—Bueno pues: Gerlando Gurreri, nacido en Vigàta el… —empezó Fazio, leyendo el papel.
Montalbano soltó un reniego, se levantó de un salto, se inclinó por encima del escritorio y le arrancó bruscamente la hoja de la mano. Y mientras Fazio palidecía, el comisario la arrugó hasta formar una pelota y la tiró a la papelera. No soportaba aquellas letanías propias de registro civil que tanto complacían a Fazio; a él le recordaban las intrincadas genealogías de la Biblia: Jafet, hijo de José, tuvo catorce hijos, Raquel, Abraham, Lot, Asanagor…
—¿Y ahora cómo lo hago? —preguntó Fazio.
—Me dices lo que recuerdes.
—Pero ¿después podré recoger la nota?
—De acuerdo.
Fazio pareció tranquilizarse.
—Gurreri tiene cuarenta y seis años y está casado con… no me acuerdo, lo tenía escrito en la hoja. Vive en Vigàta, en vía Nicotera treinta y ocho…
—Fazio, te lo digo por última vez: déjate de datos personales.
—Bueno, bueno. Gurreri ingresó en el hospital de Montelusa a principios de febrero de dos mil tres; no recuerdo la fecha exacta porque la tenía escrita en la…
—Que se vaya al carajo la fecha exacta. Y como te atrevas a repetirme que algo lo tenías escrito en la hoja, la saco de la papelera y te obligo a comértela.
—De acuerdo, de acuerdo. Gurreri estaba inconsciente y lo acompañaba alguien cuyo nombre no recuerdo, pero lo tenía escrito en…
—Mira que te la estás ganando…
—Perdone, se me ha escapado. Ese sujeto trabajaba con Gurreri en la cuadra de Lo Duca. Declaró que Gurreri había sido alcanzado accidentalmente por una gruesa barra de hierro, la que se utilizaba para cerrar el acceso a la cuadra. Resumiendo, tuvieron que trepanarle el cráneo o algo parecido porque un gran hematoma le comprimía el cerebro. La operación fue un éxito, pero Gurreri quedó inválido.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que empezó a sufrir pérdidas de memoria, algún desvanecimiento, repentinos arrebatos de furia, cosas así. Lo Duca le ha pagado tratamientos y especialistas, pero no se puede decir que haya habido mejoría.
—En todo caso empeoramiento, por lo que dice Lo Duca.
—Eso por lo que respecta al hospital, pero hay otras cosas.
—¿O sea?
—Antes de trabajar con Lo Duca, Gurreri se había pasado unos cuantos añitos en la cárcel.
—Ah, ¿sí?
—Sí, señor. Robo con escalo e intento de homicidio.
—Vamos bien.
—Por la tarde procuraré enterarme de lo que se dice de él por el pueblo.
—Muy bien, ya puedes retirarte.
—Disculpe, dottore, ¿puedo recoger la hoja?
* * *
Montalbano se fue a Montelusa a las cuatro y media. Cuando llevaba diez minutos de camino, el coche que iba detrás le tocó el claxon. Montalbano se desplazó lateralmente para cederle el paso, pero el otro se adelantó muy despacio, se situó a su lado y le dijo:
—Mire que lleva un neumático pinchado.
¡Virgen santa! ¿Y ahora cómo lo hacía, si jamás en su vida había conseguido cambiar una rueda? Por suerte, en aquel momento pasaba un automóvil de los carabineros. Levantó el brazo izquierdo y aquellos se detuvieron.
—¿Necesita algo?
—Sí, gracias. Infinitas gracias. Soy el aparejador Galluzzo. Si fueran ustedes tan amables de cambiarme la rueda posterior izquierda…
—¿Usted no sabe hacerlo?
—Sí, pero por desgracia tengo el brazo derecho con movilidad limitada; no puedo levantar peso.
—Lo hacemos nosotros.
Llegó al despacho del fiscal Giarrizzo con diez minutos de retraso.
—Disculpe, dottore, pero el tráfico…
Giarrizzo era un hombre cuarentón, macizo, de unos dos metros de altura por casi dos de anchura, que cuando hablaba con alguien gustaba de pasearse por la estancia, con la consecuencia de dar constantemente contra una silla, la hoja de una ventana o su propio escritorio. No porque le fallara la vista o estuviera distraído, sino porque el espacio normal de un despacho no le bastaba; parecía un elefante dentro de una cabina telefónica.
Cuando el comisario le hubo explicado el motivo de su visita, Giarrizzo permaneció un ratito en silencio. Después dijo:
—Me parece un poco tarde.
—¿Para qué?
—Para venir a expresarme sus dudas.
—Pero es que…
—Y aunque hubiera venido a manifestar certezas absolutas, también sería demasiado tarde.
—Pero ¿por qué, perdone?
—Porque a estas alturas ya se ha escrito lo que se tenía que escribir.
—Pero yo he venido a hablar, no a escribir.
—Da lo mismo. Llegados a este punto, ni una sola cosa cambiaría nada. Seguramente habrá novedades, y grandes, pero aflorarán en el transcurso de la vista oral. ¿Está claro?
—Clarísimo. Y yo he venido a decirle que…
Giarrizzo alzó la mano para detenerlo.
—Entre otras cosas, no creo que esta manera suya de agitar el asunto sea demasiado correcta. Usted, mientras no se demuestre lo contrario, también es un testigo.
Era cierto. Y Montalbano encajó el golpe. Se levantó un tanto molesto. Menudo papelón había hecho.
—Bueno, pues entonces…
—¿Qué hace? ¿Se va? ¿Se ha ofendido?
—No, pero…
—Siéntese —dijo el fiscal, golpeándose contra la puerta, que había quedado abierta.
El comisario se sentó.
—¿Podemos hablar en una línea puramente teórica? —propuso Giarrizzo.
¿Qué significaba línea teórica? Por si acaso, Montalbano accedió.
—De acuerdo.
—Pues entonces, en línea puramente teórica y sólo por mero academicismo, pongamos el caso de cierto comisario de la policía del Estado al que, a partir de ahora, vamos a llamar Martínez…
A Montalbano no le gustó el nombre que el fiscal quería imponerle.
—¿No podríamos llamarlo de otra manera?
—¡Pero ese es un detalle sin la menor importancia! De todos modos, si se empeña, sugiera el nombre que más le guste —replicó Giarrizzo, irritado, golpeándose contra un clasificador.
¿D’Angelantonio? ¿De Gubernatis? ¿Filippazzo? ¿Cosentino? ¿Aromatis? Los nombres que se le ocurrían no le sonaban bien. Se rindió.
—Bueno, dejemos Martínez.
—Bien, supongamos que ese tal Martínez que ha dirigido las investigaciones sobre una persona a quien llamaremos Salinas…
Pero ¿por qué Giarrizzo se empeñaba en utilizar nombres españoles?
—… ¿le parece bien Salinas?, acusado de haber disparado contra un comerciante que etc., etc., se da cuenta de que etc., etc., la investigación presenta un punto débil etc., etc.
—Perdone, ¿quién se da cuenta? —preguntó Montalbano, aturdido entre todos los etcéteras.
—Martínez, ¿no? El comerciante, al que llamaremos…
—Álvarez del Castillo —dijo rápidamente el comisario.
Giarrizzo pareció dudar.
—Demasiado largo. Dejémoslo en Álvarez. El comerciante Álvarez, aun contradiciéndose descaradamente, niega reconocer a Salinas, el autor del disparo. ¿Hasta aquí estamos de acuerdo?
—Estamos.
—Por otro lado, Salinas afirma tener una coartada que, sin embargo, no quiere revelarle a Martínez. Por consiguiente, el comisario sigue recto por su camino, convencido de que Salinas no desvela su coartada porque en realidad no la tiene. ¿Le parece exacto el cuadro?
—Exacto. Pero en este momento a mí… a Martínez lo asalta una duda: ¿y si Salinas tiene realmente una coartada y la expone en el juicio?
—¡Pero esa duda también asaltó a quienes correspondía la validación de la detención y después el envío a juicio! —dijo Giarrizzo, tropezando con una alfombra y amenazando con derrumbarse sobre el comisario, el cual temió durante unos segundos morir aplastado bajo el coloso de Rodas.
—¿Y cómo resolvieron la duda?
—Con un suplemento de investigaciones que terminaron hace tres meses.
—Pero yo no he…
—A Martínez no se le hizo el encargo porque ya había cumplido su papel. En resumen: parece que la coartada de Salinas es una mujer, su amante, con la cual, según él, se encontraba mientras alguien disparaba contra Álvarez.
—Disculpe. Pero si Lic… si Salinas tiene verdaderamente una coartada, eso significa que el juicio concluirá con su…
—¡Condena! —exclamó Giarrizzo.
—¿Por qué?
—Porque en cuanto los defensores de Licco expongan su coartada, la acusación sabrá cómo desmontarla. Además, los defensores ignoran que la acusación conoce el nombre de la mujer que debería facilitar esa coartada de última hora.
—¿Podría saber quién es?
—¿Usted? Comisario Montalbano, ¿usted qué tiene que ver? En todo caso, debería ser Martínez quien lo preguntara. —Se sentó, anotó algo en un papel, se levantó y le tendió la mano a Montalbano, quien se la estrechó sorprendido—. Ha sido un placer verlo. Volveremos a vernos en la sala del tribunal.
Se dispuso a salir, se dio contra la puerta cerrada, la medio desquició y salió. El comisario, todavía aturdido, se inclinó para examinar la hoja que descansaba sobre el escritorio. En ella figuraba un nombre: Concetta Siragusa.
Regresó a toda prisa a Vigàta, entró en la comisaría y le dijo a Catarella al pasar por delante:
—Llama a Fazio al móvil.
Apenas había tenido tiempo de sentarse cuando sonó el teléfono:
—¿Qué hay, dottore?
—Deja todo lo que tengas entre manos y ven ahora mismo.
—Voy enseguida.
Ahora estaba claro que él y Fazio habían emprendido un camino equivocado.
Las investigaciones sobre la coartada de Licco no las había hecho él, sino seguramente los carabineros por encargo de Giarrizzo. Y con la misma seguridad, los Cuffaro se habrían enterado de las investigaciones por parte de los carabineros.
Lo cual significaba que, fuera cual fuese la actitud que él adoptara en la sala, no podría ejercer la menor influencia en la marcha del juicio.
Y por esta razón todas las presiones sufridas, la casa patas arriba, el intento de incendio, la llamada anónima, no guardaban la menor relación con el asunto de Licco. Pues entonces, ¿qué querían de él?
Fazio escuchó en absoluto silencio las conclusiones a las que había llegado el comisario después de su conversación con Giarrizzo.
—A lo mejor tiene usted razón.
—Quita el a lo mejor.
—Habrá que esperar la próxima jugada, ya que no consiguieron incendiar la casa.
Montalbano se dio un manotazo en la frente.
—¡Ya la han hecho! ¡Y olvidé decírtelo!
—¿Qué han hecho?
—Una llamada anónima. —Y se la repitió.
—El problema es que usía no sabe qué es lo que quieren que haga.
—Esperemos que, con la próxima jugada, tal como tú dices, logremos comprender algo. ¿Has averiguado algo más sobre Gurreri?
—Sí, pero…
—¿Qué hay?
—Necesito tiempo; quiero tener una prueba.
—Dímelo a pesar de todo.
—Parece que hace unos tres meses lo contrataron.
—¿Quiénes?
—Los Cuffaro. Por lo visto han cogido a Gurreri en sustitución de Licco.
—¿Desde hace unos tres meses?
—Sí, señor. ¿Es importante?
—No sabría decirte, pero esos tres meses salen por todas partes. Hace tres meses Gurreri abandona su casa; hace tres meses se descubre el nombre de la amante de Licco, la que le proporciona la coartada; hace tres meses Gurreri es contratado por los Cuffaro… en fin.
—Si no se le ofrece nada más, me voy a seguir hablando con una vecina de la mujer de Gurreri que se la tiene jurada. Había empezado a contarme una cosa cuando usted me ha llamado, y he tenido que dejarla plantada.
—¿Ya te había contado algo?
—Sí, señor. Que Concetta Siragusa, desde hace unos meses…
Montalbano se levantó de un salto con los ojos muy abiertos.
—¡¿Qué has dicho?!
Fazio se pegó un susto.
—¿Qué he dicho, dottore?
—¡Repítelo!
—Que Concetta Siragusa, la mujer de Gurreri…
—¡Me cago en la puta! —exclamó el comisario, volviendo a caer pesadamente en la silla.
—Dottore, ¡no me asuste! ¿Qué pasa?
—Espera, deja que me recupere. —Encendió un cigarrillo.
Fazio se levantó y fue a cerrar la puerta.
—Primero quiero saber una cosa —dijo Montalbano—. Me estabas contando que la vecina dice que desde hace unos meses la mujer de Gurreri… y ahí te he interrumpido. Sigue.
—Le estaba diciendo que la mujer de Gurreri, desde hace algún tiempo, parece temer hasta a su propia sombra.
—¿Sabes desde cuándo está asustada la Siragusa?
—No, señor. Pero ¿usía lo sabe?
—Desde hace tres meses, Fazio, desde hace exactamente tres meses.
—Pero ¿cómo es que usted sabe eso de Concetta Siragusa?
—No sé nada, pero me lo imagino. Y ahora te digo cómo fue la cosa. Hace tres meses, alguien de los Cuffaro se acerca a Gurreri, que es un delincuente de poca monta, y le propone unirse a la familia. A él le parece increíble, es como conseguir un contrato indefinido después de pasar años de trabajo precario.
—Perdone, pero alguien como Gurreri, que, entre otras cosas, no anda muy bien de la cabeza, ¿de qué les sirve a los Cuffaro?
—Ahora te explico. Sin embargo, los Cuffaro le imponen a Gurreri una condición bastante dura.
—¿Cuál?
—La de que su mujer Concetta Siragusa le facilite una coartada a Licco.
Esa vez fue Fazio el sorprendido.
—¿Quién le ha contado que la amante de Licco es la Siragusa?
—Giarrizzo. No me ha dicho el nombre de la Siragusa; lo ha escrito en un papel que ha fingido dejar olvidado encima de la mesa.
—Pero ¿qué significa?
—Significa que a los Cuffaro les importa un carajo Gurreri, a ellos les interesa su mujer. La cual se ve obligada a aceptar por las buenas o por las malas, aunque se muera de miedo. Simultáneamente, los Cuffaro le dicen a Gurreri que es mejor que abandone su casa, que ellos le facilitarán un lugar seguro donde vivir. —Montalbano encendió otro cigarrillo y Fazio fue a abrir la ventana—. Y puesto que Gurreri se siente fuerte con el respaldo de los Cuffaro, decide vengarse de Lo Duca, para lo cual sus camaradas le echan una mano. Los directores de la operación de los caballos son los Cuffaro, no un pobre desgraciado como Gurreri. En resumen: desde hace tres meses Licco puede aportar una coartada de la que antes no disponía, mientras que por su parte Gurreri ha conseguido la venganza que quería. Y todos fueron felices y comieron perdices.
—Y a nosotros…
—Y a nosotros que nos den. Pero te diré más.
—Dígame.
—En determinado momento, los abogados de Licco llamarán como testigo a Gurreri. Puedes apostar a que sí. De una manera u otra conseguirán que hable ante el tribunal. Y Gurreri jurará que siempre supo que su mujer era la amante de Licco y que por ese motivo se había ido de casa, indignado, harto de sus frecuentes peleas con Concetta, la cual seguía llorando por su amor encarcelado.
—Siendo así…
—¿Y cómo quieres que sea?
—… quizá es mejor que usted vuelva al despacho de Giarrizzo.
—¿Para decirle qué?
—Lo que me ha dicho a mí.
—Yo no vuelvo ni loco al despacho de Giarrizzo… En primer lugar, porque me ha dejado claro que no es correcto que vaya allí. En segundo, ¿él ha encargado las investigaciones suplementarias a los carabineros? Pues que se las arregle con ellos. Y ahora ve corriendo a seguir hablando con la vecina.
A las ocho en punto sonó el teléfono.
—Dottori, estaría aquí la siñura Estera Manni.
¡Se había olvidado por completo! ¿Y ahora qué hacía, le decía que sí o que no?
Levantó el auricular, todavía indeciso.
—¿Salvo? Soy Rachele. ¿Te has librado del compromiso?
Montalbano advirtió en su voz una ligerísima ironía que lo irritó.
—Todavía no he terminado. —«¿Quieres hacerte la graciosa? Pues ahora cuécete en tu propio caldo».
—¿Crees que conseguirás librarte?
—Bueno, no sé si dentro de una horita… Pero a lo mejor para ti es demasiado tarde para ir a cenar.
Esperaba que contestara que, en tal caso, era mejor verse otra noche. Pero en cambio Rachele dijo:
—De acuerdo, no te preocupes; puedo cenar incluso a medianoche.
Oh, Virgen santísima, ¿y ahora cómo se pasaba una hora en el despacho sin tener nada que hacer? ¿Por qué se había hecho tanto de rogar? Por si fuera poco, le había entrado un apetito que se lo estaba comiendo vivo.
—¿Puedes esperar un momento al teléfono, Rachele?
—Claro.
Dejó el auricular sobre el escritorio, se levantó, se acercó a la ventana y fingió hablar en voz alta con alguien.
—¿Dices que no se encuentra?… ¿Que es mejor aplazarlo a mañana por la mañana?… Muy bien, de acuerdo.
Se dispuso a regresar al escritorio, pero se quedó paralizado. Delante de la puerta estaba Catarella, mirándolo con expresión preocupada y asustada.
—¿Se encuentra bien, dottori?
Montalbano, sin hablar, le hizo señas de que se retirara inmediatamente. Catarella desapareció.
—¿Rachele? Por suerte me he librado. ¿Dónde quieres que nos veamos?
—Donde tú quieras.
—¿Tienes coche?
—Ingrid me ha dejado el suyo.
¡Pero qué dispuesta se mostraba Ingrid a facilitar sus encuentros con Rachele!
—¿Ella no lo necesita?
—Se ha ido con un amigo que después la llevará a casa.
Montalbano le explicó dónde tenían que encontrarse. Antes de abandonar el despacho, recogió del escritorio la revista que le había entregado Mimì Augello. Podría servirle para llevar las riendas de la conversación con Rachele en caso de que adquiriera un sesgo peligroso.