La superficie normalizaba la vida en la urbanización. Nivelaba los sucesos extraordinarios con los habituales de modo que sólo se acababa viendo lo que sucedía todos los días, y lo que se veía todos los días hacía olvidar. La superficie estaba suficientemente poblada como para que de inmediato se olvidase a los que habían dejado de habitarla. Al poco de venir a vivir aquí mi familia, cuando aún no se habían recubierto de chalets el cerro ni el resto de pequeñas lomas y llanuras y nada más había dos guarderías, un colegio y el Zoco Minerva, cuando ni siquiera se había construido un instituto porque apenas había adolescentes, se produjo un suceso que se salía de lo normal.
Una vez por semana el dueño de la Tintorería Minerva pasaba por mi casa preguntando si necesitábamos entregarle ropa para limpiar. Era alto, moreno e iba vestido con trajes color crema, cuyos pantalones caían en oleadas hasta los zapatos. Nosotros éramos buenos clientes, siempre había alguna prenda de mi padre que debía pasar por la tintorería, amén de las alfombras en verano, que enrollaba con gran destreza y lograba sacar de allí sin mancharse el traje. ¡Qué hombre tan guapo!, decía mi madre tras cerrar la puerta. Por entonces yo hacía tercero de Primaria, así que tenía ocho años.
Era una época tan llena de obligaciones que estaba deseando ser adulto para dejar de trabajar. Quería ser como mi madre, pero sin hijos para no tener que ocuparme de ellos. Nunca podía disfrutar de un día completo tirado a la bartola porque entonces ella se preocupaba. Pensaba que no tenía amigos, que era un niño solitario, que había de llevarme al psicólogo. Con su actitud me obligaba a estar siempre en danza, lo que a su vez la obligaba a ella a tener que tener el coche en perpetuo movimiento para llevarme y traerme de las miles de actividades en que debía participar. En ocasiones fingía estar enfermo para poder quedarme un día entero en mi habitación con la televisión y los libros, absolutamente a gusto en la cama sin oír el griterío de mis compañeros en los recreos ni las voces de los profesores siempre ajenas aunque traumáticamente reconocibles. Me gustaba mucho mi casa porque no había mezcla de olores ni de personalidades, tenía la escueta y pacífica atmósfera de una madre, un niño y las esporádicas incursiones de un padre, cuya presencia quedaba retenida en otra dimensión.
Así que todo el que llamaba a la puerta y cruzaba el umbral quedaba impreso en la memoria de la casa. La casa sabía quién se sentaba en los sofás o quién hacía una llamada de teléfono o se bebía un vaso de agua en la cocina. Todo se notaba, hasta el menor detalle novedoso era registrado automáticamente. Cuando el dueño de la tintorería entraba, aunque fuesen cinco minutos, tanto mi madre como yo podíamos decir: Ha estado aquí el de la tintorería. Y cuando durante varias semanas dejó de ir también la casa lo notó, y mi madre mirando a su alrededor dijo: ¡Qué raro que no haya venido el de la tintorería! Y varios días después me dijo: ¿Te acuerdas del dueño de la Tintorería Minerva? Pues su mujer le sorprendió con su amante y le pegó un tiro con una pistola.
Me quedé muy impresionado porque la mujer del de la tintorería tuviese pistola. Creía que sólo se tenía pistola en las películas.
¿Cómo ha conseguido la pistola?, dije. Contestó algo desconcertada:
Dirás que cómo ha tenido el valor de matar a su marido. No, digo que es raro que por aquí haya pistolas. No se ve que la gente tenga pistola.
Pues ésta sí que la tenía, qué le vamos a hacer. ¿Pero la tenía de siempre?
No lo sé, no lo he preguntado. Imagino que la compraría para cargarse a su marido. ¿Y dónde hay que ir?
¿Cómo voy a saberlo? ¿Es que acaso nosotros tenemos pistola?
Por eso me parece tan raro que la mujer del de la tintorería que no era un gángster ni nadie así tuviese pistola.
Siempre hay alguien que sobresale por cosas de este tipo, dijo mi madre, por cosas fuera de lo normal, es como si nos hubiésemos enterado de que la mujer del de la tintorería tenía dos cabezas, no por eso vamos a pensar que todo el mundo tiene dos cabezas. En cualquier caso, se lleva uno muchas sorpresas con la gente, nunca hubiera pensado cuando lo veía aquí tan formal enrollando la alfombra que tenía una amante.
Supimos que aquella mujer, que nunca llegamos a ver porque el asesinado siempre se había encargado de recoger y entregarnos la ropa, fue a la cárcel. Y la gran pregunta de mi madre era qué iba a ocurrir con la tintorería. Justamente ahora es cuando más dinero necesita, decía, esa pobre mujer. Mi madre nunca habría podido ser juez porque no era en absoluto imparcial, se dejaba llevar por su estado de ánimo, y su estado de ánimo hacia aquella mujer asesina siempre era favorable.
En la memoria de la reducida comunidad compuesta por mi madre y yo se inscribieron dos ausencias: la del dueño de la tintorería, que había desaparecido de nuestra casa y del mundo con su buen traje, el pelo negro y rizado y varias chaquetas de mi padre colgadas del brazo, y la de su mujer, quizá más intensa, porque teníamos que hacer un gran esfuerzo para imaginarla, sobre todo cuando nos vimos obligados a pisar la Tintorería Minerva por primera vez y vimos en el mostrador a aquella otra mujer que podría ser madre de uno de los dos. Enseguida le busqué rastros de tragedia en el rostro, y creo que mi madre también, pero ella estaba enfrascada en un archivador con facturas y no dejaba entrever su dolor, de tenerlo. La cuestión era que estaba en lugar de alguien y que lo sabíamos, ése era el fondo. La superficie la constituía este momento en que ella buscaba una factura y nosotros esperábamos con un traje de mi padre metido en una bolsa a que nos atendiese. El fondo no se veía, se veía la superficie. Y se continúa viviendo en la superficie, no en el fondo. Así que el de la tintorería había muerto y su mujer estaba en la cárcel y esto a la vida no le afectaba: la Pizzería Antonio seguía estando hasta los topes de gente y la tintorería abierta, y en los demás locales se entraba y se salía como si no hubiera pasado nada.
Ocho años más tarde ocurrió algo que me demostró que la superficie, o sea, la vida es inquebrantable y que no se conmociona por mucho tiempo. Otra vez era otoño y gran parte de los árboles de la urbanización comenzaban a enrojecer y amarillear. Era la mejor época para correr, no me cansaba, daba la vuelta a aquella tierra hermosa que amenazaba con poblarse hasta el infinito cubierta por el inmenso murmullo de los pájaros. A veces tiraba hacia los búnkers por un camino polvoriento bordeado de cardos de flores moradas. Los prados a los lados, antiguamente sembrados, se cubrían de hierba en los inviernos húmedos. Si sobrepasaba los búnkers me encontraba con la laguna, a cuya agua oscura sólo se podía acceder si uno se abría paso entre la extraña vegetación arisca y temible que la custodiaba. Los ecologistas decían que la zona poseía su propio ecosistema, incluso su propio microclima porque allí llovía cuando le daba la gana mientras que las zonas de alrededor permanecían completamente secas. Había fauna autóctona y flora con especies sin clasificar. Empezaba a convertirse en la delicia de los biólogos. Hacía poco que se la había reconocido como zona de especies protegidas. Ni Edu ni yo habíamos necesitado ser biólogos para saber, desde que de pequeños íbamos allí con las bicis, que era el lugar más raro del mundo porque había pajarracos que hacían ruidos espeluznantes y plantas que tiraban para atrás. Todo lo que había tenía que ser anterior a la época de los dinosaurios. Salvo a algún majadero no creo que a nadie le diese por bañarse en la laguna. Los exagerados decían que no era de agua sino de ácido sulfúrico. Bueno, pues si aquella tarde me hubiese aventurado hasta ella, tal vez habría sido yo quien la hubiese visto, a la muerta flotando sobre el agua verde y oscura. Pero decidí dar media vuelta antes de llegar porque prefería que me pillase la noche cerca de la urbanización. Y así fue, según oscurecía a mi espalda, las luces comenzaban a encenderse en el horizonte, se extendían, formaban una balsa iluminada, cada vez más potentemente iluminada. Y cuando me interné en ella se deshizo como si la hubiese roto con el pie.
Al llegar a casa, mi madre me siguió a la ducha. Ya hacía alrededor de dos años que no se quedaba todo el rato mirándome mientras me enjabonaba y luego me aclaraba bien y me secaba a conciencia. Me habló desde la puerta. Me preguntó que hasta dónde había llegado corriendo. Le contesté que casi hasta la laguna. Dijo que por poco me cruzo con su monitor de gimnasia. Entre nosotros nunca le llamamos por su nombre, siempre fue el monitor o Míster Piernas. Dije que no lo había visto. Dijo que la había llamado muy asustado porque no sabía qué hacer, y que ella le había dicho que era mejor que esperasen a que yo llegara. Salí con la toalla alrededor de la cintura. Mi madre me miraba con los ojos muy abiertos.
Ha visto algo, dijo. ¿En dónde? ¿Qué es lo que ha visto? En la laguna. Ha visto una muerta. Tenía el pelo enredado en una de esas plantas tan raras que crecen en la orilla. ¿Se acercó?
Un poco para ver si estaba viva.
Me estaba echando una ampolla de placenta en el pelo para no quedarme calvo como la mayoría de los vecinos: ¿No podría ser una muñeca? ¡Ojalá sólo fuese una broma!
Y de repente pensé que podría haber sido yo quien la hubiese descubierto y en lo impresionante que habría sido.
Lo normal es que se lo comunique a la policía.
Claro, el pobre sale a correr un rato y, primero, se encuentra con lo que no quería encontrarse. Segundo, ahora en lugar de irse al gimnasio a dar las clases del turno de noche, se va a la policía. La policía le obliga a acompañarles a la laguna. Tienen que recoger el cuerpo y reunir pruebas en lo que tardan un buen rato. No cena. Después se lo llevan a declarar a las dependencias policiales. Está agotado. Los policías se resisten a que se marche porque es al único al que pueden preguntar algo, a lo único que se pueden agarrar. Le hacen repetir la misma historia una y otra vez. Y puede que con el nerviosismo se confunda porque a mí me la ha contado ya de dos formas ligeramente diferentes. Creo que ahora además les resultaría sospechoso que hubiese tardado casi una hora en denunciarlo.
La situación empeora por momentos y yo he tenido la culpa por aconsejarle que esperara.
No tenía por qué meterte en esto. No debería haberte llamado. Papá no te hubiera llamado para algo así.
Deja en paz a papá.
Verdaderamente papá estaba tan lejos de la laguna, ni siquiera debía de acordarse de que existiera una. No tenía nada que ver ni con la laguna, ni con la muerta, ni con nosotros sabiendo todo esto que estaba ocurriendo.
De todos modos, dijo, estoy casi segura de que no es el primero que la ha visto. Cualquier persona razonable ve algo así y desaparece, porque ya no puedes hacer nada por ella y porque te quitas de complicaciones. Claro, como la policía no sale de la oficina no ve nada, ni se entera de nada.
Mi amigo Eduardo y yo habíamos pasado por una situación parecida cuando nos gustaba tanto, mejor dicho a Edu le gustaba tanto, ir hasta allí en bici. Teníamos once años y mientras pedaleábamos se notaba que él pensaba mucho. Yo, nada. La nariz se me dilataba y creo que también el corazón y los pulmones. Me entraban enormes bocanadas de oxígeno. Sólo podía fijarme en el cielo, en los pájaros, en los rastrojos, en las liebres que cruzaban con las orejas alertas. Lo mismo me pasaba en la cafetería del Híper. Me quedaba con los gestos de la clientela habitual. Sabía cómo cogía el vaso cada uno y cómo se quedaba mirando de pie en la barra, dejando un brillo adormecido en lo que contemplaba. Tal vez el mundo esté dividido entre los que piensan todo el tiempo y los que no, y quizá los que piensan sin descanso no pueden evitar emperrarse en alguna idea porque no pueden dejar la mente quieta y en paz, como la dejaba yo, simplemente vagando por el panorama que se abría ante la rueda y el manillar. Sin querer, siempre le adelantaba, siempre tenía que esperarle de trecho en trecho para que pudiésemos llegar juntos a la laguna.
Era un día de principios de verano, todavía se podía aguantar la bici, por supuesto a primera hora de la mañana o última de la tarde. Edu llevaba un pañuelo cayendo por debajo de la gorra hasta los hombros, camisa de manga larga y pantalones largos de algodón. Cuando le preguntaban si no tenía calor con tanta ropa, contestaba airado. Yo sabía que no soportaba sus propias peculiaridades y que habría dado cualquier cosa por llevar el cuerpo al aire. Tardamos en llegar casi el doble de lo que hubiera tardado yo solo, pero en fin, allí estábamos, ante el inquietante verde oscuro que anunciaba la proximidad del lago. Según nos acercábamos la vegetación se iba espesando alrededor del agua, y el que quería llegar hasta ella no tenía más remedio que rozarse las piernas con aquellas especies de helechos de hojas duras que parecían nutrirse de agua podrida y luz venenosa.
Edu se acercó primero y esperó mirándome de reojo a que llegase yo. Y esperó a que me sorprendiera o me asustara. Esperó a que dijese algo.
Dije: ¿Qué es esto?
El crepúsculo abría vías claras en el agua, senderos luminosos.
¡Es repugnante!, dije.
Edu cogió un palo y atrajo hacia nosotros un ala grande y blanca.
Por Dios, Edu, vámonos de aquí.
Espera, ¿es que no quieres saber lo que estás viendo? Siempre es mejor tener en la mente una imagen clara por desagradable que sea que no negra y confusa, lo que a la larga la volvería más desagradable todavía. No vuelvas la cabeza y mira lo que tienes ante los ojos porque el hecho de que no lo veas no lo va a hacer desaparecer.
Edu, desde pequeño, siempre había tenido la capacidad de poder expresarse como un psiquiatra, tal vez porque sus padres enseguida empezaron a llevarle al psicólogo. Todo empezó al comunicarles en el colegio que era superdotado y que por eso se aburría en las clases y no daba golpe y que este fenómeno había que tratarlo como una anomalía. La inesperada noticia dejó al Veterinario muy perplejo y durante los primeros días no hablaba de otra cosa y solía comentarles a los dueños de sus pacientes que tenía un problema: Mi hijo es superdotado. La Veterinaria, por su parte, se dejaba ver más de lo habitual, revestida de la dignidad que impone poseer el vientre del que ha salido un superdotado. Según mi madre, que coincidió esos días con ella en el Híper y en el Zoco Minerva, la gente no sabía si darle la enhorabuena o lo contrario.
Creo que a mi madre le dolió mucho que el superdotado fuese precisamente el hijo de aquella cursi debilucha forrada de pasta. Creo que le dolió que el superdotado no fuese yo.
Sin embargo, ser superdotado no es fácil porque todo el mundo espera que lo demuestres, que no seas un fraude. Cada uno de los que se acercaban a Edu trazaban una imaginaria línea entre su inteligencia normal y la prodigiosa de él. Si tenía buen oído para la música, Edu debía tenerlo mejor. Si pintaba bien, Edu debía hacerlo mejor. Tenía que memorizar sin empollar, sólo echándole un vistazo a la página. Y yo mismo lo probaba constantemente y le obligaba a resolver mis problemas de matemáticas casi con cronómetro en mano. Acabó bastante dolido de oírnos decir a todos: Así también lo hago yo.
La Veterinaria insistía en que no debía desperdiciarse. Quería que las excepcionales dotes de su hijo se materializaran en algo que se pudiese mostrar, como calcular a velocidad de vértigo o ser un virtuoso del piano.
¿Por qué no aprendes a tocar el piano? A ti no te costaría nada, y es algo precioso, le decía de vez en cuando.
Así que Edu cada vez estaba más a la defensiva con todo el mundo y se volvió bastante mordaz, con inclinación a la crueldad. En el colegio les dijeron a sus padres que de ordinario este tipo de niños no se adapta bien al entorno simplemente porque su mente funciona a mayor velocidad que las del resto y ellos son las únicas víctimas de este desajuste. Pongamos el caso de dos relojes, les habían dicho, uno marca las horas al ritmo normal a que estamos acostumbrados, en el otro el segundero va a mayor velocidad, nunca podrán marcar la misma hora, nunca estarán en el mismo tiempo ¿comprenden? A veces es necesario un poco de ayuda. Y empezó el periplo de Edu por psicólogos y psiquiatras. Todo el tiempo que yo pasaba jugando al fútbol y embruteciéndome, él ya lo pasaba enrollándose con aquellos tipos que hablaban de los sueños, los símbolos, las fijaciones y las frustraciones. Me confesó que con algunos se divertía mucho más que con nosotros. Así que cuando me imploraba que jugase con él al futbolín, la única pasión propia de la edad que tenía entonces y que ha perdurado a través del tiempo, le contestaba que llamase a alguno de bata blanca.
Atrajo el ala hacia la hierba de la orilla. Tras el ala, el cuerpo de uno de aquellos pajarracos.
Míralo, míralo bien, dijo, tal vez luego tengas que describirlo.
Lo miré cuanto pude. El agua estaba plagada de pájaros como éste y también más pequeños de color negro y alguno más grande casi del tamaño de un águila. Olía a plumaje apestosamente mojado.
Dijo: Creo que deberíamos llevarnos éste. ¿Tenemos una bolsa?
Yo no pienso llevarme nada. No pienso llevar ese cadáver en una bolsa colgada de mi bici.
Qué memo eres. Ni siquiera tenemos bolsa. Habría que sujetarlo con una cuerda. Tengo una que serviría.
Haz lo que quieras, yo no pienso llevarlo de ninguna manera.
Mi padre debería examinarlo. ¿No comprendes que tenemos en nuestras manos la prueba de lo que ha ocurrido aquí?
Cogió en brazos el pajarraco. La cabeza colgaba en el vacío. Y se dirigió a mi bici.
Sujétalo así mientras traigo la cuerda.
Prefiero ir yo por la cuerda y que lo sujetes tú. Me gustaría no tener que tocarlo. Además, estoy pensando una cosa ¿por qué en lugar de a la policía no llamamos a los ecologistas?
Porque los ecologistas al final llamarían a la policía y tendríamos que declarar de igual forma, sólo que después de que nos hayan mareado los ecologistas.
¿En serio te parece que tengamos que llevarnos este bicho? Yo me voy más a gusto sin él, con mi bici y nada más.
Respiré cuando dijo: Está bien, pero tenemos que dejar el pájaro donde estaba.
Volvió a cogerlo en brazos sin ningún gesto de asco y lo tiró en el agua de la orilla entre juncos y hierbas. Los otros pájaros muertos se movieron. Buscó el palo con el que lo había atraído a la orilla y lo tiró lejos, con las manos trató de remover un poco la hierba pisoteada por nuestras deportivas.
No hagas esas cosas, le dije, no van a sospechar de nosotros, nada más los hemos encontrado.
¿Y por qué nos hemos detenido aquí —miró el reloj— alrededor de una hora?
Nadie puede saber el tiempo que hemos estado aquí, podríamos haber llegado hace diez minutos.
Es mucho más difícil sostener eso de lo que crees. Alterar la verdad requiere mucha imaginación y no sé si tienes suficiente.
Te has olvidado de que sólo tenemos once años. Nos hemos podido distraer jugando por aquí. Ni que fuésemos tontos. Los niños hacen eso. No digas memeces.
Fue el Veterinario quien llamó a los ecologistas. Y los ecologistas a la policía. Y la policía a nosotros. Y como Edu había anticipado, nos sometieron a un exhaustivo interrogatorio sobre los pilares básicos del cuándo y el cómo. Querían saber con la mayor precisión qué habíamos visto, así que me alegré de que Edu me hubiese obligado a fijarme tanto y ahora pudiera responder con todo lujo de detalles y no perdiésemos el tiempo con titubeos.
El asunto era feo, y en todas las publicaciones se mencionaban nuestros nombres y apellidos con iniciales por ser menores de edad, pero aun así satisfacía verlos. Mira, éste es Edu y éste soy yo. Dos niños en bicicleta habían descubierto el desastre. Las aves habían muerto envenenadas. El agua había sido envenenada con algún vertido. La gente enfurecida decía: Mira que si le da por beber a algún niño. Los ecologistas estaban revueltos, y la policía no sabía por dónde tirar, estaban perdidos. Se descontaminó el lago, pero nunca se supo qué sucedió, quién lo hizo.
Le dije a mi madre que si de verdad quería ayudar a Míster Piernas lo más aconsejable sería que volviésemos los tres al lago y que él se fijase bien en lo que había visto porque de lo contrario la policía lo volvería loco.
Pero es de noche, dijo mi madre.
Iremos con linternas.
¿No parecerá raro si alguien nos ve?
¿Quién va a pasar a estas horas por allí?
Me da miedo tu sangre fría, dijo mi madre.
Sólo es una mujer muerta ¿no?
Y añadí: Además ya somos los tres mayorcitos. Y olvídate de que se lo calle, ese chico no podría vivir con eso en la cabeza.
No sé si tú deberías venir. Puede ser una impresión muy fuerte. Eres mi hijo. No debo consentirlo.
Míster Piernas llamó al timbre y pasó a nuestro ordenado salón con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza baja como si la hubiera matado él. Pensé que con ese aire de culpabilidad la policía lo detendría en cuanto le echara la vista encima. Y también pensé en lo comprometedor que es el simple hecho de ver. Uno ve cosas, personas, sucesos cotidianos y sucesos extraordinarios y no puede volver al punto en que no los había visto.
Le expuse con claridad lo que íbamos a hacer. Él me escuchaba aterrorizado.
¿Por qué tengo que saber más de lo que sé?, dijo.
Porque la policía necesita que lo sepas. Te ahorrarás muchas complicaciones. No se lo cuentes todo de un tirón, deja que te pregunten. Según vayan preguntándote, verás que sabes las respuestas y esto te animará mucho, te dará confianza, no parecerás culpable.
¿Por qué he tenido que ser yo? ¿Por qué?
Mi madre llegó con las linternas y lo miró de soslayo. Él le devolvió una mirada suplicante con los ojos muy abiertos, las mandíbulas, los pómulos, la frente, la boca, como si toda la cara se le hubiese estirado.
Venga, vámonos, dije yo.
Y mi madre dijo: Si hemos de irnos, cuanto antes.
Él nos siguió hasta el garaje con plomo en sus espectaculares piernas. Arrastraba los pies, era un fardo. Yo iba de excursión. Las linternas, el lago, los faros del coche que iluminaban el sendero y los matorrales negros de los lados y la oscuridad interminable en que nos íbamos adentrando. Me habría gustado comerme un bocadillo de jamón y poner música.
Aparcamos con los faros dirigidos al agua, pero resultaba imposible distinguir nada en ella. Era un verdadero reino de tinieblas. Sin movimiento, sin sonido, la nada donde había ido a parar aquella mujer, las aves y Dios sabe qué más.
No hay casi luna, dijo Míster Piernas.
Sacamos las linternas del maletero y comenzamos a pisar y a rozarnos con aquella vegetación que en cualquier momento podía mordernos las piernas.
Mi madre dijo: Esto es una locura.
Bueno, vamos a ver, dije, ¿por dónde la has visto? Creo que por aquí.
Dirigí la linterna hacia donde la dirigía él.
De verdad, que me dan escalofríos, dijo mi madre.
Se veían sombras junto a los juncos, partes algo más claras, pero no se podía saber qué era.
Necesitaríamos un palo, dije yo, con el que ir tanteando.
Pero se negaron en rotundo, dijeron que si algo tenían claro era que no iban a coger un palo y a meterlo en el agua esperando que tropezara con un cuerpo humano. Lanzamos sucesivas ráfagas de linterna desde distintos ángulos, pero las imágenes siempre eran las mismas, confusas, envueltas en las sombras de la vegetación. Mi madre llevaba ya un buen rato sin decir palabra. Nosotros susurrábamos: ¡Aquí, aquí! ¡Enfoca aquí! Por bajo que hablásemos, nuestra pequeña voz se expandía por el lago y retumbaba en los árboles del fondo, altos y amenazantes, levemente recortados sobre el silencio y la oscuridad. A Eduardo todo aquello le hubiera encantado. Y cuando decidimos marcharnos, y mi madre dio media vuelta sobrecogida, y Míster Piernas, llevado por lo extraordinario de la situación, le pasó el brazo por los hombros, yo no los seguí, me quedé contemplando la infernal serenidad de este mundo.
Al subir al coche, donde me esperaban sentados y sin hablar, dije:
¿Te imaginas el papel que habrías hecho ante la policía? Os hubiera dado el amanecer sin resolver nada. Y si con la luz se hubiera hecho visible el cadáver, vuelta a empezar. Tú lo único que creíste ver fue una mujer muerta porque tenía el pelo largo, enredado en los juncos.
Y porque tenía pechos, añadió.
Bien, pero todo lo demás es confuso ¿o no?
Asintió.
Ahora vendría la labor de la policía que sería sacarte de tu confusión, o sea, sacar de donde no hay.
De momento he decidido esperar hasta mañana. Necesito descansar.
Mi madre dijo que iba a hacer café, como en las películas. Pero era de cajón que el café nos iba a excitar más de lo que lo estábamos, así que con buen sentido sacó una bandeja con jamón, chorizo, queso y una botella de vino. Se me cruzó por la cabeza que aquella situación creaba un precedente abominable y que no estaba bien que estuviera compartiendo sabrosos alimentos con el hombre que le estaba robando la mujer a mi padre. Pasó como un relámpago mi padre en pijama diciendo que en ningún sitio se estaba como en casa, y pasó un vacío en el estómago que casi me hizo llorar. La botella me la bebí yo solo y caí rendido en el sofá y oí vagamente un coche que arrancaba y se alejaba.
Al día siguiente, tras un sueño profundo y con la claridad de la nueva mañana, el asunto del lago quedaba a años luz de distancia. Ahora que menciono la luz no puedo pasar por alto la hermosa conferencia que esa misma tarde dio Alien en el Centro Cultural. Se llamaba «La luz inventada», y Eduardo se negó a ir a escucharle.
Que la luz de las estrellas nos sirva para medir el tiempo pone de relieve la esencia poética de nuestra especie, aunque luego conociéndonos individualmente nada haga pensar tal cosa. Nada puede haber menos poético que la forma de vida de cualquiera de nosotros, incluidos los artistas. Puede que sea poético el cuadro, el libro, la escultura, pero no el individuo creando ese objeto. Sí es poética la forma de vivir de los primates, todo el día jugando entre los claroscuros de las ramas de los árboles. Ahora quieren humanizarlos, quieren que comprendan que son inferiores a nosotros y que acaben arrastrando unas pantuflas por un piso de cincuenta metros hasta el televisor. La luz del sol, la luz del fuego, la luz que se despeña por intrincadas arañas de cristal, corpúsculos invisibles atravesando el espacio, misterioso oleaje luminoso. Es como si nuestra mente fuese poética, pero no nuestra forma de supervivencia. Sólo el amor nos eleva, nos salva, a pesar de su gran imperfección. Nuestra capacidad de amar es tan imperfecta como nosotros mismos. No hay pureza en el amor. Al amor le gustan los brillos, los adornos, la chatarra, los reflejos cegadores de los falsos espejos. Aun así, pido un instante de atención, de concentración. Retratemos en la mente a la persona más amada, pasada o presente, seamos o no correspondidos por ella. Pensemos sin miedo, nadie puede ver en las conciencias de los demás. Por muy fuerte que sea su imagen, nadie puede verla. Tal vez haya alguien sin imagen, sin amor, alguien que no pueda cerrar los ojos para pensar en otro con todo el pensamiento. Esa persona ha dejado de tener algo que inunda el pecho, la garganta, la boca, los ojos, los oídos. Pero a los que la tienen no se les puede reprochar que estén llenos de lo que los demás no ven.
A la salida lo acompañé hasta el bosquecillo de pinos. Era muy agradable ir pisando las hojas caídas. Le dije lo mucho que me había gustado su conferencia, que estaba repleta de sugerencias, que hacía pensar. Pero él no se sentía satisfecho porque algunas personas de la primera y quinta filas habían estado distraídas. Habían hablado entre ellas y se habían sonreído. Quise tranquilizarlo diciéndole que esa conducta era la habitual en todas las conferencias, en las clases normales y corrientes del instituto y en las pocas misas a las que había asistido. Nunca la atención era total. Sin embargo Alien caminaba a mi lado preocupado. Íbamos ligeramente cuesta arriba por una avenida bordeada de almendros y de casas rojas, de las que salían a nuestro paso bestiales perros negros que en su furiosa acometida se estrellaban contra las verjas que nos protegían de ellos. Dejaba que Alien fuese por la parte de dentro junto a las verjas, porque a él los perrazos no lo intranquilizaban, sólo los oyentes desatentos del acto. Era bastante alto y a sus conferencias iba muy arreglado, con el pelo muy limpio y brillante recogido en la coleta. También le brillaban las cejas y el vello de los brazos y del pecho. Los dientes perfectamente blancos y la lengua rosa. En esas condiciones no debía temer abrir mucho la boca, ni que se le desabrochase la camisa. En las orejas se podía comer. Daba gusto ir al lado de un tipo tan aseado. Lo puse en la lista delante de Míster Piernas en cuanto a acicalamiento.
¿Piensas acompañarme hasta casa?, preguntó.
Quería decirte algo, consultarte más bien. Es algo delicado y que requiere mucha discreción por tu parte.
Te escucho, dijo distraído, recuerdo cuando eras un crío y te acercabas a mi mesa del Híper a darme la tabarra.
Bueno, si me escuchas, ahí va. Un amigo mío, ayer por la tarde fue casualmente por el lago, ya sabes. Alien asintió. Vio algo raro en el agua y se acercó. ¿A que no te imaginas lo que vio?
¿Una mujer muerta?
Me quedé de piedra. Los perros ladraban como locos a nuestro paso. Alien empezaba a sudar y jadeaba al hablar. Se paró un instante con la cara húmeda de sudor. Si seguía sudando así podía pasar en un momento de ser el más pulcro a ser el más cerdo.
¡Una mujer muerta!, repitió.
¡Sí!, contesté.
¿Y qué tiene eso de particular?
No te comprendo. ¿Es normal ir encontrándose cadáveres por ahí?
Otros no, pero éste sí. Cada cierto tiempo, pongamos una vez al año, alguien ve a la muerta del lago.
¿Es posible? ¿Cómo es que nadie me ha hablado de esto?
La policía recomienda a los que la ven que no se lo cuenten a nadie para que no los tomen por locos, aunque en realidad es para que no cunda el pánico y el lago no se convierta en un lugar maldito donde no dejen acercarse a los niños, esto podría devaluar la zona, las viviendas, las parcelas y los negocios. No le interesa a nadie.
¿Y la explicación? ¿O no hay explicación?
Sugestión colectiva. Es un lugar ideal para que se produzca ese tipo de apariencias.
Es mejor no dejarse tentar por las visiones, dijo. Recomiéndale a tu amigo que vuelva al lago, verá que no hay nada.
Nunca creí capaz a Míster Piernas de dejarse sugestionar por algo, ni de tener una psicología tan imprevisible. Un sujeto que no bebía ni fumaba, que salía a correr unos diez kilómetros diarios hecho una pera en dulce y que se tiraba a mi madre porque la tenía a mano en el gimnasio. Francamente me extrañaba que fuese él el elegido para ver a la muerta este año.
¿Tiene siempre el mismo aspecto?, le pregunté a Alien.
No, varía mucho. Son rubias, morenas, viejas, jóvenes, blancas, negras, asiáticas. Depende de la fantasía de cada cual.
¿Y cómo puede estar segura la policía de que no son reales?
Porque nunca aparece el cuerpo y porque sólo son vistas por una sola persona en cada encuentro.
¿Llamas a eso encuentro?
Sí, es el nombre más apropiado.
¿Siempre son vistas por hombres?
La gran mayoría de las veces, aunque se puede deber a que estadísticamente por allí van más hombres que mujeres.
Dejé a Alien a la entrada de los pinares y los chalets con grandes chimeneas de piedra algo ostentosas, por donde en invierno salían exageradas bocanadas de humo que formaban una nube grisácea sobre la zona. Apreté su gran mano mojada como despedida y deshice el camino pensando en lo que sabía y en la conveniencia o no de contárselo a Míster Piernas, incluso consideré la posibilidad de irme directamente a su casa, pero me detuvo la terrible sospecha de que también estuviera mi madre calzada con las zapatillas que reservaba para andar cómoda en aquel gallinero. Así que me dirigí directamente a casa. Por debajo del Híper, del Zoco Minerva, del futuro Centro Comercial Apolo, de los Multicines, del parque —en que se concentraban los que iban desde los trece hasta mi edad rodeados de botellas de calimocho—, del griterío de los niños y de los pájaros, por debajo de la Pizzería Antonio con sus patatas rellenas de beicon, del recuerdo de la piscina comunitaria con olor a cloro y a césped machacado por los cuerpos semidesnudos, de los capós levantados de los coches de donde cientos de manos extraían miles de bolsas con la compra para la semana, por debajo estaba el lago y la muerte.
Encontré a mi madre muy nerviosa. Le di un beso y la llamé mamá, porque sabía que esa palabra la enternecía, para distraerla un momento de su preocupación por Míster Piernas.
Qué conferencia, mamá, te habría gustado. Alien ha hablado del amor.
¿Has oído algo?
Negué con la cabeza.
El pobre está desesperado. Hoy no ha salido de casa en todo el día. Tiene miedo de lo que le puedan decir, de lo que pueda oír.
No deberías preocuparte tanto, sólo es tu monitor. Es una persona en un apuro, un amigo. No me gusta que la gente sufra.
Sufre porque es rematadamente tonto. ¿No te has dado cuenta de que no tiene cerebro?
Tuvo que tragárselo. Aun así continuó:
De vez en cuando le da por decir que va a ir a la policía para acabar con esto, pero yo creo que a estas alturas lo único que haría sería liar más las cosas. Seguramente que ya habrá tenido que verla alguien más.
Dile que lo olvide. Sólo él la ha visto, sólo él sabe lo que ha visto. Por Dios, mamá, haz la cena.
Dejé ahí la cosa porque me parecía justo que tanto él como mi madre sufrieran un poco. Días de incertidumbre, de temor, de pasar de largo ante los estrenos de los Multicines, de no prestar atención a sus respectivos atuendos deportivos, de arrancar el coche sin darse cuenta de que hacía un ruido raro. Volví a concentrarme en Tania, a desear encontrarme ante la puerta del Veterinario, tras la que estaba el cielo tal como había imaginado que sería el cielo, o sea, con Tania allí y un rumor próximo, pero no presente, de gatos, perros y pájaros. En el cielo todos teníamos un sitio, había un orden: el Veterinario en su consulta, Marina en las profundidades de la casa como un pez en las profundidades del mar, Tania conmigo en el salón o en el jardín y Eduardo solo ante el ordenador o el futbolín. Me puse mi mejor equipo y corrí hacia el cerro.