marquesina del bus, gente normal que renegaba del servicio, las luces extendiéndose como un mar de estrellas.

Me habría gustado que en este mundo real también hubiera existido la boca de Tania cerca de la mía.

Mi madre disfrutó mucho con lo que le contaba.

Así que dos días, dijo con una de sus miradas más alegres.

Pobrecilla, dijo. Debe de estar pasando un infierno.

¿Dices que salió en camisón? Pobre mujer. Cada día está más fea.

Para ver hasta dónde llegaba le conté que la interna me había invitado a cenar y que a Marina la llamaba señora con auténtica veneración.

Cuando vinimos a vivir aquí, aún no andabas. Te llevaba en la sillita a todas partes. Me pasaba horas y horas en el Híper dando vueltas para que te distrajeras. Las dependientas te conocían y te daban caramelos, pero yo disimuladamente te los quitaba porque no quería que fueras un obeso.

Me quedé esperando a que terminara, a que enlazara de algún modo este discurso con el mío. Pero aquí cortó la conversación, se puso un delantal sobre las mallas y comenzó a hacer unos huevos revueltos. Mientras los hacía, soltó una risita. Entonces le dije:

Tania, la hermana de Eduardo, se va a casar.

Bueno, ¿y a ti qué?

Me encogí de hombros. De pronto la visión de la bici estática en el salón, frente a la tele, me reconfortó. Los gemelos pronunciándose bajo las mallas de mi madre. Puse música. Sacó una botella de vino de mil pelas y dos copas.

Eres el chico más guapo del mundo, dijo.

Me reí mucho porque necesitaba que algo del estómago saliese por la boca y no al revés. Ella también se reía con ganas. En casa del vecino comenzó el ajetreo de la limpieza nocturna y esporádicos ladridos de Ulises.

Hoy empiezan antes, dijo mientras continuábamos riéndonos, la copa de su majestuosa cristalería en la mano alzada brillando bajo la luz granate.

Ya no sabía si seguir haciéndome el encontradizo con Tania. Desde que sabía que se iba a casar había dejado de interesarme un poco por ella y también por el pobre Hugo. El pobre Hugo era el ser que más pena me daba porque vivía en una casa de distraídos detrás de los que se arrastraba sin que le hicieran caso, y esa imagen me desagradaba. Procuré centrarme en los estudios y en el deporte. Incluso alguna vez, cuando a Míster Piernas se le pasó el miedo, volví a correr con él. Nos lanzábamos contra el frío, en dirección opuesta a los coches que se precipitaban junto a la vereda. De su boca salían chorros de humo blanco, avanzábamos cuesta arriba a grandes zancadas, el suelo iba desapareciendo a nuestro paso. Sin poder remediarlo todavía mencionaba el asunto de la muerta del lago, le extrañaba tanto no haber oído nada, que nadie la hubiese visto, que nadie hubiese dicho nada. Le podría haber tranquilizado con tanta facilidad, le habría devuelto una cierta alegría perdida, algo de su antigua inocencia.

Me asusta la idea de que sea tan fácil desaparecer. Alguien puede estar buscándola. ¿Cómo puede pasar inadvertido algo así? No sé si me entiendes.

Me hago cargo, dije.

Mis frases aún no podían ser tan largas como las suyas. Si hablaba, me ahogaba enseguida, no sabía respirar tan bien como él. Al principio ni siquiera veía lo que me iba encontrando por el camino, fase ya superada porque ahora saludaba a los conocidos con la mano y era capaz de apreciar las tonalidades de los árboles que iban quedando a los lados, cada vez a mayor velocidad, y también de fijarme en los carteles de chalets en venta y en los que anunciaban nuevas construcciones. Míster Piernas con la vista al frente se limitaba a dejarse admirar y a parlotear conmigo o con el móvil que llevaba siempre encima. En algún momento tuve la impresión de que era con mi madre con quien hablaba, lo que me obligaba a retrasarme o a pasarle para no oír ni una sola palabra. Imaginaba, sin ánimo de imaginar, que hablarían del gimnasio, de las pesas que levantaban, de si yo me habría dado cuenta de algo, de cómo verse sin que nadie se enterara, tal vez mi madre le contase episodios de su vida anterior a la urbanización, cuando trabajaba como una esclava en la clínica dental del doctor Ibarra.

Metida en una impecable bata blanca hacía de todo: limpiezas bucales, ayudante del doctor, recepcionista y contable, de modo que casi no tenía tiempo de pisar la calle y le entraban irreprimibles ganas de llorar. Se puede decir que un día mi padre pasó por allí y se casaron. ¿Se habría casado mi madre sólo para disponer de tiempo libre? ¿Siguió teniendo ganas de llorar después de abandonar la clínica? Ni siquiera esperó el tiempo reglamentario para que se le liquidara lo que le correspondía. En cuanto supo que podía salir de allí ya no pudo aguantar. Conservaba guardada la bata como recuerdo, y en alguna ocasión en que se había encontrado con ella al bucear en frondosas bolsas llenas de ropa pasada de moda, se la había puesto.

Lo sé todo sobre los dientes. Tendría que haberme decidido a estudiar la carrera y luego a abrir una clínica propia. Estaríamos forrados.

Pero serías una esclava de tu negocio, le decía yo para que no se torturase.

Eso sí, decía ella mientras doblaba la bata y la volvía a guardar con el resto del pasado.

A mí siempre me había gustado que me contara en especial cosas de aquella época anterior a mi venida al mundo en que ya existían una clínica, un doctor Ibarra con gafas de aros dorados, que siempre se estaba limpiando con un pañuelo blanco, y una chica joven que sin saberlo iba a ser mi madre. El doctor probablemente pertenecía a alguna organización religiosa y, aunque no era cura, debía de haber hecho votos de castidad porque jamás se le había visto con ninguna mujer, ni hablaba de ellas ni parecía que tampoco le fuesen los tíos. Una buena parte de lo que ganaba explotando a mi madre debía de ir a parar a esa organización. Aunque sólo tenía treinta años y mi madre veintidós, la llamaba hija y siempre de usted. Acérqueme la anestesia. ¿Le ha dado hora? ¿Cómo está hija, ha pasado buen fin de semana?

Cuando se marchaba de viaje a algún simposio, y se quedaba sola en la clínica para hacer limpiezas y dar citas, mi madre tuvo ratos de felicidad. Se sentía dueña de la consulta y de los pacientes, el sol entraba a raudales por los grandes ventanales del piso, y la paz era total. El despacho del doctor con todos los títulos y diplomas enmarcados y colgados en la pared permanecía en penumbra y en silencio. El cuero del sillón conservaba su olor característico, un buen olor a valioso perfume que a ella le deprimía porque le recordaba el usted y los aros dorados de las gafas y toda aquella terrible formalidad que la empequeñecían en su bata abotonada hasta el último botón.

Espero que se encuentre usted a gusto aquí. No sé qué podría hacer si se marchase.

Así que sintió un explicable placer al comunicarle que sintiéndolo mucho tenía que dejarle porque se iba a casar. Él le preguntó si lo había pensado bien. Me parece usted muy joven, dijo. Y mi madre respondió que no había nada que pensar porque había encontrado a un hombre maravilloso, y en ese momento le pareció percibir cierto desconcierto en su mirada. Yo siempre había participado con entusiasmo de aquel momento de triunfo de mi madre. Entonces espero que sea feliz y todas esas cosas que se suelen decir, dijo el pedazo de cabrón.

Yo le había preguntado en una ocasión con algo de ingenuidad por qué le sentaba tan mal.

¿Qué esperabas de él? No era nada más que un trabajo.

Quería que me tratase como a un ser humano.

No sé, tampoco te trataba como a un perro. Y en ese instante tenía en la mente el comportamiento de Edu con el pobre Hugo, que no es que le pegase, pero tampoco lo sacaba a pasear, ni lo acariciaba, ni le hacía caso.

Le dejé la consulta empantanada. Que se joda, dijo, con un pasado actualizado que actualizaba su odio.

Si lo vieses por la calle, ya no lo conocerías.

Lo conocería, no te quepa duda.

Puede que ahora no use las gafas de aros dorados y que se haya quedado calvo. Ya era bastante calvo. Pues vaya tío.

Pero tenía unos brazos muy fuertes. No tenía problemas para sacar las muelas. Unas manos y unos brazos que quitaban el hipo.

Encontraba a Míster Piernas incapaz de que le interesaran estas cosas de mi madre, ni mucho menos de comprenderlas, pero en tanto tiempo necesariamente tenían que haber dejado de lado la rigurosa actualidad y tendrían que haberse referido a sus vidas pasadas, incluida la infancia, de la que siempre hay tanto que contar. Aun así, de tener que relatar ahora la mía, no se me ocurriría nada, como si mi niñez todavía no existiese. ¿Y si Míster Piernas, a quien tanto le agradaba darle al pico, le contaba la suya? Podría estar intoxicando a mi madre con su veneno sentimental.

Aunque me costaba trabajo imaginarlo recordando. Estaba casi seguro de que lo más lejano en su memoria era la muerta del lago. Su discurso siempre se refería al presente: En Semana Santa queremos ir a Sierra Nevada. Algunos no saben esquiar, pero como yo les digo, se aprende enseguida, y luego no se olvida, es como montar en bici. El problema son los equipos. Algunos se resisten a comprárselo porque no saben si les va a gustar esquiar. Los esquíes y las botas se pueden alquilar, para el resto tendremos que ir cogiendo unos pantalones de aquí, una cazadora de allá. Nos las arreglaremos como podamos.

Le encantaba planear fines de semana con sus alumnos y alumnas, en los que casi siempre estaba incluida mi madre, y de los que no solía regresar muy entusiasmada, como si en estas excursiones no le hiciese mucho caso. Seguramente él no quería desaprovechar otras posibles oportunidades.

¿Por qué no te vienes a Sierra Nevada?, me dijo. También van algunos chicos de tu edad.

Le expliqué que me horrorizaba ir hecho un espantapájaros. O iba a la última o no iba. Ya estaba viendo sus majestuosas eses sobre la tersa blancura de la montaña. El mono flotando contra el aire azul y la pureza del cielo.

Sin un equipo decente no voy a ninguna parte, repetí.

No insistió, se quedó pensando quizá de dónde sacarlo. Yo a mi vez pensé que se estaba cansando de mi madre y que mi presencia en la estación de esquí le liberaría de ella. Me daba la impresión de que entre el regalo del equipo de footing, el traje de Nochevieja y un posible equipo de esquiar los motivos habían cambiado bastante. Me seguía alegrando no haberle revelado el secreto de la muerta del lago, que llevase sobre la conciencia algo que nada más podía compartir con mi madre y conmigo. Y para que no se le olvidara, de vez en cuando, sin venir a cuento y como quien no quería la cosa, le preguntaba si había vuelto a ir por el lago, y como ya me presumía negaba moviendo la cabeza con el gran peso de su única y limitada memoria.