Ocho

Saverio Lo Duca se levantó. Montalbano también.

—Lamento haberlo importunado tanto rato, comisario, pero comprenderá que no quería perder la valiosa ocasión que se me presentaba.

—Salvo, ¿dónde estás? —repitió Ingrid.

—¡Faltaría más! Al contrario, soy yo quien debo agradecerle sinceramente lo que ha tenido a bien decirme con tanta amabilidad.

Lo Duca insinuó una reverencia. Montalbano también. Ni siquiera en el siglo XIX entre el vizconde de Castelfrombone, de quien Godofredo de Bouillon había sido antepasado, y el duque de Lomanto, de cuartetística memoria, habría podido esperarse un diálogo tan refinado y distinguido.

Doblaron la esquina. Ingrid, vestida con elegancia exquisita, estaba delante de una cristalera mirando alrededor.

—¡Estoy aquí! —la llamó el comisario, levantando un brazo.

—Disculpe que lo deje, pero he de reunirme con… —se despidió Lo Duca, apurando el paso sin decir con quién tenía que reunirse.

En aquel momento se oyó un potente gong. A lo mejor le habían colocado delante un micrófono, pero el caso es que, al principio, sonó como el principio de un terremoto. Y fue un terremoto, efectivamente.

Desde el interior de la mansión retumbó un desordenado y orgiástico coro:

—¡Han tocado! ¡Han tocado!

Y después, todo lo que ocurrió a continuación fue justo como un alud o el desbordamiento de un río. Amontonándose, empujándose, tropezando y golpeándose unos y otros, desde las tres vidrieras se arrojaron a la alameda los componentes de una avalancha de hombres y mujeres vociferantes. Ingrid desapareció al instante; atrapada en medio, fue irresistiblemente empujada hacia delante. Se volvió hacia el comisario, abrió la boca y dijo algo, pero sus palabras fueron ininteligibles. Parecía el final de una película trágica. Aturdido, Montalbano tuvo la impresión de que en la villa se había declarado un pavoroso incendio; sin embargo, el jovial rostro de los que corrían desesperadamente le indicó que se estaba equivocando. Se apartó para que no lo arrollaran y esperó a que pasara aquella tromba. El gong había anunciado que la cena estaba a punto. Pero ¿cómo era posible que aquellos aristócratas, aquellos empresarios, aquellos hombres de negocios estuvieran siempre hambrientos? Ya se habían zampado dos bufetes de entremeses y parecía que llevaran una semana sin comer.

Cuando la oleada se agotó en un último riachuelo de tres o cuatro rezagados que corrían como especialistas de los cien metros libres, Montalbano se atrevió a volver a poner los pies en la alameda. ¡Y ahora a saber por dónde andaría Ingrid! ¿Y si, en lugar de ir a comer, le pidiera al presidiario las llaves del coche, se metiera en el mismo y se tirara unas dos horas durmiendo? Le pareció una idea genial.

—¡Comisario Montalbano! —oyó que lo llamaba una voz de mujer.

Se giró hacia el salón, del cual acababa de salir Rachele Esterman. A su lado se encontraba un cincuentón vestido de gris oscuro, tan alto como ella, medio calvo y con una perfecta cara de chivato.

Con cara de chivato el comisario se refería a una cara absolutamente anónima, una de esas que, aunque te hayas pasado un día entero viéndola, a la mañana siguiente ya no la recuerdas. Las caras a lo James Bond no son caras de espía porque, en cuanto las ves, ya no las olvidas, lo cual implica el grave riesgo de ser reconocido por los adversarios.

—Guido Costa. El comisario Montalbano.

Este tuvo que hacer un considerable esfuerzo para no seguir mirando a Rachele y volver los ojos hacia Costa. Nada más verla, se había quedado hechizado. Iba vestida con una especie de saco negro que le llegaba hasta las rodillas, sostenido por unos tirantes muy finos. Sus piernas eran más largas y bonitas que las de Ingrid. Cabello suelto sobre los hombros, gargantilla de piedras preciosas al cuello. En la mano llevaba una especie de mantón.

—¿Vamos? —preguntó Guido Costa.

Tenía voz de actor de doblaje de películas porno, una de esas voces cálidas y profundas que se utilizan en tales películas para susurrar guarradas al oído de las mujeres. A lo mejor, el insignificante Guido poseía cualidades secretas.

—No sé si encontraremos sitio —dijo Montalbano.

—No se preocupe —contestó Rachele—; tengo una mesa reservada para cuatro. Pero lo que sí será una hazaña será localizar a Ingrid.

No fue una hazaña. Ingrid los esperaba de pie junto a la mesa reservada.

—¡He visto a Giogió! —exclamó alegremente.

—¡Ah, Giogió! —repuso Rachele con una sonrisita.

Montalbano interceptó una mirada de complicidad entre ambas mujeres y lo comprendió todo. Giogió debía de ser un antiguo amor de Ingrid. Y quien dijese que la sopa recalentada no era buena quizá se equivocara en aquel caso concreto. Temió que a Ingrid se le ocurriera pasar la noche con el recuperado Giogió y él tuviera que dormir en el coche hasta la mañana siguiente.

—¿Te molesta que vaya a la mesa de Giogió? —le preguntó Ingrid al comisario.

—Ni mucho menos.

—Eres un ángel. —Se inclinó y lo besó en la frente.

—Pero…

—Tranquilo. Vengo a buscarte cuando termine la cena y volvemos a Vigàta.

Se acercó el jefe de sala, que había presenciado la escena, para retirar los cubiertos de Ingrid.

—¿Aquí le parece bien, señora Esterman?

—Sí, Matteo, gracias —contestó Rachele, y mientras el jefe de sala se alejaba, le explicó a Montalbano—: Le dije a Matteo que nos reservara una mesa lejos de la zona iluminada. Es un poco incómodo para comer, pero en compensación nos ahorraremos en parte los mosquitos.

En el prado había decenas y decenas de mesas de cuatro a diez plazas, más que perfectamente iluminadas por la cruda luz de unos cuantos reflectores que habían colocado en lo alto de cuatro torres de hierro. Seguramente enjambres de millones de mosquitos procedentes de Fiacca y demás pueblos limítrofes estaban convergiendo alegremente hacia aquella gigantesca luminaria.

—Guido, por favor, he olvidado los cigarrillos en mi habitación.

Sin una palabra, Guido se levantó y se encaminó hacia la casa.

—Ingrid me ha dicho que ha apostado usted por mí. Gracias. Le debo un beso.

—Ha hecho una espléndida carrera.

—Con el pobre Súper seguro que habría ganado. Por cierto, se me ha escapado Scisci… quiero decir Lo Duca, perdone; quería presentárselo.

—Nos hemos conocido y hasta hemos hablado.

—Ah, ¿sí? ¿Le ha comentado su hipótesis acerca del robo de los caballos y por qué mataron al mío?

—¿La hipótesis de la venganza?

—Sí. ¿La considera convincente?

—¿Por qué no?

—Verá, Scisci se ha portado como un verdadero caballero. Quería compensarme a toda costa por la pérdida de Súper.

—¿Y usted lo ha rechazado?

—Por supuesto. ¿Qué culpa tiene él? Indirectamente, quizá… Pero el pobre está tan afectado… También porque yo le he tomado un poco el pelo.

—¿Qué le ha dicho?

—Bueno, es que él presume de ser un hombre muy respetado en Sicilia y va diciendo por ahí que nadie se atrevería jamás a hacerle nada, y en cambio…

En esas se presentó un camarero con tres platos, los repartió y se retiró.

Era una sopita amarillenta con unas tiras verdosas cuyo aroma oscilaba entre la cerveza pasada y la trementina.

—¿Esperamos a Guido? —preguntó Montalbano. No por educación, sino simplemente para hacer acopio del valor necesario para introducirse en la boca la primera cucharada.

—Qué va. Se enfría.

Montalbano llenó la cuchara, se la acercó a los labios, cerró los ojos y tragó. Esperaba que, por lo menos, tuviera aquel sabor sin sabor de las sopitas del «almuerzo del pobre», pero era peor. Quemaba la garganta. A lo mejor la habían sazonado con ácido muriático. Cuando iba por la segunda cucharada y ya estaba medio asfixiado, abrió los ojos y vio que, en un santiamén, Rachele se la había terminado toda, pues tenía el plato vacío.

—Si no le apetece, démela a mí —dijo ella.

Pero ¿cómo era posible que le gustara aquella mierda? Le pasó el plato.

Ella lo tomó, se inclinó un poco, lo vació sobre la hierba del prado y se lo devolvió.

—Esta es la ventaja de una mesa poco iluminada.

Regresó Guido con los cigarrillos.

—Gracias. Tómate la sopa, querido, que se te va a enfriar. Está riquísima. ¿Verdad, comisario?

Seguro que aquella mujer tenía una faceta sádica. Obedeciendo, Guido Costa sorbió en silencio toda la sopa.

—¿Verdad que estaba buena, querido? —preguntó Rachele. Y por debajo de la mesa, rozó dos veces la rodilla con la de Montalbano en señal de entendimiento.

—No estaba mal —contestó el pobrecillo, con una voz repentinamente semejante a un rebuzno. El ácido muriático debía de haberle quemado las cuerdas vocales.

Después, por espacio de un instante, pareció que una nube hubiera pasado por delante de los reflectores.

El comisario levantó los ojos; era una nube, en efecto, pero de mosquitos. Al cabo de un minuto, en medio de las voces y las carcajadas, empezó a oírse sonido de bofetadas. Hombres y mujeres se autoabofeteaban y se daban manotazos en el cuello, la frente y las orejas.

—Pero ¿adónde habrá ido a parar mi chal? —se preguntó Rachele, mirando bajo la mesa.

Montalbano y Guido también se agacharon para buscar. No lo vieron.

—Se me habrá caído mientras veníamos hacia aquí. Voy a buscar otro, que no quiero que me coman los mosquitos.

—Ya voy yo —se ofreció Guido.

—Eres un santo. ¿Sabes dónde está? Dentro de la maleta grande. O en un cajón del armario.

O sea, que se acostaban juntos; había demasiada intimidad entre ellos. Pero entonces, ¿por qué lo trataba de aquella manera? ¿Le gustaba tenerlo como esclavo?

En cuanto Guido se retiró, Rachele dijo:

—Disculpe.

Se levantó. Y Montalbano se quedó estupefacto. Porque ella recogió con toda tranquilidad el chal —sobre el que había permanecido sentada—, se lo puso sobre los hombros, miró al comisario con una sonrisa y le dijo:

—No me apetece seguir comiendo estas porquerías.

Dio apenas dos pasos y desapareció en medio de la espesa negrura que había justo detrás de la mesa. Montalbano no supo qué hacer. ¿Seguirla? Pero ella no le había dicho que la acompañara. Después, en medio de la oscuridad, vio la luz de un mechero.

Rachele había encendido un cigarrillo y estaba fumando a pocos metros de distancia. A lo mejor le había entrado un arrebato de mal humor y quería estar sola.

Apareció el camarero con los tres platos de rigor. Esta vez había salmonete frito. A la nariz del aterrorizado comisario llegó el inconfundible tufo del pescado difunto de una semana.

—Salvo, venga aquí.

Más que obedecer a la llamada de Rachele, fue una auténtica huida del salmonete. Mejor cualquier cosa antes que comérselo.

Se acercó guiado por el puntito rojo del cigarrillo.

—Quédese conmigo —pidió ella.

A Montalbano le gustó contemplar sus labios, que aparecían y desaparecían a cada calada.

Al terminar, Rachele tiró la colilla al suelo y la aplastó con el zapato.

—Vamos.

Él dio media vuelta para regresar a la mesa, pero Rachele se echó a reír.

—¿Adónde va? Quiero despedirme de Rayo de luna, el caballo que he montado hoy. Vendrán a recogerlo mañana a primera hora.

—Perdone. Pero ¿y Guido?

—Esperará. ¿Qué han servido de segundo?

—Unos salmonetes pescados hace por lo menos ocho días.

—Guido no tendrá el valor de dejarse el suyo. —Lo tomó de la mano—. Venga. Usted no está familiarizado con este sitio. Yo lo guío.

La mano de Montalbano se sintió consolada en aquel nido tan cálido.

—¿Dónde están los caballos?

—A la izquierda del recinto de las carreras.

Se encontraban en una especie de bosque, en la más profunda oscuridad; Montalbano no conseguía orientarse y eso lo incomodaba. Corría el riesgo de partirse los cuernos contra un árbol. Pero la situación mejoró enseguida porque Rachele desplazó la mano de Montalbano a su cadera y apoyó en ella la suya, de tal manera que siguieron caminando abrazados.

—¿Así está mejor?

—Sí.

Pues claro que estaba mejor. Ahora la mano de Montalbano se sentía doblemente consolada: por el calor del cuerpo femenino y por el calor de la mano que ella mantenía apoyada sobre la suya. De repente el bosquecillo terminó y el comisario vio un amplio claro cubierto de hierba, al fondo del cual temblaba una mortecina luz.

—¿Ve aquella luz? Los establos están allí.

Ahora que ya veía mejor, Montalbano hizo ademán de retirar la mano, pero ella fue más rápida y se la estrechó con renovada fuerza.

—Quédese así. ¿Le molesta?

—N… no.

La oyó reír con sorna. Él caminaba con la cabeza gacha, mirando al suelo, pues temía pisar en falso o chocar contra algo.

—No entiendo por qué el barón ha mandado colocar esta verja que no tiene ningún sentido. Vengo aquí desde hace años y siempre está igual —dijo en determinado momento Rachele.

Montalbano levantó los ojos. Vislumbró una verja de hierro forjado abierta. A su alrededor no había nada, ni un murete ni una empalizada. Era una verja perfectamente inútil.

—No consigo comprender para qué sirve —repitió Rachele.

Sin saber la razón, al comisario lo invadió un súbito malestar. Como cuando uno se encuentra en un lugar por primera vez y, no obstante, experimenta la sensación de haber estado allí con anterioridad.

Cuando llegaron delante de los establos, Rachele le soltó la mano, librándose del abrazo. En un box asomó la cabeza de un caballo que, a su manera, había percibido la presencia de la mujer. Rachele le acercó la boca a la oreja, apoyándole un brazo en el cuello, y empezó a susurrarle. Después le acarició largo rato la testuz, se apartó, se volvió hacia Montalbano, fue hasta él, lo abrazó y lo besó, pegando lentamente todo el cuerpo al del comisario. A este le pareció que la temperatura ambiente había subido de golpe unos veinte grados. Ella se separó.

—Pero este no es el beso que le habría dado de haber sido la ganadora.

Montalbano no contestó, todavía aturdido. Ella volvió a tomarlo de la mano y tiró de él.

—Y ahora, ¿adónde vamos?

—Quiero dar de comer a Rayo de luna.

Se detuvo delante de un henil muy pequeño cuya puerta estaba cerrada, pero bastó con tirar de ella para que se abriera. El olor del heno era tan intenso que resultaba asfixiante. Rachele entró y el comisario la siguió. En cuanto él estuvo dentro, ella cerró la puerta.

—¿Dónde está la luz?

—No te preocupes.

—Pero es que así no se ve nada.

—Veo yo.

Y se la encontró desnuda entre los brazos. Se había quitado la ropa en un santiamén.

El perfume de su piel lo mareó. Colgada del cuello de Montalbano, con la boca pegada a la suya, se dejó caer hacia atrás, arrastrándolo consigo sobre el heno. Montalbano estaba tan aturdido que parecía un maniquí.

—Abrázame —le ordenó una voz que se había vuelto distinta.

Él obedeció. Y al poco rato ella se dio la vuelta, colocándose boca abajo.

—Móntame —decía la desangelada voz.

Él se volvía para mirarla.

Ya no era una mujer, sino casi un caballo. Se había puesto a cuatro patas…

¡El sueño!

¡Esa era la causa de su malestar! La verja absurda, la mujer-yegua… Se quedó inmovilizado un instante y la soltó… —¿Qué te pasa? ¡Abrázame! —repitió Rachele.

—Anda, móntame —repitió la mujer.

Él lo hizo y ella se lanzó al galope a la velocidad del rayo…

Al cabo la oyó moverse y levantarse, y de pronto una luz amarillenta iluminó la escena. Rachele se hallaba desnuda junto a la puerta, al lado del interruptor, mirándolo. De pronto se puso a reír a su manera, echando la cabeza hacia atrás.

—¿Qué pasa?

—Estás gracioso. Me inspiras ternura.

Se le acercó, se arrodilló y lo abrazó. Montalbano empezó a vestirse a toda prisa.

Pero perdieron diez minutos en quitarse recíprocamente las hebras de paja que se les habían metido en todos los lugares donde podían meterse.

Desanduvieron el camino sin hablar, un poco separados el uno del otro.

No tenían absolutamente nada que decirse.

Tal como ya había previsto, Montalbano acabó chocando contra un árbol. Pero esta vez Rachele no acudió en su ayuda tomándolo de la mano. Se limitó a preguntar:

—¿Te has hecho daño?

—No.

Luego, cuando todavía se encontraban en la zona oscura de la explanada donde estaban las mesas, Rachele lo abrazó de repente y le dijo al oído:

—Me has gustado mucho.

En su fuero interno, Montalbano experimentó una especie de vergüenza. E incluso se sintió un poco ofendido.

«¡Me has gustado mucho!». ¿Qué coño de frase era esa? ¿Qué significaba? ¿Que la señora se mostraba satisfecha del servicio? ¿Que le había gustado el producto? ¡La cassata Montalbano le permitirá saborear el paraíso! ¡El helado Montalbano no tiene igual! ¡El cannolo Montalbano le encantará! ¡Pruébelo!

Se enfureció. Porque si a Rachele la cosa le había gustado, a él se le había atragantado. ¿Qué había habido entre ellos? Una pura y simple cópula. Como la de dos caballos en un henil. Y él, en determinado momento, no había podido, o sabido, detenerse. ¡Cuán cierto era que bastaba con que uno resbalara una vez para que después resbalara siempre!

¿Por qué lo había hecho?

La pregunta era inútil, pues conocía muy bien la respuesta: el temor, ahora siempre presente aunque no fuera evidente, al paso de los años que huían. El haber estado con aquella chica veinteañera cuyo nombre ni siquiera quería recordar, y ahora con Rachele, sólo eran intentos ridículos, miserables y miserandos de detener el tiempo. Detenerlo por lo menos durante los pocos segundos en que únicamente el cuerpo estaba vivo mientras la cabeza, en cambio, se perdía en una gran nada atemporal.

Cuando llegaron a su mesa, la cena había terminado. Los camareros ya habían quitado algunas mesas. Se respiraba cierta dejadez y algunos reflectores estaban apagados. Quedaban unas cuantas personas que todavía tenían ganas de dejarse comer por los mosquitos.

Ingrid los esperaba sentada en el sitio de Guido.

—Guido ha regresado a Fiacca —informó a Rachele—. Parecía un poco molesto. Ha dicho que te llamará más tarde.

—Muy bien —repuso ella con indiferencia.

—¿Dónde estabais?

—Salvo me ha acompañado a despedirme de Rayo de luna.

Al oír aquel «Salvo», Ingrid esbozó una especie de sonrisita.

—Me fumo este cigarrillo y me voy a dormir —anunció Rachele.

Montalbano también encendió uno. Fumaron en silencio. Después Rachele se levantó y besó a Ingrid.

—Iré a Montelusa a última hora de la mañana.

—Cuando quieras.

Después abrazó a Montalbano y posó suavemente los labios sobre los suyos.

—Mañana te llamo.

En cuanto Rachele se alejó, Ingrid se inclinó, alargó un brazo y empezó a tantear el cabello de Montalbano.

—Estás lleno de briznas de paja.

—¿Nos vamos?

—Vamos.