Sí, somos muy distintos, dijo Edu, y sólo logró tambalearme cuando intentó derribarme al suelo emulando los juegos de hacía ya unos cuantos años.
Cada vez éramos más distintos, sobre todo en el aspecto físico, porque yo me estaba convirtiendo en un atleta. Me sentía contento con el rumbo que iban tomando las piernas y los brazos, los hombros. Un esfuerzo que iba dirigido a Tania. Pensaba en ella cuando subía hasta el cerro y luego iba hasta el Híper y luego regresaba a casa medio mareado viendo frente a mí, allá en la explanada, un enorme sol rojo que se hundía en los tejados de pizarra. Los pulmones se me estaban desarrollando como dos niños que crecen y que necesitan sitio, y el sitio se hacía y se me ensanchaba el tórax.
Un atardecer, mientras corría, la vi por una de las ventanillas del autobús. Iba distraída. Me impresionó su seriedad. Y esta seriedad casi triste, que por un instante se había dirigido a mí sin verme, confundiéndose con las tinieblas rojas que se abrían en el cielo, no pude quitármela de la cabeza en varios días. Así que me decidí a seguir los simples y efectivos métodos de Míster Piernas y un miércoles subí en el bus hasta el cerro para no llegar sudoroso y maloliente y me situé, con mi atuendo deportivo, a la altura de la marquesina donde ella debía bajar.
Pedí a todos los santos y todos los extraterrestres que llegase en uno de los autobuses. Y llegó.
Avanzaba hacia su casa mirando al suelo o al frente, pero sin ver. Era como uno de esos que regresan al hogar después del trabajo y que ni siquiera se fijan dónde está ese hogar. Podría estar en la luna, y ellos pisarían trabajosamente el polvo de la luna hacia su habitáculo sin darse cuenta de lo que estaban pisando. Corrí despacio hasta situarme a su altura.
¿Tania?
¿Cómo? Tardó en reconocerme unos segundos. ¡Ah! Eres tú. Ya ves. Te he visto bajar del bus.
Echó una mirada a mi conjunto de sudadera con capucha y pantalones cortos negros. No me había puesto la cinta en la frente. Yo sabía que estaba imponente, pero su mirada indiferente me volvió inseguro, ya no me encontré tan imponente, porque ella me consideraba un crío y con este punto de partida era incapaz de apreciar mi cuerpo. Pensé que una mujer joven no estaba en condiciones de valorar debidamente a un chico más joven que ella.
La verdad, cambiáis de día en día.
Tú también, le dije.
No me digas, ¿en qué he podido cambiar yo? Me parece que ya no eres tan alegre.
Ya, dijo, y se puso terriblemente seria. Ahora tengo problemas que no tenía antes.
Realmente los chicos jóvenes éramos un desastre, ella arrastraba cuesta arriba el enorme peso de una cartera llena de libros, y yo iba tan fresco a su lado. Se la quité de la mano. Dije:
Permíteme.
Y anduvimos un rato en silencio. Al llegar a su puerta presidida por la familiar placa dorada y brillante, me dijo:
No sé si te apetece entrar. No quiero interrumpir tu entrenamiento. No deberías enfriarte.
Estaba angustiosamente negativa. Le dije:
Me vendría bien un vaso de agua.
Entonces no se hable más.
Abrió con la llave la puerta negra, y me sorprendió que se conservase el mismo olor de mi niñez y la misma penumbra, y me pregunté, no en aquel instante sino más tarde cuando podía pensarlo sin la prisa de los acontecimientos, cómo seres de la misma especie que más o menos tenemos las mismas costumbres podemos impregnar los interiores de nuestras casas de olores tan diferentes, de ambientes tan distintos usando electrodomésticos y muebles parecidos.
Pasamos al salón y Tania dijo que iba a refrescarse un momento y que enseguida volvía. Me senté y me quité la sudadera. Llegaba el llanto de un perro procedente de la consulta y ladridos salteados. La interna me preguntó si quería agua, pero le dije que prefería una cerveza. De buena gana me hubiera fumado un cigarrillo.
Me la trajo la misma Tania, que se notaba que se había lavado la cara.
Me has pillado en un día especialmente malo. Acabo de romper con mi novio.
Entonces puede que no sea tan malo, dije sin saber lo que decía, pero le hizo gracia.
Creo que voy a tomarme una cerveza contigo.
Según bebía, dijo:
Me fumaría un cigarrillo, pero mi madre es alérgica al humo y aunque está en el extremo opuesto de la casa lo olería y enfermaría.
El perro chilló, y a continuación se oyó la voz del Veterinario que dijo: Ya está.
Detuvo la vista en mis rodillas con curiosidad, pero en el fondo con indiferencia. Los músculos no debían de llamarle la atención puesto que ella misma los tenía. Se le marcaban bajo la tela tirante del pantalón. De todos modos, de un tiempo acá, el rostro le había adelgazado y ahora los ojos resultaban más grandes, dos abismos en su carita. No imaginaba que pudiera existir una chica que me gustase más que aquélla. Se echó el pelo con la mano hacia atrás.
Tal vez tengas razón y haya sido mejor así. Tendría que ser más fácil olvidar ¿no crees?
Sí, dije, tendríamos que tener un mayor control sobre la memoria.
Me miró muy interesada: ¿Tú crees?
Intuí que le iba el rollo de Alien: Nuestra capacidad de comprensión es increíblemente grande, pero la aplicamos en cosas pequeñas. Centramos nuestras grandes dotes de observación e interpretación en aspectos ridículos que sólo necesitan una ojeada. Es a lo que llamamos «enfrascarse». Días y días de darle vueltas a lo obvio, a lo que ha sido y no puede ser de otra manera. Nuestra mente no manda en nuestra mente. Eso es lo verdaderamente terrible. Ahí está el reto de la humanidad.
Pareces mayor de lo que eres. En serio ya has madurado. Se nota que todo lo que dices es producto de tus reflexiones. Me encanta la gente que reflexiona. Eduardo, que es el genio de la familia, se basa más en lo que oye y en lo que lee. No es como tú. Tú eres sensible.
Había anochecido. Le dije:
Si quieres, puedes fumar en el jardín. Te acompaño.
No fumé porque un deportista no debe fumar, y además no tenía la costumbre de hacerlo, pero en ese momento la simple idea de estar con Tania y el encontrarme en casa del Veterinario me habían dado ganas de fumar. Me quedé mirando al cielo. Aún no había muchas estrellas. La luna estaba muy baja y anormalmente grande. Se apoyaba sobre el centro comercial en construcción, hacia el que se deslizaban los chalets, jardines y árboles de este lado del cerro.
Le señalé el tejado de su casa: Mira, Venus, está encima de esta casa.
Parece que la hubiera elegido ¿verdad?, dijo. Me enamoré de un hombre que me lleva veinte años. Creí que la edad no tenía importancia.
¿Y la tiene?
Sentía frío en las piernas. Arriba llevaba la sudadera, pero en las piernas desnudas tenía carne de gallina. Así que me pareció una eternidad el tiempo que tardó en contestar.
Siempre he oído decir que no la tiene, que el amor está por encima de todas las diferencias, sin embargo, el amor es cosa de dos personas concretas con diferencias concretas, y si he de serte sincera, creo que sí que tienen importancia y mucha.
Se quedó ensimismada. Antes de decirle que debía irme, pensé muy bien cómo decirlo. Lo escribí mentalmente.
Mira, dije, ahora tengo que marcharme, pero yo todos los días paso por aquí corriendo más o menos a la hora que he pasado hoy, si coincidimos podríamos proseguir esta conversación. Vamos, si a ti te apetece y no tienes nada que hacer. Y a continuación solté el topicazo: No todos los días se tiene la oportunidad de hablar con alguien como tú, normalmente es todo tan corriente y tan aburrido.
Pensé que al final había metido la pata, que se me había visto el cartón. Pero ante mi sorpresa la vi sonreír.
Está bien, a mí me ocurre lo mismo.
A partir de ese momento mi vida se iba a dirigir única y exclusivamente al segundo encuentro con Tania. A ninguna le quedaban los pantalones como a ella. Todas tenían el culo muy grande o muy escurrido. El de Tania llenaba los pantalones todo lo que debía llenarlos, ni más ni menos. Me encantaba verla, me hubiera podido quedar dormido aquella tarde viéndola sentarse y levantarse sin cesar del sofá de su casa e ir hacia la puerta con esos pantalones demasiado claros para estar ya casi en invierno sobre unas botas marrones, que le daban un aire tan suyo. Sabía que en la casa del Veterinario había un buen gimnasio que utilizaban ella y su padre, algo menos su madre y de ningún modo Eduardo, y de pronto me vino a la mente la adorable posibilidad de que hiciésemos pesas juntos y solos. Y de inmediato la desagradable sensación de que siguiésemos los pasos de mi madre y Míster Piernas.
Dejé pasar unos días sin volver a ir por allí. Andaba como aturdido, el tiempo me resbalaba. Sólo existía ella y todo lo demás era su prolongación, desde el instituto hasta las mallas de mi madre, pasando por los perros que se desfogaban por la vereda. Al mediodía me pasaba por la cafetería del Híper a tomarme una porción de pizza y una Coca-Cola. Y allí parecía que me olvidaba un poco de esa vaga idea de estar con ella. Me daba una vuelta, con los walkman puestos, por todas las secciones y aceptaba muestras de cremas y colonias que luego tiraba a la papelera. En jardinería me sentaba un rato en un conjunto de banco y sombrilla que me gustaba especialmente y respiraba el penetrante olor a tierra mojada que emanaba de las macetas.
Ya me había olvidado de la Nochevieja y de la fiesta en el Zoco Minerva cuando mi madre me vino con un catálogo de ropa de caballero de El Corte Inglés. Señaló una página.
Elige el que quieras. Ya es hora de que tengas un buen traje.
Debía admitir que de un tiempo a esta parte todo lo que iba deseando se iba cumpliendo y eso me confundía porque nunca antes me había sucedido. Cuando en los exámenes deseaba ardientemente que salieran las preguntas que me sabía, jamás habían salido. Cuando de pequeño llamaban a la puerta por la noche y yo quería que fuese mi padre, que me traía un regalo, nunca era mi padre. Cuando en alguna parte repartían premios, yo no era de los elegidos, salvo en los casos en que todo el mundo tenía uno. Cuando pedí un perro, se me negó. Y no se me había ocurrido quejarme porque distinguía perfectamente entre las apetencias que anidan en uno y los demás, o sea, los encargados de proporcionártelas, pero ahora al acceder a la esfera de los caprichos realizados me daba cuenta de que nunca antes se me habían cumplido y mi pasado me entristecía.
Tenía ante mí la foto del traje que me gustaba y titubeé. El traje sin Tania ya no tendría sentido. Más aún, imaginaba el traje colgado en una percha recordándome lo que no tenía.
No hay prisa. Piénsatelo. Puedes elegir el que quieras. No te preocupes por el dinero.
Juro que me dieron ganas de llorar. Mi madre me deprimía profundamente.
Transcurrida una semana, pensé que ya había pasado tiempo suficiente para volver a la carga con Tania, pero entonces empezó a llover de una manera tan torrencial que era imposible que nadie corriera con aquel tiempo. La lluvia era una barrera que alejaba el cerro con todos sus chalets y su luna y sus estrellas al otro lado del universo.
Durante días esperé viendo la televisión a que se hiciera un claro en el cielo. Había vuelto a la tele y eso me asqueaba. Me asqueaba mucho a mí mismo viendo la tele mientras procuraba no pensar en Tania. No tenía mucha barba, pero la poca que tenía no me la afeitaba, ni me duchaba. La asistenta me preguntó por qué no iba al instituto. Le dije que porque no se podía ir con semejante lluvia.
Y yo qué, ¿no vengo a trabajar yo, pedazo de vago?
Creía que porque me había visto crecer podía insultarme. A mí me daba igual.
Le pregunté: ¿Crees en la suerte, en la buena suerte?
La suerte es buena o mala depende de cómo la mires. Es una invención. Salta ahora mismo del sofá, que tengo que hacer el salón.
La asistenta hacía varias casas en la urbanización, de las que la más antigua y constante era la nuestra, por eso la consideraba casi como la suya. Le dolía cuando algo se rompía o yo suspendía o mi madre estaba triste. A mi madre la quería y se refería a ella como esta pobre mujer cuando en realidad mi madre se daba la vida padre. Decía cabeceando mientras limpiaba el polvo:
Se agota en el gimnasio.
Verdaderamente, mi madre, que ya no era ninguna jovencita, regresaba molida de las sesiones de pesas y caía rendida en el sofá. Entonces la asistenta se sentaba en la parte de sofá que mi madre dejaba libre con dos cervezas, una para cada una, y mi madre le pedía que si no tenía que ir a otra casa que se quedase con nosotros a comer y a charlar un rato, a lo que la asistenta solía acceder encantada, ya fuera de horas de trabajo naturalmente. Mi madre tenía en ella una confianza ciega y se lo contaba todo. En verano se tumbaban en las hamacas en el jardín, y cuando hacía malo como ahora, en los sofás con las piernas en alto. Así que cuando mi padre se quedaba en casa más tiempo del esperado, se sentía, como todos, algo contrariada.
Decía que era la única casa en la que luego disfrutaba de lo que había hecho, del bienestar que dejaba en ella. En los días de calor el olor a limpieza perfumada, las persianas medio bajadas, las camas perfectamente hechas, la ropa planchada, salvo mis pantalones, y los baños relucientes. Y en los de frío, una pila de troncos al lado de la chimenea, que se encendiera o no se encendiera daba gusto verlos, las persianas completamente subidas y la luz y el sol resbalando por todo aquel espléndido orden. Decía que por nada del mundo dejaría nuestra casa, lo que me llevaba a admirar a mi madre, que había conseguido aquella dedicación y fidelidad pagándole tan poco.
Por encima de todo, la suerte existía y estaba a mi favor porque ocurrió lo que nunca hubiera osado soñar: me llamó Tania.
¡Qué tiempo!, ¿verdad? He supuesto que así no podrías salir a correr. Es imposible, dije.
He pensado que de todos modos podrías venir a verme. Hoy necesito hablar con alguien.
Tardaré un poco en llegar, quizá una hora. Te espero.
Eran las seis, y a las seis y cuarto ya me había duchado, afeitado, perfumado y puestos mis mejores calzoncillos, pantalones, calcetines, vaqueros, camisa y jersey. Me miré en el espejo y me pregunté si yo, con todo lo mejor que tenía, era suficiente. No se me ocurría qué añadirme. A las seis y media pasadas ya estaba recorriendo el tramo que iba de la parada del 77 a la casa del Veterinario. Por las calles fluían riachuelos de agua clara que purificaban el suelo rojizo de las aceras y que me empaparon por completo las botas. Un gran baño caído directamente del cielo. Nunca ningún aspecto de la urbanización había sido tan intenso. No me había detenido a pensar en ella en sus dos vertientes de seca y mojada. Nada tenía que ver una con la otra. A partir de ahora en la mojada estaría el cerro con sus aceras rojas y su tarde lluviosa por la que andaba yo pensando en todo esto.
Me limpié a conciencia las botas en el felpudo mientras en la placa dorada leía una vez más: «Roberto Alfaro. Veterinario». Quien ha tocado la suerte tiene que saber que su medida no suele coincidir con la de los deseos. O se pasa o no llega. En este caso la suerte se quedó corta al abrirme la puerta Eduardo.
Qué coincidencia, musculitos, estaba pensando en ti. Llegas a tiempo para jugar una partida.
Primero, desde que me había puesto como una roca me llamaba musculitos para aminorar la importancia de mi hazaña. Segundo, en esta casa había una espléndida sala de juegos con un espléndido futbolín donde Eduardo se convertía en un auténtico niño de cinco años.
Estoy cansado, dije.
No estás cansado.
Ya había retrocedido a los diez años, dentro de nada tendría siete y, si tocaba las manivelas, cinco.
Te digo que sí, ¿es que la interna no puede jugar contigo?
Pero, bueno, no te comprendo —estaba a punto de revolcarse por el suelo—. ¿Cómo es posible que no tengas ganas de darle?
Pues no, no tengo. ¿Está tu hermana?
No me hagas reír. ¿A qué viene esto?
He de hablar con tu hermana.
Hace un siglo que no nos vemos y dices que quieres hablar con mi hermana. Mi hermana no quiere hablar contigo ¿te enteras?
Eduardo era aún más caprichoso que yo. Era continuamente caprichoso y ni por un instante dejaba de serlo. Y pensé, por pensar algo de Eduardo que no fuese lo de siempre, que ésa iba a ser su perdición. Por entonces no había indicios de que fuera una persona de suerte ni de lo contrario y le era por tanto aplicable la teoría de la asistenta.
Diviértete solo, le dije.
Tania salió al vestíbulo, de donde yo no había pasado. No te esperaba tan pronto. Ya ves. Se me ha dado bien.
Eduardo se metió las manos en los bolsillos y se recostó en la pared dispuesto a no dejarnos solos.
Tania, que estaba como pensando en otra cosa, me preguntó: ¿Crees que dejará de llover?
Pasamos al salón y consideré que al fin y al cabo, aunque no en las mejores condiciones, estaba con Tania. Ella me miraba poco, el aguacero chorreaba por los cristales y era de noche. De la consulta no provenía ningún ruido. A veces nada más se oía el agua.
¿No hay consulta hoy?, pregunté.
Y los dos agacharon la cabeza. No, dijeron.
Tania le dijo a su hermano: Mamá está en la cama. Tendrías que ir a ver cómo se encuentra. No me apetece, dijo él.
Y a continuación contó una discusión que había mantenido con un profesor sobre la capacidad del ser humano para vivir completamente aislado de otros seres humanos. El profesor sostenía que no se podía, y Eduardo que sí. En fin, pobre profesor. Estuve en todo momento pendiente de la lluvia, y como no amainaba y ya eran las ocho, le dije a Tania:
¿No te gustaría fumarte un cigarrillo? Podríamos resguardarnos en el cenador.
Sólo estuvimos allí media hora, pero fue la media hora más acogedora, más íntima que se me hubiera ocurrido imaginar para aquel día. La lluvia y el tabaco nos protegían. Al fondo se veían las cristaleras del salón, desvalidas, solitarias, iluminadas remotamente, como si la casa del Veterinario ya estuviese apagándose en el futuro recuerdo de alguien. Por eso quise que el presente no fuese también un recuerdo antes de llegar a serlo y abracé a Tania.
Ella dijo: Gracias. Lo único que quería es que alguien me abrazara.
Yo sólo era alguien. Primero había necesitado hablar con alguien, y ahora que alguien la abrazara. Y me parecía bastante, sólo un idiota hubiera pretendido ser, así de pronto, algo más para Tania.
No llevo bien la universidad ¿sabes? Mi madre se pasa el día en la cama. Y mi padre… A Eduardo ya lo ves, no quiere saber nada de problemas.
Hoy no se ve nada en el cielo, dije yo alzando la mirada.
Daba la impresión de que el universo se hubiera alejado de la Tierra hasta no poder verse y que el planeta se hubiese quedado completamente solo, aunque yo en la soledad de Tania era feliz.
El bus bajó la pendiente a una velocidad temible, las luces de los chalets se reflejaban en el pavimento mojado, el horizonte era oscuro. Sentía deseos de que el tiempo mejorara para poder correr a gran velocidad.
Últimamente Eduardo se avenía bastante bien a mis caprichos, porque lo más seguro es que tuviese reservado alguno suyo de envergadura. Así que le propuse ir a pasear a Hugo al bosque de pinos donde había visto a Alien algunas veces con el pastor alemán. Quería escuchar a Alien porque lo que yo le decía a Tania como si fuese él a ella le interesaba de verdad.
Cuando lo vimos, la reacción de Edu fue: Vámonos para otro lado, allí está Alien.
¿Y qué? No nos va a morder.
Me acerqué a él. Eduardo se había quedado con Hugo a varios metros de distancia. Haciendo una ligera inclinación de cabeza hacia ellos dije:
Hemos venido a pasear al perro.
Y sin venir a cuento Alien dijo:
No tienes por qué preocuparte tanto, lo que haya de suceder sucederá.
En realidad no me preocupo mucho. A veces tengo cargo de conciencia por no preocuparme. Creo que mi madre tiene razón cuando dice que no sé preocuparme.
Ese chico ¿cómo se llama?
Eduardo, contesté intrigado.
Alien era muy moreno de piel, lo que a alguno podía conducirle a pensar que tomaba rayos UVA y juzgarle frívolamente, pero yo que lo había visto de cerca sabía que no era así. Tanto la coleta como el tono de la piel eran los signos visibles de su poco corriente naturaleza.
Es un pastor alemán ¿verdad?
De pura raza.
El curso que diste en la Casa de la Cultura hace un año nos dejó muy impresionados.
¿Asistió tu amigo?, preguntó mirando a Eduardo. No.
Hacía ya días que había cesado de llover, sin embargo, había algo en el aire que indicaba que había llovido mucho. Daban ganas de respirar hondo. Los pinos se iban juntando y formando una sombra cada vez más alejada y compacta. Los perros se metían por ella y desaparecían durante un rato. La vereda no se podía comparar con esto, no entendía cómo los de la vereda no traían aquí a sus perros, pero la costumbre es más fuerte que el ansia de renovación.
¿Qué tiene de interesante mi amigo?
Me compadezco de él.
¿Por qué? Él no se compadece de nadie. Absolutamente de nadie.
No tiene nada que ver lo que uno siente por los demás con lo que los demás sienten por uno. Si siempre coincidiese, vivir estaría tirado.
De inmediato pensé en Tania porque tendía a aplicarlo todo a nuestra incipiente relación. A veces sí coincide.
Sí, se puede llegar a experimentar algo semejante. ¿Qué me dices del amor?, dije.
Que en el amor hay intensidad, pero no igualdad ni semejanza de sentimientos. Se puede fantasear con experimentar las mismas sensaciones, pero ¿cómo estar seguros de que son las mismas y en el mismo grado? Por eso los amantes se someten a pruebas continuamente. Incluso el más confiado quiere saber hasta qué punto le pertenece el otro, porque se pretende que el dios creado por el amor sea nuestro esclavo. Es un infierno.
Deberías hablar de esto en el Centro Cultural.
¿Crees que existe alguien a quien le interese que le digan la verdad?
Creo que sí, dije sinceramente.
Si supiese que esa chica no te quiere y que en el fondo pasa de ti ¿te gustaría que te lo dijera?
No me importaría porque podrías equivocarte.
¿No ves? Dudarías de mí antes que afrontar la verdad.
Supuse que todo era fruto de su imaginación, él no podía saber nada de Tania. A mi edad lo normal era estar enamorado de una chica que no te hace caso.
Tu amigo no se enamorará nunca. Morirá sin saber lo que es el amor.
También yo he pensado siempre eso de Edu. Ya sabes que no soy ningún brujo, sólo tengo sentido común. Me fijo en la gente y trato de ponerme en su lugar. Entonces Edu se acercó y dijo: Estoy cansado ¿por qué no nos vamos? Alien apenas lo miró. Llamó a su perro y se dirigió a mí: ¿Crees en serio que mi conferencia interesaría?
Podría asegurar que de esta conversación arrancó la que podríamos llamar segunda época de Alien, mucho más intimista y espiritual.