Regresó al dormitorio para seguir arreglando el desbarajuste, y al cabo de menos de cinco minutos volvió a sonar el teléfono. Levantó el auricular y habló antes de que el otro pudiera abrir la boca.
—¡Escúchame tú a mí, hijo de la gran puta…!
—¿Con quién la has tomado? —lo interrumpió Ingrid.
—Ah, ¿eres tú? Perdona, creía que… Dime.
—Visto lo visto, no creo que estés de humor, pero lo intentaré a pesar de todo. Sólo quiero preguntarte por qué no contestas a las llamadas de Rachele…
—¿Te ha pedido ella que me lo preguntes?
—No; es una iniciativa mía después de ver lo mal que le ha sentado. ¿Y bien?
—Puedes creerme, hoy he tenido un día que…
—¿Me juras que no es una excusa?
—No te lo juro, pero no es una excusa.
—Menos mal, creía que te había dado por el rechazo católico hacia la mujer que te indujo a pecar.
—No te conviene colocarla en ese plano.
—¿Por qué?
—Porque podría contestarte que, tal como tú misma expusiste, entre Rachele y yo hubo un trueque, un intercambio. Si la señora Esterman no tiene ninguna queja al respecto…
—No la tiene. Al contrario.
—… no hay razón para hablar de ello, ¿vale?
Ingrid pareció no haberlo oído.
—¿Entonces le digo que te llame más tarde?
—No. Mejor mañana por la mañana y al despacho. Ahora tengo que… salir.
—¿Le contestarás?
—Lo prometo.
Después de dos horas de paliza, de agacharse y levantarse, de coger y recoger, de tira y afloja, el dormitorio volvía a estar como antes.
Era consciente de que debía comer algo, pero no tenía nada de apetito.
Se sentó en la galería a fumar un cigarrillo.
De pronto pensó que, tal como estaba, con la luz de la galería encendida, constituía un blanco perfecto, tanto más cuando la noche era tremendamente oscura. Pero eso de que pensaba que no tenían intención de matarlo no se lo había dicho a Fazio sólo para tranquilizarlo, sino también porque estaba profundamente convencido de ello. Tanto que había dejado la pistola, como de costumbre, en la guantera.
Además, si hubieran tomado la decisión de pegarle un tiro, ¿cómo iba a defenderse? ¿Con una pistola que a lo mejor se encasquillaba a la mínima de cambio, tal como le había ocurrido a Galluzzo, contra tres Kaláshnikov? ¿Yendo a dormir a la comisaría, tal como le había sugerido Fazio? ¡Anda ya!
A la primera salida para comer o tomar un café, el consabido motorista con casco integral habría descargado unos cuantos kilos de plomo sobre él.
¿Moverse siempre con escolta? Pero la escolta jamás había evitado un homicidio. En todo caso servía para aumentar el número de muertos: no sólo la víctima designada sino también dos o tres guardaespaldas.
Y era inevitable que así fuese. Porque quien se acerca a alguien para matarlo sabe exactamente lo que tiene que hacer, e igual ha hecho decenas de pruebas y simulaciones, mientras que los de la escolta, que están entrenados para disparar en respuesta, es decir, tras ser atacados, en defensa y no en ofensa, no saben nada de las intenciones de quien se acerca. Cuando lo comprenden unos segundos después, ya es demasiado tarde: la diferencia de pocos segundos entre el agresor y la escolta es la carta ganadora del primero.
En resumen, la cabeza de quien utiliza las armas para matar tiene una marcha más que la de quien las utiliza como defensa.
En cualquier caso, estaba nervioso; no podía negarlo.
Nervioso, no asustado.
Y también profundamente ofendido.
Al ver la casa patas arriba había experimentado una gran vergüenza. Salvando las distancias, había comprendido —aunque sólo fuera superficialmente— por qué una mujer suele avergonzarse de denunciar que la han violado.
Su casa —es decir, él mismo— había sido brutalmente violada, hurgada, revuelta por manos extrañas, y él sólo había podido hablar de ello con Fazio fingiendo tomarlo a broma. El registro de la vivienda lo había alterado mucho más que el intento de prenderle fuego.
Además, estaba la ofensa de la llamada telefónica. Sin embargo, no se trataba del tono ni del insulto final.
La ofensa consistía en que alguien pudiera pensar que él era un hombre capaz de ceder a una intimidación y actuar siguiendo la voluntad ajena, como un pelele o un pobre desgraciado de mierda. ¿Acaso les había dado pie, con un mínimo gesto o una media palabra, a tener semejante opinión de él?
Pero seguramente no se detendrían. Y demostraban tener prisa.
«Haz lo que tienes que hacer».
A lo mejor era verdad que todo lo que le estaba ocurriendo guardaba relación con el caso Licco. En toda la reconstrucción que Montalbano había hecho para enviar a Licco a la cárcel, recordaba un punto débil, pero ahora no conseguía identificarlo. Seguramente los abogados de Licco también habían reparado en ese punto débil y lo habían comentado con los Cuffaro. Y ellos se habían puesto en marcha.
Lo primero que tenía que hacer a la mañana siguiente era tomar el expediente de Licco y volver a leerlo.
Sonó el teléfono. Dejó que sonara. Poco después el aparato enmudeció. Si lo estaban mirando, habrían visto que se lo tomaba con calma, ni siquiera se levantaba para ir a contestar.
Cuando le entró sueño, decidió dejar la vidriera entornada para que, en caso de que pretendieran hacerle una visita nocturna, no tuvieran que cargársela por tercera vez.
Tras visitar el cuarto de baño, se acostó, y en cuanto estuvo entre las sábanas, volvió a sonar el teléfono. Esa vez se levantó.
Era Livia.
—¿Por qué no has contestado antes?
—¿Cuándo?
—Hace una horita.
O sea, que era ella quien había llamado.
—A lo mejor estaba en la ducha y no lo he oído.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Y tú?
—Bien. Quería preguntarte una cosa.
Ya iban dos. Primero Ingrid y después Livia. Todas tenían preguntas que hacerle. A Ingrid le había contestado con una media mentira; ¿tendría que hacer lo mismo con Livia? Forjó un nuevo refrán: «Cien embustes al día te quitan a las mujeres de encima».
—Pregunta.
—¿En los próximos días estás ocupado?
—No demasiado.
—Me apetecería mucho pasar unos días contigo en Marinella. Mañana por la tarde, a las tres, podría tomar un vuelo y…
—¡No! —La respuesta le salió a gritos.
—¡Gracias! —exclamó Livia tras una pausa.
Y colgó.
Virgen santa, ¿y ahora cómo le explicaba que aquel «no» le había salido del alma porque temía arrastrarla al maldito asunto en que estaba metido hasta el cuello?
¿Y si aquellos tipos, por casualidad, se ponían a disparar aunque sólo fuera con fines intimidatorios mientras Livia estaba con él? No; que Livia se paseara por Marinella justo en esos días no era lo más sensato.
La llamó. Aunque no esperaba respuesta, resultó que ella contestó.
—Sólo por curiosidad.
—¿Por qué?
—Por ver qué excusa has encontrado para justificar tu negativa.
—Comprendo que te haya sentado mal. Pero verás, Livia, no se trata de excusas, debes creerme, sino de que en los últimos días han entrado ladrones en mi casa tres veces y…
Livia se echó a reír.
Pero ¿de qué coño se reía, si podía saberse? Le cuentas que los ladrones entran y salen de tu casa como les da la gana y no sólo no te consuela, sino que encima la cosa le hace gracia. ¡Menuda comprensión! Empezó a ponerse nervioso.
—Oye, Livia, no veo…
—¡Ladrones en casa del famoso comisario Montalbano! ¡Vaya, vaya!
—Si te calmas…
—¡Ja, ja!
¿Colgaba? ¿Tenía paciencia? Por suerte, notó que Livia se calmaba.
—Perdona, ¡pero es que me ha parecido muy gracioso!
Esa sería la reacción de la gente si la cosa empezaba a divulgarse.
—Te cuento lo ocurrido. Es una historia curiosa. Porque esta tarde han vuelto, ¿sabes?
—¿Qué han robado?
—Nada.
—¿Nada? ¡Cuéntame!
—Hace tres noches Ingrid vino a cenar aquí… —Se mordió la lengua, pero era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho.
En el otro extremo de la línea, el barómetro empezó a registrar temporal inminente. Desde que la situación entre ambos había vuelto a normalizarse, Livia estaba dominada por unos celos que antes jamás había sentido.
—¿Y desde cuándo habéis adquirido esa costumbre? —preguntó en tono irónico y falsamente jovial.
—¿Qué costumbre?
—La de cenar los dos juntos en Marinella. A la luz de la luna. Por cierto, ¿pones una vela en la mesa?
La cosa terminó de mala manera.
Por consiguiente, ya fuera por los nervios de la visita de los que querían incendiarle la casa, ya por los nervios de la llamada anónima o por los de la discusión con Livia, el caso es que apenas durmió, y lo poco que durmió lo hizo en fracciones de veinte minutos. Despertó completamente aturdido. Una ducha de media hora y un cuarto de litro de café lo dejaron en condiciones de distinguir por lo menos la mano derecha de la izquierda.
—No estoy para nadie —masculló al pasar por delante de Catarella.
Este corrió detrás de él.
—¿Un «no estoy» tilifónico o de presencia?
—No estoy. ¿Lo entiendes o no?
—¿Ni siquiera para il siñor jifi supirior?
Para Catarella, el «siñor jifi supirior» sólo ocupaba un grado por debajo de Dios Todopoderoso.
—Ni siquiera.
Entró en su despacho, cerró con llave y, tras media hora de reniegos, encontró la carpeta correspondiente a su investigación sobre Giacomo Licco. Se pasó dos horas estudiándola y tomando apuntes.
Después llamó al fiscal Giarrizzo, que se encargaría de la acusación en el juicio.
—Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el dottor Giarrizzo.
—El dottore está en los tribunales. Le ocupará toda la mañana —contestó una voz femenina.
—Cuando regrese, ¿será tan amable de decirle que me llame? Gracias.
Se guardó en el bolsillo los apuntes y levantó el auricular.
—Catarella, ¿está Fazio?
—No, dottori.
—¿Y Augello?
—Él sí está.
—Dile que venga a mi despacho.
Recordó que había cerrado con llave, se levantó, abrió la puerta y se encontró ante Mimì Augello, que llevaba una revista en la mano.
—¿Por qué te has encerrado con llave?
Si uno hace algo, ¿quién autoriza a otro a preguntarle por qué? Aborrecía ese tipo de preguntas. Ingrid: «¿Por qué no contestas a Rachele?». Livia: «¿Por qué no has contestado a mi primera llamada?». Y ahora Mimì.
—En confianza, Mimì, pretendía ahorcarme, pero puesto que has llegado…
—Ah, pues si es esa tu intención, que por mi parte apruebo incondicionalmente, me voy ahora mismo y puedes seguir.
—Pasa y siéntate.
Mimì vio encima del escritorio la carpeta del caso Licco.
—¿Estabas repasando la lección?
—Sí. ¿Tienes alguna novedad?
—Sí. Esta revista.
La dejó en la mesa del comisario. Era una publicación bimensual, lujosa y satinada, que chorreaba dinero de los contribuyentes. Se llamaba La Provincia y su subtítulo era «Arte, Deporte y Belleza».
Montalbano la hojeó. Cuatro horrendos pintores aficionados que se comparaban como mínimo con Picasso, poesías indignas firmadas por poetisas con apellido doble (las poetisas de provincias lo hacen siempre), vida y milagros de cierto montelusano que se había convertido en teniente de alcalde de un pueblo perdido de Canadá, y finalmente, en la sección de Deportes, nada menos que cinco páginas dedicadas a «Saverio Lo Duca y sus caballos».
—¿Qué dice el artículo?
—Chorradas. Pero a ti te interesaba la foto del caballo robado, ¿no? Es la tercera. ¿Cuál montaba la señora Esterman en la carrera?
—Rayo de luna.
—Es el de la cuarta.
Al pie de cada fotografía, de gran tamaño y en color, aparecía el nombre del caballo.
Para ver mejor, Montalbano sacó una lupa del cajón.
—Pareces Sherlock Holmes —dijo Mimì.
—¿Y tú serías el doctor Watson?
No encontró ninguna diferencia entre el animal muerto en la playa y el de la fotografía. Pero de caballos no entendía nada. Lo único que podía hacer era llamar a Rachele, aunque no quería hacerlo en presencia de Mimì, pues igual ella, creyéndolo solo, se metía en temas peligrosos.
Pero, en cuanto Augello se retiró a su despacho, llamó a Rachele al móvil.
—Soy Montalbano.
—¡Salvo! ¡Qué bien! Te he llamado esta mañana, pero me han dicho que no estabas.
Había olvidado por completo que le había prometido seriamente a Ingrid contestar a la llamada de Rachele. Necesitaba otra mentira. Se le ocurrió inventarse otro proverbio: «A menudo una trola, un latazo te ahorra».
—Y no estaba, en efecto. Pero, en cuanto he regresado, me han dicho que me buscabas; por eso te llamo.
—No quiero hacerte perder el tiempo. ¿Hay alguna novedad en la investigación?
—¿En cuál?
—¡Pues en la de la muerte de Súper!
—No estamos llevando a cabo ninguna investigación puesto que no ha habido denuncia por tu parte.
—Ah, ¿no? —dijo Rachele, decepcionada.
—No. En todo caso, deberías dirigirte a la jefatura de Montelusa. Es allí donde Lo Duca denunció el robo de los dos caballos.
—Yo esperaba que…
—Lo siento. Oye, me ha caído en las manos, de manera totalmente casual, una revista donde hay una fotografía del caballo que le robaron a Lo Duca…
—Rudy.
—Sí. Me ha dado la impresión de que Rudy es idéntico al que vi muerto en la playa.
—Se parecían muchísimo, desde luego, pero no eran idénticos. Por ejemplo, Súper tenía una manchita rarísima, una especie de estrella de tres puntas, en el costado izquierdo. ¿La viste?
—Pues no, porque estaba tumbado precisamente sobre ese lado.
—Por eso lo hicieron desaparecer. Para que fuera imposible identificarlo. Cada vez estoy más convencida de que Scisci tiene razón: quieren tenerlo sobre ascuas.
—Es posible…
—Oye…
—Dime.
—Quisiera… hablar contigo. Verte.
—Rachele, debes creerme, no es ninguna mentira; me encuentro en un momento verdaderamente difícil.
—Pero tienes que comer para sobrevivir, ¿no?
—Pues sí. Pero no me gusta hablar mientras como.
—Te hablaré sólo cinco minutos, te lo prometo, cuando hayamos terminado. ¿Podríamos vernos esta noche?
—Todavía no lo sé. Hagamos una cosa: llámame a la comisaría a las ocho en punto; entonces te digo.
Cogió de nuevo la carpeta de Licco, volvió a leerla, tomó unos cuantos apuntes más. Examinó y volvió a examinar los argumentos que había utilizado contra Licco, leyéndolos con los ojos de un abogado defensor, y lo que recordaba como un punto débil ya no le parecía una simple carrera en una media, sino un auténtico agujero. Los amigos de Licco tenían razón: su actitud en la sala sería determinante; bastaría con que mostrara cierto titubeo sobre aquel punto para que los abogados convirtieran el agujero en una ancha brecha a través de la cual Licco podría salir tranquilamente, con todas las disculpas por parte de la ley.
Hacia la una, cuando abandonó su despacho para irse a la trattoria, Catarella lo llamó.
—Dottori, perdone, pero ¿usía está o no está?
—¿Quién es?
—El fiscal dottori Giarrazzo.
—Pásamelo.
—Buenos días, Montalbano, soy Giarrizzo. ¿Me ha telefoneado?
—Sí, gracias. Necesito hablar con usted.
—¿Puede pasar por mi despacho… espere… a las cinco y media?
* * *
Teniendo en cuenta que la víspera la había pasado prácticamente en ayunas, decidió desquitarse.
—Enzo, tengo mucho apetito.
—Me congratulo, dottore. ¿Qué le sirvo?
—¿Sabes qué te digo? No sé qué elegir.
—Déjeme a mí.
Al final, come que te come, pensó que le bastarían unas hojitas de menta para estallar, como aquel personaje de la película El sentido de la vida, que le había hecho mucha gracia. Pero por otra parte comprendió también que si había comido tanto era debido a los nervios.
Después de pasarse media hora larga paseando por el muelle, regresó al despacho, pero todavía se notaba la bodega demasiado cargada.
Fazio lo esperaba.
—¿Alguna novedad esta noche? —fue lo primero que le preguntó al comisario.
—Ninguna. ¿Y tú qué has hecho?
—He ido al hospital de Montelusa. He perdido toda la santa mañana. Nadie quería decirme nada.
—¿Por qué?
—La privacidad, dottore. Por otra parte, yo no contaba con ninguna autorización por escrito.
—O sea, que no has hecho nada.
—¿Y eso quién lo ha dicho? —replicó Fazio, sacando un papel del bolsillo.
—¿Quién te ha facilitado la información?
—Un primo del tío de un primo mío que he descubierto que trabaja allí.
Los parentescos, incluso los tan lejanos que ya no se consideran tales en ningún otro lugar de Italia, en Sicilia eran a menudo el único sistema para obtener información, acelerar un trámite, descubrir adónde había ido a parar una persona desaparecida, encontrar empleo para un hijo en el paro, pagar menos impuestos, conseguir entradas gratis para el cine y muchísimas otras cosas que quizá no era prudente dar a conocer a quien no fuera pariente.