Vivíamos relativamente cerca del Híper y un poco más lejos del Zoco Minerva, de dos plantas y techo abovedado de cristal, donde me había montado mucho de pequeño en un Alfa Romeo que funcionaba con veinte duros. Nuestra casa era un chalet con un jardín extremadamente cuidado en la época de mi infancia y algo más salvaje en la adolescencia. Era el número dieciséis de la calle Rembrandt, que hacía un poco pendiente hasta la parada del autobús, allá abajo, al otro lado de la carretera, de donde arrancaba un enorme solar en venta que rodeaba la solitaria y pequeña marquesina roja. A veces las lunas de la marquesina, que servían para proteger del viento y la lluvia, aparecían hechas añicos, regando toda la acera de piedrecillas de cristal. Así que los viajeros se refugiaban echando pestes entre los inclementes hierros sin protección hasta que llegaba el 77. Detrás de los pobres viajeros y detrás del enorme solar se recortaba la sierra, nevada en invierno y azulada en verano. Al principio, hasta que los llanos y las pequeñas colinas no se llenaron de chalets, casi todo era un gran solar donde el verano era verano y el invierno era invierno. En verano los pájaros tenían que atravesar con gran esfuerzo la densa neblina de calor, y durante el frío el carbón brillaba como el hielo. Se habían puesto de moda la leña y el carbón, las estufas y las chimeneas, que se viera arder lo que calentaba. En las negras tardes de diciembre el fuego alumbraba nuestro salón y junto a él nos refugiábamos en medio de la intemperie que se propagaba en oleadas furiosas desde la sierra y el cielo, hasta que mi madre me ponía el anorak y los guantes y me llevaba al Zoco Minerva, y allí se tomaba una cerveza mirando cómo yo conducía el Alfa Romeo.
La mayoría de las familias no estaba dispuesta a soportar la humillación de esperar el 77 y usaba el coche o dos coches o un coche y una moto. Las bicis se solían utilizar hasta los quince años, no más. En mi misma calle vivían varios compañeros con los que fui a la guardería, luego al colegio y más tarde al instituto. Los padres más despistados no nos reconocían en cuanto dábamos el estirón y nos dejábamos el pelo largo. Mi padre, que había parado muy poco en casa mientras yo crecía, era el que menos reconocía a mis amigos. Y a veces se me quedaba observando intrigado como si tampoco me reconociera a mí. Joder, decía, cómo pasa el tiempo.
Hasta los trece, dos años antes de abandonar la bici, mi madre formó parte de un grupo de mujeres que se dedicaba horas y horas a comprar en el Híper, a llevarnos al colegio por la mañana y por la tarde a clase de inglés y a kárate, a preparar fiestas infantiles, a intervenir en las APAS, a hacer los deberes con nosotros y a esperarnos cuando, llegada la edad, decidimos marcharnos a divertirnos a Madrid y el bus se retrasaba. Hasta que un día le oí decir que había perdido su juventud. He perdido mi juventud, dijo sin dirigirse a nadie en particular, como hablando sola, y a partir de ese momento empezó a desentenderse de mí, del cuidado del jardín, de mis estudios, de las comidas, de la ropa, e incluso de mi padre, al que ya no esperaba levantada al regreso de sus continuos viajes. Había decidido ocuparse sólo de ella.
Así que yo tenía mi llave, mi dinero para comprarme, si tenía hambre, una porción de pizza o una hamburguesa y una Coca-Cola, y era libre. No ocurría nada si en lugar de ir al instituto me pasaba la mañana en el Híper o en el polideportivo viendo lo mal que jugaban al tenis los vecinos que no trabajaban. Era intrigante ver cómo se podía vivir sin trabajar. Tenían buenas raquetas, zapatillas Nike y nos daban una propina a los que nos ofrecíamos a recogerles las pelotas. Qué pasa chaval, ¿no has ido al instituto? Y yo me callaba por no decirle: Y tú qué, ¿no vas a trabajar?
El Híper también estaba lleno de tíos merodeando en plena mañana por las zonas de jardinería y de ferretería. Cuatro horas para comprar, por ejemplo, tres tornillos y una manga de riego. También el área del bricolaje era muy transitada porque siempre había que poner unas estanterías en el garaje. En la cafetería algunos se tomaban doscientos cafés leyendo el periódico y arreglando el mundo en pantalón corto si era verano y en chándal si era invierno. Todos nos conocíamos de vista, pero sólo nos saludábamos si habíamos hablado alguna vez. Alien siempre me hacía una seña con la mano en cuanto me veía entrar en la cafetería. Me acercaba. ¿Qué pasa, hoy tampoco has ido al instituto? Yo me mordía la lengua y no decía nada. Podría haber puesto una excusa como que había faltado el profesor, pero para qué, él no era mi padre.
Me daba la impresión de que Alien debía de vivir solo cerca del bosque de pinos porque a veces lo había visto por allí lanzándole un palo a un pastor alemán. Tendría unos cincuenta años y había residido mucho tiempo en Canarias cerca del Teide. Llevaba el pelo recogido en una coleta, que le llegaba a los hombros, y varios amuletos colgando sobre el vello del pecho. También los brazos los tenía muy peludos, casi no se le veía la piel. La mirada era penetrante y la voz profunda, y en aquella época siempre estaba leyendo libros de Asimov y otros relacionados con el universo.
Lo conocí por unas charlas que había dado sobre el fenómeno ovni, por eso comenzamos a llamarlo Alien. De cara al curso en el Centro Cultural se habían programado muchas actividades, desde «La decoración con flores secas» a «La España de Felipe II». Entre ellas había un ciclo de conferencias con un título muy pensado: «Otros mundos de vida». Traté de convencer a Eduardo para que nos matriculásemos, pero Edu era un racionalista puro y lo que a mí más me divertía a él le parecía descerebrado.
Me entusiasmó Alien, mucho más que cualquiera de mis profesores, creía en lo que decía. Después de oírle, a sus adeptos nos hubiera gustado que fuera verdad. Me habría encantado que en el solar situado en medio de la urbanización hubiera descendido una nave espacial llena de extraterrestres, sólo para darle la razón a Alien y para cerrarles el pico a los que le acusaban de que era un fraude. Total porque no podía demostrarlo. Entonces la Iglesia era un fraude y todas las religiones y también lo que uno piensa sobre la vida, puesto que luego la vida nunca es como se piensa.
Su rollo era científico. Abominaba de la astrología, horóscopos, fenómenos sobrenaturales, magia y otras zarandajas por el estilo. Hablaba del espacio-tiempo, de los agujeros negros, de puertas interestelares, de tecnología asombrosa, de nuevas formas de vida, de alimentación y de pensamiento. Tenía tanta información, toda ella tan exótica, que muchos le acompañaban andando y hablando hasta su casa. Para él era una obviedad que Jesucristo había sido extraterrestre, y que la Virgen María había sido fecundada in vitro. Puestos a creer ¿no nos parecía esto más creíble que la variante religiosa, que iba contra natura? Pues sí, me hizo caer en la cuenta de que la capacidad del ser humano para crear una mentira es prodigiosa.
No nos engañemos, había dicho Alien, el camino de la humanidad está dirigido a convertir la mentira en verdad.
Estuve un buen rato dándole vueltas a esta idea y llegué a la conclusión de que tenía razón. Cada uno que piense lo que quiera.
Cuando el ciclo concluyó, Alien desapareció del Centro Cultural y reapareció en la cafetería del Híper, donde teníamos la oportunidad de seguir escuchándole. Una mañana nos dio una estupenda charla a los que nos concentrábamos alrededor de su mesa sobre la teoría de las supercuerdas.
Este tío se lo inventa todo, dijo Eduardo al salir.
Se encendió un cigarrillo porque fumaba sin parar y lo cogió entre los dedos llenos de granos ensangrentados. Estábamos en mayo y le picaban mucho las manos por la cosa de la alergia. Algunos días ni siquiera podía salir a la calle. Las plantas brotaban con una fuerza increíble bajo la gran pureza de un cielo sin nubes. La luz también era pura, tanto que hasta los chalets del cerro, los más remotos, se divisaban con gran perfección, la sierra como si estuviese a cincuenta metros e incluso la antigua torre del telégrafo adonde únicamente llegaban los más esforzados con la bici. El sol rebotaba en las grandes cristaleras del Híper y saltaba al espacio como enormes espejos dorados.
Me pregunté de qué viviría Alien ahora, tal vez siguiese hablando en otros centros culturales, pero ¿cuándo?, si siempre estaba aquí. Decía que estaba escribiendo un gran libro. Se lo comenté a Eduardo puesto que él quería ser escritor. Y Eduardo dijo: ¿Aún no está escrito y ya sabe que es un gran libro? ¿Has oído a alguien decir que esté escribiendo un libro nimio? Dice que está escribiendo un gran libro y tú te lo crees. Te crees lo que dice ese ignorante.
Estaba celoso porque Alien pretendía ser colega suyo, aunque ninguno de los dos hubiera escrito todavía nada.
No sé chico, le dije, siempre está consultando libros.
Me miró de frente y se pasó la mano por el pelo, que le llegaba a los hombros. Tenía los ojos enrojecidos. La primavera lo atacaba por todos los frentes.
No te estarás riendo de mí ¿verdad?
No lo sé Edu. Bueno, no quiero decir eso, lo que quiero decir es que eres tan serio que parece que me río de ti. Está loco, dijo.
Eduardo vivía en el cerro en un chalet mucho más grande que el mío y con piscina. Yo tenía que ir a una comunal porque mi madre desde muy pronto se negó a tener que estar pendiente del cloro y de tener que retirar las hojas y las moscas muertas de la superficie. Tampoco accedió a que tuviésemos perro ni gato. Edu era mi mejor amigo y de vez en cuando me pasaba el día en su casa, pero no muy a menudo porque me gustaba estar a mi aire y puesto que no veía casi a mi madre tampoco quería ver a las de los amigos.
Tenía un perro que se llamaba Hugo. Su madre se llamaba Marina y no entraba dentro de la idea general de madre, al menos de madre tipo de la urbanización. No hablaba alto, ni regañaba a sus hijos a gritos, ni tenía resistencia para tirarse una hora charlando de pie derecho en la calle con alguna vecina. Tanto en la puerta del colegio como entre los puestos de fruta del Híper resultaba fuera de lugar o de tiempo. Parecía haber venido de uno de esos lugares lejanos de los cuentos en que siempre hay una princesa o un hada con los ojos verdes, la piel muy blanca y el pelo rubio, largo y ondulado con una corona de perlas y brillantes encima. Era famosa por su alergia al sol, al frío, a la primavera, a la leche y al chocolate, y por su gran fragilidad. Siempre, en cualquier sitio, iba envuelta en chales para protegerse de las corrientes de aire y quizá de todo lo que le era adverso. Daba la sensación de que llegado el momento en lugar de morirse se desintegraría en el aire.
Si se pensaba bien, era sorprendente que hubiera podido tener hijos de carne y hueso. Mi madre la llamaba la señorona porque tenía una interna uniformada y nosotros nada más que una asistenta por horas.
A Eduardo su madre le cargaba por su gran parecido con ella. También era blanco, rubio y alérgico, y guapo hasta hacer ruborizar porque parecía una chica guapa, pero en chico, lo que resultaba muy confuso. Así que si se la encontraba por ahí se hacía el distraído. No soportaba verla avanzar hacia la peña de amigos con su chai y sus andares de bailarina que se pasa la vida en el aire. Se avergonzaba de ella. Más o menos como yo de la mía. Era muy raro que alguno de nosotros, me refiero al colegio e instituto en bloque, quisiera mostrar voluntariamente a sus progenitores o ser visto junto a ellos.
Tanto al lado de la verja como en la puerta de entrada de la casa de Edu, había una placa que nunca dejó de estar dorada y brillante y en la que se leía: «Roberto Alfaro. Veterinario». Así que a Roberto, el padre de Edu, lo llamábamos el Veterinario, y a él y a Tania, su hermana, los hijos del Veterinario y a Marina, la Veterinaria, y cuando nos referíamos a toda la familia en conjunto, los del Veterinario. Aunque trabajaba en una clínica en Madrid, habían acondicionado el garaje como consulta y atendía a la clientela de la urbanización algunas tardes y los fines de semana. Los animales más asiduos eran perros y gatos, pero también pude ver algún loro, pájaros pequeños de todo tipo en sus jaulas y hasta un mono.
De niño el interior de la casa me parecía diferente al del resto de los chalets, sobre todo por aquel barullo de ladridos y maullidos que llegaban de la consulta, y por lo sombría que estaba con todas las persianas a medio bajar y por un largo pasillo que la cruzaba desde el vestíbulo hasta la cocina dejando a los lados puertas fantasmales y cierta confusa claridad. Alguna que otra vez se veía entrar y salir al Veterinario con una bata blanca y la musculatura de los brazos y la espalda pronunciándose bajo la tela. También tenía grandes manos y firmes mandíbulas, y en general todo su cuerpo era tan fuerte que hubiera podido cargar enormes lanzas y pesadas armaduras.
Pero sin lugar a dudas lo que de verdad me gustaba era ver a Tania lavar a Hugo con la manguera. Se le volcaba sobre los ojos una buena mata de pelo castaño y brillante que trataba de apartar con la mano mojada, dejando al descubierto los labios rellenos de rojo, mientras que alrededor las rosas reventaban el aire. Era dos años mayor que nosotros, de modo que cuando tuve ocho ella ya tenía diez, y a los dieciséis míos, ella dieciocho, la edad de marcharse a la universidad.
Al fondo de nuestras vidas estaban las montañas y más cerca lo que fueron sembrados, cubiertos día a día por vastas extensiones de chalets adosados, pareados y aislados con o sin piscina y con césped en los jardines, tanto en los grandes como en los pequeños. Los pinares. Los olivos. Y cuando nos alejábamos con las bicis hacia los búnkers de la Guerra Civil, el pequeño y sucio rebaño de ovejas que lentamente iba y que lentamente venía. El rebaño quieto en medio del campo como los árboles, las florecillas y las nubes en el cielo. Las graveras y una laguna ennegrecida por arbustos de un verde anormalmente oscuro. La fábrica de yeso al otro lado de la autopista.
El lago era raro y feo. Por eso íbamos allí, sobre todo al anochecer, para sentir un poco de miedo. Y la mayoría de las veces por insistencia de Eduardo. Decía que iba a ser escritor y que estaba tomando notas. A mí me impresionaba que todo aquello que hacíamos y que veíamos le fuese a servir para algo. Seguramente esto era lo que le hacía ser como era. Sabía que no era del montón. Y más de una vez me quedé con ganas de preguntarle cómo se sabe una cosa así, pero precisamente es algo que no se debe preguntar.
En cuanto terminamos la Primaria, los hijos del Veterinario fueron llevados a un colegio privado. Los recogía muy temprano un bus del colegio en la misma parada del 77 y los devolvía por la tarde vestidos de gris y azul marino, o sea, falda tableada gris, y medias hasta la rodilla, jersey y abrigo azules para ella, y lo mismo para Edu pero con pantalones. También entonces sentí algo así como si yo no pintase nada en el mundo exterior, o sea, fuera de la urbanización, lo que era dramático porque la urbanización ya era el exterior. Sin embargo, daba la impresión de que los hijos del Veterinario fuesen los elegidos para entrar y salir del corazón del mundo.
Por esta época mi madre empezó a frecuentar un gimnasio, el Gym-Jazz, donde pasó del aerobic a las pesas y donde, sobre todo, se sometía a largas sesiones de sauna. Acabó descuidando por completo mi formación. En el fondo sólo le interesaban sus nuevos músculos y su nueva piel cien mil veces purificada. Se me quedaba mirando en las raras ocasiones en que me tomaba la lección como si yo fuese uno de los extraterrestres de los que hablaba Alien. Cuando coincidía con la Veterinaria en el gimnasio siempre se refería a ella con desprecio, además de por ser una señorona y no tener que dar ni golpe, por lo débil que era. Qué delgaducha es. Qué poca fuerza tiene. No aguanta la sauna. Mi madre daba miedo, yo no acertaba a ver el límite de todo aquello, no quería que se convirtiera en una de esas que salen en televisión con un biquini mínimo sobre espantosos músculos llenos de venas.
Mi padre no se enteraba de nada. Nuestra casa era una escala entre viaje y viaje y nunca fue a ver a mis profesores ni llegó a conocer bien a los vecinos, los confundía unos con otros. Formaba parte del reducido grupo de personas que vivía allí, pero a los que no se veía nunca, frente a los que se veía constantemente. Eso sí, nunca tuve que soportar su presencia en los partidos de fútbol ni en las entregas de trofeos en que todos los niños salíamos con una copa en la mano y una camiseta. No tuve que poner cara de circunstancias para decirles a los amigos que debía marcharme con mi padre mientras ellos se quedaban juntos. Agradecía mucho tener padre y que ese padre no fuese una carga para mí.
Tampoco lo fue para mi madre, que en los últimos años de su dedicación a la gimnasia tuvo un romance con su monitor, un chico bastante más joven que ella que todas las mañanas y todas las tardes daba una vuelta a la urbanización corriendo. Estaba tan entrenado que podía ir hablando tranquilamente y al mismo tiempo al trote la hora y media que duraba el recorrido. Al divisarlo a lo lejos o de cerca, nadie podía dejar de admirar sus piernas, ni siquiera yo, y aunque sus intereses parecían centrarse casi exclusivamente en correr y correr, había que reconocer que en nuestra urbanización posiblemente teníamos a Míster Piernas. Mi madre se irritaba con un punto de orgullo si le decía: Te ha llamado Míster Piernas. O: ¿Qué tal, os aprieta mucho Míster Piernas?
En invierno también corría exhibiéndolas en pantalón corto. Pero, para andar o simplemente estar parado hablando con las alumnas del gimnasio que se iba encontrando por la calle, llevaba un chándal azul celeste con el nombre de Gym-Jazz. Un día me dijo mientras mi madre y él se hablaban fingiendo una bochornosa naturalidad: ¿Qué pasa, chico, no te animas a ir a Gym?
No, gracias, le contesté un tanto asqueado por aquellas miradas que se les escapaban a uno y a otro delante de un chico de catorce años cargado con una mochila que debía de pesar unos doscientos kilos. Lo bonito de las series de televisión americanas era que en los colegios había taquillas para guardar los libros sin tener que acarrearlos diariamente y que se conducía muy pronto, que a mi edad ya iban al colegio en un cochazo.
En aquella confusa época de mi vida chupé mucha tele, series a mediodía, por la tarde y por la noche. Me daban la vida del mismo modo que a mi madre se la daban las pesas, la sauna e imagino que el monitor. Como estaba tanto en casa, ella podía pasarse el día fuera con toda tranquilidad.
Había una que trataba de un germen que había venido de otro planeta a través del espacio, en la cola de un cometa o algo así, y aquí, en una zona pantanosa junto al río Mississippi, había logrado desarrollarse. Lo llamábamos el Tarzán del Espacio. Los que teníamos la suerte de no quedarnos al comedor y poder ver la tele al mediodía no hablábamos de otra cosa, y los que nos escuchaban se morían de envidia, lo que me gustaba casi tanto como ver la serie. Llegué a pensar que en aquel lugar todos, excepto mi madre y el monitor, estábamos enganchados a la tele. Los más pequeños, a los dibujos animados. Nosotros, los de mi edad, a tres o cuatro series diarias por lo menos. Las madres, a las que ponían nada más comer. Y los padres, al fútbol. Hasta que ese mismo verano en un campamento itinerante por el Alto Tajo, me curé.
Descendíamos por el río diariamente en piraguas y en cada tramo recorrido teníamos que plantar el campamento por la tarde y levantarlo por la mañana. Eduardo tuvo quemaduras de segundo grado en los hombros todo el tiempo, y aunque siempre estaba protegido por camisetas, gorra con enorme visera y cremas superprotectoras, la camiseta se le mojaba sobre las quemaduras y sufría lo indecible. Por supuesto llevaba pantalones largos de algodón para que no se le abrasasen los delgados muslos. Daba pena verlo. Mientras los demás nos bañábamos en las pozas y nos tirábamos desde los puentes, él se refugiaba bajo un árbol. Sólo se ponía bañador o pantalón corto a la caída de la tarde cuando nos reuníamos para la cena y posteriores juegos. Los primeros días, cuando su situación se hizo verdaderamente dramática, los organizadores le sugirieron hacer el recorrido en lugar de por el río en uno de los Land-Rover en que transportaban las provisiones. Le resultó muy dolorosa esta propuesta. De hecho, no ha vuelto a ir de campamento. Sin embargo, por la noche, la luz de la hoguera sólo lo iluminaba a él. Un auténtico ángel de las tinieblas entre las sombras de la noche.