—Le advierto que dispongo de muy poco tiempo. Y no adquiera la costumbre de venir a verme sin cita previa —dijo el fiscal Giarrizzo.
—Lo sé y le pido disculpas por mi irrupción.
—Tiene cinco minutos. Hable.
Montalbano miró el reloj.
—He venido para contarle el segundo fascículo, muy interesante, de las aventuras del comisario Martínez.
Giarrizzo lo miró sorprendido.
—¿Y quién es Martínez?
—¿Lo ha olvidado? ¿No recuerda al hipotético comisario del cual usted mismo me habló hipotéticamente la otra vez? ¿El que se encargaba del caso Salinas, el cobrador del pizzo que había disparado y herido a un comerciante, etcétera, etcétera?
Giarrizzo, sintiéndose pillado en falta, lo fulminó con la mirada. Respondió fríamente:
—Ahora me acuerdo. Dígame.
—Salinas afirmaba tener una coartada, pero no decía cuál. Usted descubrió que sus abogados señalarían en la sala que, a la hora en que Álvarez…
—¡Santo Dios! ¿Quién es Álvarez?
—El comerciante herido por Salinas. Los abogados defensores sostendrían que, a aquella hora, Salinas se encontraba en casa de una tal Dolores, que era su amante. Y llamarían a declarar al marido de Dolores y a la propia Dolores. Sin embargo, usted me dijo que la fiscalía creía poder desmontar la coartada, aunque no tenía la certeza. Sólo que el comisario Martínez ha de encargarse del caso de un asesinato y averigua que el muerto es un tal Pepito, un delincuente de tres al cuarto contratado por la mafia y marido de Dolores.
—¿Y quién es el asesino?
—Martínez supone que lo ha liquidado un mafioso, un tal Bellavia, perdón, Sánchez. Desde hacía tiempo Martínez se planteaba una pregunta: ¿por qué Dolores le había facilitado la coartada a Salinas? Seguramente no era su amante. Entonces, ¿por qué? ¿Por dinero? ¿Por amenazas? A Martínez se le ocurre una idea luminosa. Va a casa de Dolores, le muestra una fotografía de su marido Pepito asesinado y le dice que ha sido Sánchez. En ese momento la mujer tiene una reacción inesperada gracias a la cual Martínez descubre una verdad increíble.
—¿Cuál?
—Que Dolores ha actuado por amor.
—¿A quién?
—A su marido. Insisto: parece increíble, pero es así. Pepito es un sinvergüenza, la maltrata, le pega a menudo, pero ella lo ama y lo aguanta todo. Reuniéndose a solas con ella, Sánchez le dice que o le facilita la coartada a Salinas o matan a Pepito, al que prácticamente tienen secuestrado. Cuando Dolores descubre a través de Martínez que, a pesar de que ella había aceptado el chantaje, han asesinado a Pepito de todos modos, decide vengarse y confiesa. Y eso es todo. —Miró el reloj—. He tardado cuatro minutos y medio.
—Sí, pero verá, Montalbano, Dolores le ha confesado a un hipotético comisario que…
—Pero está dispuesta a repetirlo todo a un concreto y nada hipotético fiscal. Y a este fiscal vamos a llamarlo por su propio nombre, es decir, Giarrizzo.
—Entonces la cosa cambia. Llamo a los carabineros y los envío…
—… al patio.
—¿Qué patio?
—El de este Palacio de Justicia. La señora Siragusa, perdón, Dolores está en un coche de mi comisaría, escoltada por el inspector jefe Fazio. Martínez no ha querido dejarla sola ni un momento, ahora que ella ha hablado y teme por su vida. La señora lleva consigo una maletita con sus pocos efectos personales. A usted, dottor Giarrizzo, le resultará fácil comprender que esta mujer ya no puede volver a su casa, pues la liquidarían enseguida. El comisario Martínez confía en que la señora Siragusa, perdón, Dolores será protegida como merece. Buenos días.
—Pero ¿adónde va?
—Al bar a comerme un bocadillo.
—Y de esta manera Licco estará definitivamente jodido —dijo Fazio cuando regresaron a la comisaría.
—Ya.
—¿No está contento?
—No.
—¿Por qué?
—Porque he llegado a la verdad después de muchos, demasiados errores.
—¿Qué errores?
—Te voy a decir sólo uno, ¿de acuerdo? La mafia no contrató realmente a Gurreri, tal como tú dijiste y yo le he dicho a Giarrizzo, aunque sabía que no era cierto, sino que siempre lo ha mantenido como rehén, haciéndole creer que lo había contratado. En cambio, Ciccio Bellavia lo tenía constantemente controlado y le decía lo que tenía que hacer. Y en caso de que su mujer no declarara tal como querían, a él iban a matarlo sin pérdida de tiempo.
—¿Y eso qué cambia?
—Todo, Fazio, todo. Por ejemplo, el robo de los caballos. No pudo ser Gurreri quien lo ideara; como máximo participaría. Por consiguiente, cae la hipótesis de Lo Duca en el sentido de que se trata de una venganza de su exempleado. Y tanto menos pudo ser Gurreri quien telefoneó a la señora Esterman.
—Quizá fue Bellavia.
—Quizá, pero yo estoy convencido de que Bellavia también es un ejecutor. Y seguro que de las dos personas que pretendían quemarme la casa, el que disparó contra Galluzzo era Bellavia.
—Pues entonces, ¿detrás de todo estarían los Cuffaro?
—Ahora ya no me cabe duda. Augello acertaba al decir que Gurreri no tenía la cabeza tan en su sitio como para urdir un plan de esta clase, y tú acertabas al sostener que los Cuffaro querían que yo actuara de cierta manera en el juicio. Pero ellos también han cometido un error. Han despertado al perro que dormía. Y el perro, o sea yo, ha despertado y los ha mordido.
—Ah, dottore, olvidé preguntárselo: ¿cómo se lo tomó Galluzzo?
—Bien, en resumidas cuentas. Por otra parte, disparó en legítima defensa.
—Perdone, pero usía le dijo a la Siragusa que quien había matado a su marido era Bellavia.
—Ya, bueno, si es por eso, también se lo he dicho al fiscal Giarrizzo.
—Sí, pero nosotros sabemos que no fue él.
—¿Tantos miramientos tienes con un delincuente como Bellavia, del que sabemos que, como mínimo, lleva tres homicidios a sus espaldas? Tres y uno, cuatro.
—No es que tenga miramientos, dottore, pero Bellavia dirá que no ha sido él.
—¿Y quién lo creerá?
—¿Y si cuenta cómo fue verdaderamente la historia? ¿Que quien abrió fuego contra Gurreri fue un policía?
—Entonces tendrá que contar el cómo y el porqué. Tendrá que revelar que fueron a mi casa con la intención de incendiarla para influir en mi actitud en el caso Licco. En otras palabras, tendría que sacar a relucir a los Cuffaro. ¿Le conviene?
Mientras regresaba a Marinella, lo asaltó un hambre canina. En el frigorífico había un plato rebosante de caponatina que perfumaba el alma y un plato de espárragos silvestres, de esos tan amargos como un veneno, aliñados tan sólo con aceite y sal. En el horno encontró una barra de pan de harina de trigo. Puso la mesa de la galería y comió. La noche era de una espesa oscuridad. A escasa distancia de la orilla había una barca con el farol encendido. La miró con un suspiro de alivio, porque ahora estaba seguro de que en aquella barca no había nadie vigilándolo.
Se fue a la cama y empezó a leer uno de los libros suecos que se había comprado. El protagonista era un colega suyo, el comisario Martin Beck, cuya manera de llevar a cabo las investigaciones le gustaba mucho. Cuando apagó la luz, ya eran las cuatro de la madrugada.
Como consecuencia de ello, despertó a las nueve, pero sólo porque Adelina hizo ruido en la cocina.
—Adelì, ¿me traes un café?
—Listo lo tiene, dutturi.
Se lo bebió poco a poco, saboreándolo, y después encendió un cigarrillo. Se lo terminó y fue al cuarto de baño. Después, vestido y preparado para salir, se dirigió a la cocina para tomarse, como de costumbre, la segunda taza.
—Ah, dutturi, siempre me olvido de darle una cosa —dijo Adelina.
—¿Qué es?
—Me la dieron en la lavandería cuando fui a recoger sus pantalones. La encontraron en el bolsillo.
La asistenta tenía el bolso encima de una silla. Lo abrió, sacó algo y se lo tendió al comisario.
Era una herradura.
Mientras el café se le derramaba por la pechera, Montalbano sintió que la tierra se abría de nuevo bajo sus pies. ¡Dos veces en veinticuatro horas era francamente demasiado!
—¿Qué pasa, dutturi? Se ha manchado la camisa.
Montalbano no podía hablar; siguió contemplando la herradura con los ojos desorbitados, sorprendido, extrañado, perplejo, aturdido, boquiabierto.
—¡Dutturi no me asuste! ¿Qué tiene?
—Nada, nada —consiguió articular. Cogió un vaso, lo llenó de agua y se lo bebió de golpe—. Nada, nada —le repitió a Adelina, que continuaba mirándolo preocupada con la herradura en la mano—. Dámela —dijo mientras se desabrochaba la camisa—. Y prepárame otra cafetera.
—Pero ¿no le hará daño tanto café?
Montalbano no contestó. Se dirigió como un sonámbulo al comedor y, sin soltar la herradura, levantó el auricular y marcó el número de la comisaría.
—Aquí la comis…
—Catarella, soy Montalbano.
—¿Qué pasa, dottori? ¡Tiene una voz muy rara!
—Oye, esta mañana no voy al despacho. ¿Está Fazio?
—No, siñor, no istá.
—Cuando llegue, le dices que me llame.
Fue a abrir la cristalera, salió a la galería, se sentó, dejó la herradura en la mesa y se puso a mirarla como si fuera una cosa jamás vista en su vida. Poco a poco sintió que su cabeza volvía a funcionar.
Y lo primero que recordó fueron unas pocas palabras del doctor Pasquano.
«Montalbano, esto es una señal evidente de vejez. La señal de que sus células cerebrales se desintegran cada vez a mayor velocidad. El primer síntoma es la pérdida de memoria, ¿lo sabe? ¿Todavía no le ha ocurrido que hace una cosa y, un instante después, olvida que la ha hecho?».
Le había ocurrido. ¡Vaya si le había ocurrido! Había guardado la herradura en el bolsillo y se había olvidado de ella por completo. Pero ¿cuándo? Pero ¿dónde?
—Aquí tiene el café —dijo Adelina, dejando sobre la mesa una bandeja con la cafetera, la taza y el azúcar.
Montalbano se bebió una taza hirviente y amarga mientras contemplaba la playa desierta.
Y de repente apareció en la playa un caballo muerto, tumbado. Y se vio a sí mismo agachado delante del animal, alargando una mano y tocando una herradura casi totalmente desprendida que colgaba sujeta únicamente por un clavo apenas hundido en el casco…
Y después, ¿qué había sucedido?
Que algo… algo… ¡Ah, sí! Fazio, Gallo y Galluzzo salieron a la galería y él se levantó guardándose la herradura en el bolsillo.
Después fue a cambiarse los pantalones, que tiró a la cesta de la ropa sucia.
Luego se dio una ducha, habló con Fazio y, cuando llegaron los astronautas, el cadáver del animal ya no estaba allí. «No perdamos los nervios, Montalbano. Hace falta otra taza de café. Bueno pues, empecemos por el principio».
Durante la cacería, el pobre caballo moribundo consigue huir a la desesperada por la arena…
¡Dios mío! ¿A ver si la verdadera pista de arena de la pesadilla era esa precisamente? ¿A ver si él había interpretado erróneamente el sueño?
… llega bajo su ventana y se desploma muerto. Pero sus verdugos tienen que hacerlo desaparecer. Se organizan con un carretón de mano y una camioneta, lo que sea. Cuando llegan poco después para recoger el cadáver, descubren que el comisario ha visto el caballo y ha bajado a la playa. Entonces se esconden y esperan el momento oportuno, que se produce cuando él y Fazio se dirigen a la cocina, que no tiene ventanas hacia la parte del mar. Envían a un hombre para explorar. El tipo los ve conversando tranquilamente en la cocina y hace señas de vía libre a los demás sin dejar de vigilarlos. Y en un abrir y cerrar de ojos, el cadáver del caballo desaparece. Pero entonces…
¿Había café para otra taza?
Ya no quedaba más en la cafetera y no tuvo el valor de pedirle a Adelina que le preparara otra. Se levantó, fue en busca de una botella de whisky y un vaso y se dispuso a regresar a la galería.
—¿A primera hora de la mañana, dutturi? —le reprochó la voz de Adelina, que lo miraba desde la puerta de la cocina.
Esa vez tampoco contestó. Se sirvió el whisky y empezó a beber.
Pero entonces, si lo estaban vigilando mientras examinaba el caballo, seguramente habrían visto cómo recogía la herradura y se la guardaba en el bolsillo. Lo cual significaba que…
«… que te has equivocado del todo, pero lo que se dice del todo, Montalbà. Su propósito no era condicionar tu comportamiento en el caso Licco, Montalbà. El caso Licco no tiene una mierda que ver».
Querían la herradura. Era eso lo que buscaban al registrar la casa. Incluso le habían devuelto el reloj para que comprendiera que no era cosa de ladrones.
Pero ¿por qué tenía tanta importancia aquella herradura?
La única respuesta lógica era esta: porque mientras él la tuviera en su poder, sería inútil el robo del cadáver.
Pero si para ellos era tan vital, ¿por qué no habían vuelto después del fallido intento de incendio?
Muy fácil, Montalbà. Porque Galluzzo disparó contra Gurreri y este acabó muerto. Un contratiempo. Pero seguramente volverían a presentarse, de una u otra manera.
Entonces decidió examinar de nuevo la herradura. Era normalísima, como las decenas que había visto. ¿Qué tenía de especial que ya había costado la vida de un hombre?
Levantó los ojos para contemplar el mar y un relámpago lo deslumbró. No, no había ninguna barca con alguien mirándolo con unos gemelos. La luz se había encendido en su cerebro.
Se levantó de golpe, fue corriendo al teléfono y marcó el número de Ingrid.
—¿Tiga? ¿Guién habla?
—¿Está la señora Rachele?
—Dú esbera.
—¿Diga? ¿Quién es?
—Soy Montalbano.
—¡Salvo! ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Sabes que estaba a punto de llamarte? Ingrid y yo habíamos pensado invitarte a cenar esta noche.
—Sí, de acuerdo, pero…
—¿Adónde quieres que vayamos?
—Venid a casa, os invito yo. Le diré a Adelina que… pero…
—¿Qué son todos esos peros?
—Dime una cosa, Rachele. Tu caballo…
—¿Sí? —preguntó ella con repentino interés.
—¿Las herraduras de tu caballo tenían algo especial?
—¿En qué sentido?
—No sé, yo de eso no entiendo; ya lo sabes… ¿Las herraduras tenían grabado algo especial, una señal cualquiera…?
—Sí. Pero ¿por qué lo preguntas?
—Una idea estúpida. ¿Qué señal es?
—En el centro de la curva, en la parte superior, hay una pequeña uve doble. Me las hace ex profeso un herrero de Roma que se llama…
—Para sus caballos, ¿Lo Duca se sirve del mismo…?
—¡Pero qué ocurrencia!
—¡Lástima! —dijo decepcionado.
Y colgó. No quería que Rachele empezara a hacer preguntas. La última pieza del rompecabezas que había comenzado a formarse en su cabeza a partir de la noche pasada en Fiacca había ido a parar a su lugar correspondiente, dándole sentido a todo el proyecto.
Le dio por cantar. ¿Quién se lo prohibía? Empezó a voz en grito con Che gélida manina de La Bohème.
—Dutturi! Dutturi! Pero ¿qué le pasa esta mañana? —preguntó la asistenta, al tiempo que salía precipitadamente de la cocina.
—Nada, Adelì. Ah, oye. Prepara cosas buenas para esta noche. Vendrán dos personas a cenar.
Sonó el teléfono. Era Rachele.
—Se ha cortado la comunicación —dijo el comisario.
—Oye, ¿a qué hora quieres que vayamos?
—¿Os iría bien a las nueve?
—Muy bien. Hasta esta noche.
Colgó y volvió a sonar el teléfono.
—Soy Fazio.
—Ah, no; he cambiado de idea. Voy para allá. Espérame.
Se pasó todo el camino cantando; para entonces, aquellas notas y palabras ya no se le iban de la cabeza. Y cuando ya no las recordaba, volvía a empezar por el principio.
—Se la lasci riscaldaare…
Llegó, aparcó y pasó delante de Catarella, que se quedó como hechizado y boquiabierto al oírlo cantar.
—Cercar che giova… Catarè, dile a Fazio que vaya ahora mismo a mi despacho. Se al buio non si troova…
Entró en su despacho, se sentó en su sillón y se reclinó.
—Ma perfortunaaa…
—¿Qué hay, dottore?
—Fazio, cierra la puerta y siéntate. —Sacó del bolsillo la herradura y la depositó encima del escritorio—. Mírala bien.
—¿Puedo cogerla?
—Sí.
Mientras Fazio la examinaba, él siguió canturreando en voz baja.
—È una notte di luuuna…
Fazio lo miró con expresión inquisitiva.
—Es una herradura normal y corriente.
—Precisamente, y por eso hicieron todo lo humano y lo divino para tenerla: allanaron mi casa, intentaron incendiarla, Gurreri nos dejó la…
Fazio puso los ojos como platos.
—¿Era por esta herradura por lo que…?
—Sí señor.
—¿La tenía usía?
—Sí señor. Y me había olvidado por completo.
—¡Pero es una herradura sin ninguna particularidad!
—Esa es precisamente su particularidad: la de no tener ninguna.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que el caballo que mataron no era el de Rachele Esterman. —Y siguió cantando en voz baja—: Vivo in poovertà mia lieta…