Cuando Tania se matriculó en la universidad, hacía mucho que la televisión había dejado de interesarme. Iba de acá para allá con los walkman puestos escuchando música sin parar y pensando en ella, seguramente porque no tenía otra cosa en que pensar. Digamos que no tenía la cabeza llena de ideas, la tenía más bien llena de las cosas que veía y que escuchaba, o sea, de cosas que en el fondo no eran mías. Debía de ser porque no estaba acostumbrado a poseer nada mío. Me pasaba el día así: Déjame el coche. Dame dinero. Cómprame unas deportivas. Necesito un boli. ¿Puedo volver a las tres? Ni siquiera mi tiempo era mío. Me convertí en un pedigüeño. Con las chicas seguía en el mismo plan: Dame un beso. Déjame tocarte. Por favor, vente conmigo al concierto. ¿Quieres que salgamos juntos el sábado? Si la chica accedía, a continuación tenía que pedir dinero y el coche, que solía conducir por la urbanización sin carné, y en ocasiones una camisa a algún amigo.
A la asistenta le tenía que pedir que me cambiara las sábanas de la cama y que me planchara los pantalones pitillo, que según ella no debían plancharse para no darlos de sí. Si lo pensaba bien, hasta al quiosquero le pedía el periódico y luego le daba las gracias. Incluso lo que pagaba debía pedirlo y agradecerlo.
Empecé a romper con esa costumbre y a decir: Una lata de cerveza bien fría, sin gracias al final. En este sentido Míster Piernas era un asco: ¿Puedo hablar con tu mamá? Yo le contestaba con un gruñido porque a mí el monitor no me daba nada, y él lo sabía. Sabía que yo no le bloqueaba el camino hacia mi madre sin ninguna compensación por su parte. Un día le contesté: No.
¿Cómo?, dijo él extrañado y cauteloso, ¿no está en casa?
Sí está, pero se está duchando, y colgué.
Ese día mi madre daba vueltas por allí echando ojeadas al teléfono. Llegó a ponerse incluso nerviosa, hasta que decidió llamar ella. Cuando colgó me miró con ira y temor.
Le dije: Voy a coger el coche para ir a los Multicines.
¿Te das cuenta de que no tienes carné?, dijo ella.
No tengo ganas de esperar el bus.
La situación era ésta: dejaba a mi madre sin coche para ir a casa de Míster Piernas, que vivía en el cerro, adonde únicamente se podía ir en coche porque el bus que subía hasta aquellos parajes pasaba cada hora o así. Él por supuesto solía hacer el trayecto corriendo. Mi padre llegaba esa misma noche, y mi madre querría despedirse personalmente de su monitor hasta que de nuevo fuese libre.
Al materializarse mi padre cada equis tiempo en nuestra casa, mi madre tenía que hacer como si en su vida no ocurriera absolutamente nada mientras él estaba ausente. Cenábamos viendo la televisión metidos en nuestras respectivas ropas de andar por casa, y mi padre nos contaba alguna anécdota que le había pasado en el avión o en el despacho de algún cliente. Se quejaba de que nunca le llamásemos al móvil, y nosotros nos encogíamos de hombros. ¿Para qué?, decía mi madre, ¿para molestarte con alguna tontería cuando estés en una reunión importante? Y mi padre sonreía. Un día dijo que en unos años pensaba retirarse y dedicarse por entero a nosotros, y eso nos inquietó a mi madre y a mí. Era como si la casa de repente se hubiera vuelto demasiado pequeña para tres. No sé, me parecía que las casas no estaban hechas para los hombres, tan sólo para las mujeres y los hijos hasta que madurábamos lo suficiente como para no estar en ellas. Eran demasiado femeninas con tanto detalle y visillos y jabones de olores y flores y manteles bordados y cristalería. A un hombre le iba lo impersonal: habitaciones de hoteles y ropa que desaparecía sucia y aparecía limpia y planchada.
Se acabó la esclavitud, en cuanto mi padre se marchó de nuevo con todo el dolor de su corazón según decía. Y se terminaron las comidas y cenas formales y todo volvió a la normalidad. Tuve entonces la sensación de que algo había cambiado.
Una mañana de otoño en que corría un aire fresco que agitaba las ramas de los árboles y en que olía intensamente a tierra mojada aunque aún no estuviera lloviendo, Míster Piernas salió de entre los álamos y arbustos que bordeaban el camino que conducía al Zoco Minerva. Yo iba distraído con Hugo, el perro de los Veterinarios, que Eduardo me dejaba pasear a cambio de algún favor. A través de él le hablaba a Tania: Amor mío. Cielo mío. Mírame Hugo, cuando veas a tu dueña le dices que la quiero. De vez en cuando le tiraba un palito como hacía Alien con su pastor alemán. A Hugo le gustaba mucho más estar conmigo que con Eduardo. Se volvía loco en cuanto me veía. En realidad Eduardo estaba harto de animales.
Hola, me dijo Míster Piernas mientras seguía corriendo hacia atrás delante de mí.
¿Qué hay? Y le tiré un palo a Hugo.
No sabía que tuvieras perro, y al instante comprendió que tal vez había metido la pata. Y yo a mi vez me pregunté qué le contaría mi madre de mí.
Pues ya ves.
¿Es de raza?
Está muy mezclado. Nos lo encontramos hace unos años en una cuneta malherido. Los dueños lo habían abandonado y un coche lo había atropellado.
¡Hijos de puta!, dijo a punto de llorar.
Llamé a Hugo y busqué entre el pelo una cicatriz que una vez Eduardo me había enseñado.
¿Ves? Fue una salvajada.
No sabía cómo expresar toda su ira y emitió un gruñido. Dejó de saltar y se sentó en el bordillo. Los gemelos de las piernas le brillaban entre el vello marrón.
No puedo con esto. No trago con que se maltrate a los niños, a los animales ni a las mujeres.
¿Y a otro hombre?, pregunté.
Hablo de seres indefensos.
Oye, dijo, tengo que seguir corriendo, si no me enfrío, pero si algún día me necesitas para algo quiero que cuentes conmigo. Puedes encontrarme en Gym.
Ya sabes, el Gym, continuó diciendo mientras sus potentes pantorrillas lo alejaban hacia los confines de la urbanización.
Se había hecho el encontradizo conmigo, me quería comprar, ¿con qué me quería comprar? Sentía un cierto contento que me hacía sonreír y decirle cosas a Hugo. Estrellas negras y brillantes. Boca de sol. Pelo de tormenta. Acuérdate de decírselo, Huguito, guapo. Por allí había otros dueños, seguramente verdaderos, que iban y venían por la vereda con pasos cortos y pacientes, escrutando alternativamente el suelo y el cielo, mirando a la lontananza con las manos apoyadas en las caderas y la correa del can colgando de una de ellas. Los comentarios que más se oían eran: «No hace nada. Sólo quiere jugar», cuando a alguno le daba por salir disparado detrás de alguien. Éramos responsables de nuestros respectivos perros y no nos mezclábamos con los demás, porque aunque algunos se conocieran de verse todos los días e incluso fuesen vecinos o amigos, en esta vereda o en el solar o campo a través, cada uno estaba solo con sus pensamientos y su correa.
Si no fuera por la sensiblera de mi familia, te regalaba el chucho, me había dicho Eduardo, y yo pensé que no quería tener un perro mío sino de ellos, un perro acariciado y besuqueado y lavado con la manguera por Tania. ¿Para qué querría yo un perro? Ya se me había pasado la edad. En cuanto a los catorce empezamos a irnos a Madrid a todas horas, comprendí que un perro habría sido un engorro. Mi madre no tenía tiempo para ocuparse de él ni yo tampoco. Se habría muerto de hambre y soledad. Hay cariños que únicamente funcionan de visita.
Madrid era la tentación. Cines, discotecas, conciertos, concentraciones los sábados en los bulevares. No pensábamos nada más que en la ropa. De pronto caí en la cuenta de que necesitaba de todo, desde calzoncillos hasta reloj, pasando por la chupa, las zapatillas y un traje para Nochevieja.
Esta vez fui yo quien le salió al paso a Míster Piernas. Lo vi descendiendo por el paseo de álamos junto al autobús. Iba de riguroso blanco con una cinta en la frente en que ponía Gym-Jazz, idéntica a varias que tenía mi madre. Eran las cinco de una tarde de noviembre. Enseguida se hacía de noche. En los exteriores del Híper los barrenderos habían acumulado las hojas de los árboles que lo rodeaban en dos grandes montones donde se revolcaban los chiquillos y los perros. Los jardines, los paseos, las aceras se habían cubierto de melancolía. El aire era puro, entraba en los pulmones como un vaso de agua fresca. Las calles estaban más vacías que nunca porque todo el mundo había empezado algún curso de algo. Por el contrario las instalaciones del polideportivo, incluida la cafetería, estaban a rebosar de gente vestida de tenista; y la piscina, cubierta de preciosos bañadores y gafas aerodinámicas. El Gym todavía no había cerrado la matrícula, por eso Míster Piernas corría más despacio de lo habitual con el anuncio en la frente.
Me puse a correr cuando estuve más o menos a su altura. ¡Eh!, grité.
Se giró hacia mí sin dejar de dar saltitos. Veo que te has decidido. Me alegro. Es más duro de lo que pensaba. Estoy probando. Continuamos descendiendo uno junto al otro. Y el cabrón apretó el trote.
Como te decía es cuestión de hábito y disciplina. Si hoy aguantas esto, mañana aguantarás más.
¿Y aguantar es bueno para la salud?, pregunté.
¡Qué me dices, muchacho! El cuerpo se hace resistente, se convierte en una roca.
Pero ¿para qué? Tampoco es que tengamos que levantar camiones con la espalda. Con una fuerza normal uno se maneja bastante bien. No creo que haya tantas ocasiones de utilizar la musculatura.
No se trata sólo de fuerza. Hay otras cosas.
¿Otras cosas?
Sí, otras cosas.
¿Como cuáles?
Las tías se vuelven locas ¿comprendes? ¡Ah, ya! Entonces le daremos un poco a las piernas. Pero lo haces mal, por eso te ahogas, tío. Hay que llevar los brazos así. Y aunque parezca accesorio es conveniente un buen equipo. ¡Qué zapatillas, Dios! Así te van a salir ampollas, te vas a matar. ¿Es que no tienes otras?
Yo, que me había puesto unas playeras medio rotas para la ocasión, dije: No.
No puede ser que vayas con eso en los pies.
Ya lo sé, pero no tengo otras. Si conocieras bien a mi madre. Le parece completamente superfluo que me vista decentemente.
Bueno. Buscaremos una solución.
A los pocos días recibí a través de mi madre un paquete con unas deportivas Nike, una cinta para la frente del Gym-Jazz y una sudadera O’Neill. Me preguntó con una voz que se le quebraba en algunos puntos qué me mandaba su monitor, como si no estuviera al tanto. Se lo enseñé.
Dijo: Parece que le caes muy bien.
Quiere que me ponga en forma.
Empezó a venir a casa a buscarme para correr. Mi madre sacaba el tetra brik de dos litros de Solán de Cabras que tenía guardado para él en la nevera.
¡Qué rica! Decía invariablemente él. Y se miraban un instante.
Nos levantábamos y nos íbamos hacia la puerta dando saltitos de precalentamiento. Llegué a pensar que no me vendría mal ponerme como una roca, como él decía, pero sin perder nunca de vista mis verdaderos propósitos. Hablaba sin parar mientras avanzábamos hacia un horizonte imposible. Yo, enloquecido por el cansancio, casi no podía escucharle.
Él solía señalar al frente con el dedo para recordarme que el primer gran objetivo que me había trazado era poder tomarnos dos botellas de agua mineral en su casa, o sea, coronar el cerro, o sea, una hazaña bestial. Tardé quince días, y una vez conseguido, con una enorme satisfacción en su rostro, nos bebimos el agua.
Las tengo puestas a enfriar desde que nos encontramos la primera vez. Enseguida supe que eras uno de los míos.
Me tumbé en el sofá. No podía más. Creo que mojé la tapicería de sudor. Cuando me recuperé observé que tenía un salón muy masculino, o sea, asqueroso, y que el resto de la casa debía de estar por el estilo, así que me alegré de tener que beber directamente de la botella y no de un vaso. Imaginé que allí mi madre sería otra persona que no se fijase en los detalles en que ella normalmente se fijaba. Sólo que cuando estaba con el monitor no se encontraba en una situación normal, y todo le parecería bien.
Le parecería de maravilla ver los calcetines en el suelo, los cristales sucios, el jardín con hierbajos y cardos borriqueros. Le parecería romántico. Quizá fuese parte del atractivo entrar en el ámbito del desorden y el descuido, donde puede que ella también se volviese descuidada. De hecho, vi en un rincón un par de chanclas del número de mi madre. Debía de ponérselas para estar cómoda. Dejé vagar la mirada por el inhóspito jardín para no encontrar nada más de mi madre por el llamado salón. No quería ver evidencias de la presencia de mi madre en este mismo sitio en que estaba yo.
¿Te ocurre algo?, preguntó. No. Nada.
Venga, alguna chica.
Él siempre trataba de hablar del gran tema de los hombres, y a mí me producía zozobra que un día nos metiésemos en confidencias. Me daba horror llegar a enterarme de algo que pudiesen hacer mi madre y él.
No van por ahí los tiros.
Entonces…
Se trata de la Nochevieja. Vamos a hacer una gran fiesta en el Zoco Minerva.
Se me quedó mirando con expresión de estar perdido, pero al mismo tiempo de saber remotamente que le estaba pidiendo algo. Por eso decidí ser franco, y dije con mirada y voz francas:
No tengo traje para ir.
¿No tienes ningún traje?
Sí, tengo trajes, pero pasados de moda, nada decente.
Ya, dijo. Es un problema.
Claro.
Bueno, ¿quieres que bajemos corriendo o prefieres esperar el autobús?
El bus pasó por el nuevo centro comercial que estaban construyendo. Se iba a llamar Apolo para seguir con la mitología, e iba a tener tres alturas. Según descendía por el cerro, se veían las piscinas de los chalets cubiertas de hojas, algunas estaban tapadas por una lona. Grandes hileras de adosados rojos descendían suavemente a la avenida principal.
Un cielo de tormenta avanzaba sobre nosotros hacia las grandes explanadas de tejados de pizarra. Al bajar del bus empezó a llover, así que ya que estaba entrenado decidí ir corriendo a casa.
Mi madre estaba en la bicicleta estática viendo una película.
Está lloviendo, dije.
A ver si llueve de verdad, con fuerza, respondió. ¿Ha llamado papá?, pregunté por preguntar. Sí, se va aquedar el fin de semana.
No dijimos más. Ella me echó una ojeada como si ya supiese lo del traje y calculase la talla.