ESCENA TERCERA

(Han pasado dos días. Es media tarde. La escena, vacía. El hámster en su jaula sigue dándole vueltas a la rueda. Se abre la puerta de la calle y entra Chusa, con bolsas en las manos).

CHUSA.— ¿Hay alguien? ¿No hay nadie?

(Se abre la puerta del lavabo y sale Jaimito, calado, de la ducha, medio tapándose con una toalla. Sigue con su brazo en cabestrillo).

JAIMITO.— (Sorprendido). ¿Qué haces tú aquí? ¿Pero no estabas en la cárcel?

CHUSA.— Me han soltado, ya lo ves.

JAIMITO.— ¿Que te han soltado? ¿Pero cómo que te han soltado?

CHUSA.— Parece que no te gusta. Me han soltado porque me han soltado. ¿O querías que me tuvieran allí toda la vida?

JAIMITO.— Después del lío que he armado para que un abogado fuera a verte esta tarde… Ahora irá y no estás allí. No sé qué le voy a decir, después del rollo que le he tenido que meter. Es muy bueno, se llama Alfredo Alonso, y le he estado explicando todo…

CHUSA.— Sécate, que vas a coger un trancazo si sigues ahí calado.

(Él se mete en el lavabo, y con la puerta abierta sigue hablando desde allí. Chusa empieza a sacar las cosas de las bolsas y a meterlas en su armario).

JAIMITO.— Iba a ir esta tarde, fíjate. Con lo ocupado que está…

CHUSA.— Bueno, pues le llamas y le dices que no vaya. ¿Dónde están éstos?

JAIMITO.— Se han largado.

CHUSA.— ¿A dónde?

JAIMITO.— (Sale del lavabo y se le acerca). Se han largado del todo; se han abierto, tía. Se han llevado sus cosas… Quedan esas cajas de ahí; van a venir luego a por ellas. En eso han quedado.

(De pronto ella toma contacto con la realidad. Ve las cajas. Luego las cosas que faltan y el cambio en la habitación).

CHUSA.— (Deja de guardar la ropa y se sienta muy afectada). ¿Pero, cómo? ¿Qué ha pasado?

JAIMITO.— (Acabando de vestirse). Se han largado, juntos, los dos. Los dos y sus madres. Los cuatro. Bueno, y el padre. Se van a casar. Han cogido un piso en Móstoles. El día que yo salí del hospital, y te cogieron a ti, fue todo un lío.

CHUSA.— ¿Qué tal sigue tu brazo?

JAIMITO.— (Sacándole y metiéndole del pañuelo con que se le sujeta al cuello). Bien, mira. Le puedo mover ya. Mañana o pasado me quito esto. Pues nada, que se han ido.

CHUSA.— ¿Alberto también?

JAIMITO.— No te digo que se han ido los dos juntos. ¿Y cómo es que te han soltado, así, de pronto?

CHUSA.— Me han tenido tres días. Allí no podían tenerme más. Me tenían que soltar o mandar a Yeserías, así que aquí estoy. Tendré un juicio cuando sea. Me pillaron con un montón, trescientos gramos por lo menos, pero la denuncia es por haberme encontrado media bola. Cincuenta gramos. Yo no iba a protestar, claro. Lo demás ha desaparecido por el camino.

JAIMITO.— Mejor, ¿no? Por tan poco no te va a pasar nada.

CHUSA.— Qué negocio tienen montado algunos. Pensaba pedirle a Alberto que mirara a ver quién se lo ha quedado.

JAIMITO.— Olvídate de Alberto. Ya ves cómo ha ido a verte, y lo que se ha preocupado. Pasa de él, de verdad te lo digo. Y de ella, igual.

CHUSA.— ¿Te han tratado bien en el hospital?

JAIMITO.— Como a un marqués. Las heridas de bala dan mucho prestigio. Y luego, como ha ido varias veces la policía a interrogarme, allí creían que era de la ETA por lo menos. No veas los platos de comida que me llevaban. Un respeto, tía. La gente, muy maja. Y las enfermeras, de ésas que ya no quedan. ¿Y a ti, en la comisaría?

CHUSA.— No me han hecho ni caso. Me han tenido allí tres días, y luego me han soltado.

JAIMITO.— Oye, voy un momento a llamar a Alfredo, el abogado, a ver si no se ha ido todavía. Llamo desde la casa del cura, el de al lado. Es que éstos se hicieron amigos suyos cuando no estábamos aquí. Viene muchas veces. Es simpático; y como le gusta cocinar… Ya sabes que a mí eso de la cocina, fatal. Estos días, como estaba solo… Bueno, vengo en seguida y hablamos. Hay té hecho, si quieres. Hasta ahora.

(Sale. Ella se queda sola. Va hasta la jaula del hámster y da unos golpes con los dedos en las rejas. Luego sigue poniendo sus cosas en el armario lentamente. Llaman a la puerta. Va a abrir creyendo que es Jaimito que vuelve, y se encuentra en la puerta con Elena. Sorpresa por parte de las dos).

CHUSA.— Bueno, pasa, ¿no? No te quedes ahí parada.

ELENA.— Creíamos que estabas…

CHUSA.— Me han soltado. Si quieres sentarte… Como si estuvieras en tu casa. Ya sabes dónde está todo.

ELENA.— ¿Te ha dicho Jaimito…?

CHUSA.— Sí, me ha dicho Jaimito. ¿Quieres un té?

ELENA.— Sí, gracias.

CHUSA.— Pues cógelo, está en la cocina, ¿o te lo tengo que traer yo también? (Elena va a la cocina, y vuelve con una taza de té).

ELENA.— (Bebiendo). He quedado aquí con Alberto, para acabar de llevarnos lo que queda. Me alegro de que estés bien.

CHUSA.— Gracias. (Pausa embarazosa). ¿Y qué tal tu madre?

ELENA.— Bien. Ahora estoy viviendo allí otra vez, hasta que nos casemos. Ya tenemos el piso, en Móstoles. Si quieres puedes venir un día a verlo.

CHUSA.— No, gracias.

ELENA.— ¿Estás enfadada conmigo?

CHUSA.— No, no. Es que Móstoles está muy lejos.

ELENA.— Ahora hay metro ya.

CHUSA.— Sí, pero no. De verdad. Déjalo.

ELENA.— Oye, Chusa, tengo que decirte una cosa… Por las pelas esas no te preocupes ahora. Más adelante, cuando buenamente puedas, me las das, pero ahora me imagino que no tendrás veinticinco mil pesetas aquí… Es que como me las dejó mi madre… Y ahora además, con el piso y eso… Pero vamos, cuándo tú puedas, o si puedes ahora algo, y luego poco a poco…

CHUSA.— Me cogió la policía. ¿Sabes? Me lo quitaron.

ELENA.— Pero yo sólo te lo dejé, Chusa, la verdad.

CHUSA.— Ya. Si todo iba bien, y lo vendíamos y ganábamos pelas, para las dos. Y si me lo quitaban, me lo has dejado, ¿verdad? Qué lista eres tú también.

ELENA.— Mira, yo no quiero que Alberto se meta en esto, pero él me ha dicho que te lo diga. Una cosa es ser amigos, pero el dinero es el dinero.

CHUSA.— Pues no te las voy a dar, para que te enteres. No las tengo, pero si las tuviera tampoco te las daría. Y ya te puedes ir metiendo a Alberto por donde te quepa.

ELENA.— No sé por qué te pones así. Somos amigas, ¿no?

CHUSA.— Me pongo así porque me da la gana. Y no somos amigas.

ELENA.— Estás así por lo de Alberto. Pues lo siento.

CHUSA.— Pues no lo sientas, y que te aproveche.

ELENA.— ¿Sabes lo que te digo? Que tiene razón mi madre. Así no se puede vivir. Cualquier día vas a acabar en cualquier sitio. Yo te lo digo por tu bien. Una cosa es pasarlo bien, y la libertad y todo eso, y otra cosa es como tú vives. Mi madre me ha dicho…

CHUSA.— (Cortándola). Oye, guapa, no querrás contarme tu vida ahora. Ni la de tu madre, la de la piscina. (Muy dura. Elena acusa el golpe. Pausa).

ELENA.— Entonces, lo del dinero, ¿qué le digo a Alberto?, y a mi madre…

CHUSA.— Diles lo que te dé la gana.

ELENA.— Anda, que también en qué hora se me ocurriría a mí.

CHUSA.— Eso digo yo. En qué hora. (Se aleja hacia la cocina. Queda Elena sola. Entra Jaimito).

JAIMITO.— Ya se había ido… (Ve a Elena y se corta). Hola. ¿Qué tal?

ELENA.— (Va hacia él y le da dos besos amistosos). He venido a por las cosas. Ahora viene Alberto. ¿Qué tal el brazo?

JAIMITO.— Bien, muy bien, gracias. (Pausa). ¿Quieres un té? (Ella le muestra la taza que lleva aún en las manos). ¿Y qué tal todo? Estás muy guapa, de verdad. Pero siéntate, mujer. A Chusa ya la han soltado, ya ves qué suerte, ¿verdad? ¿Y qué tal la casa?

ELENA.— Bien, la estamos amueblando. Ahora vivo con mi madre.

JAIMITO.— Ya. ¿Chusa? (Llama hacia la cocina, y nota algo raro). ¿Te pasa algo?

CHUSA.— (Desde la cocina). La saliva por la garganta me pasa.

ELENA.— Está enfadada. Peor para ella. Dos trabajos tiene.

CHUSA.— (Saliendo). ¡Eres una estúpida, eso es lo que eres! ¡Una mema, con esa carita de mosquita muerta!

JAIMITO.— Bueno, déjalo…

CHUSA.— (Haciéndola burla). «Que me he escapado de casa porque no aguanto a mi mamaíta…».

ELENA.— ¡Tú lo que tienes que hacer es devolverme el dinero que me debes!

JAIMITO.— (Metiéndose en medio). Basta ya, deja… Y tú… Por favor.

(Se abre la puerta de la calle y entran Alberto y su madre. Notan el clima, y han oído además los gritos desde fuera. Alberto viene de paisano).

ALBERTO.— Hola, buenas. (Acercándose). ¿Cómo estás?

(Va a darle un beso y ella se retira).

CHUSA.— Muy bien, ¿y tú?

ALBERTO.— Bien. Tienes buena cara.

CHUSA.— Regular.

ALBERTO.— Ha habido suerte, ¿eh?

CHUSA.— Ya ves.

ANTONIA.— Hala, vamos. Abreviando que es gerundio.

(Empieza a coger los paquetes y cosas que se encuentra junto a la puerta. Coge la flauta de Jaimito).

JAIMITO.— Oiga, señora, que eso es mío.

ANTONIA.— Como estaba aquí…

JAIMITO.— Lo de ellos es esto, las cajas. No sé si habrá algo más. Yo he metido todo lo que he encontrado.

ALBERTO.— No, es igual, de verdad. Está bien.

CHUSA.— La mesa camilla es también en parte tuya. Te puedes llevar una pata si quieres. Y tres platos.

ANTONIA.— Saliendo.

JAIMITO.— Yo os bajo el espejo.

ELENA.— A ver si te vas a hacer daño en el brazo.

JAIMITO.— No, está ya bien.

(Salen Doña Antonia, Elena y Jaimito. Despedidas frías desde la puerta. Se queda el último Alberto, cuando los otros ya han salido).

ALBERTO.— (Desde la puerta). Bueno, adiós, Chusa. Ya hablaremos otro día más tranquilamente. Hoy está esto…

CHUSA.— Alberto.

ALBERTO.— ¿Qué?

CHUSA.— La llave. Tú ya no la necesitas para nada.

ALBERTO.— (Deja el paquete en el suelo. Se busca y encuentra la llave. Se acerca a dársela). Toma.

CHUSA.— Ahí hay un libro tuyo, el Whitman que te regalé. ¿No lo quieres?

ALBERTO.— No, déjalo. O sí, dámelo; lo que tú quieras.

CHUSA.— Ese poster también lo trajiste tú. (Empieza a quitarlo de la pared).

ALBERTO.— Déjalo, no quiero un poster, Chusa.

CHUSA.— (Ya arrancándolo de mala manera). Pues toma, tíralo.

ALBERTO.— Bueno, trae.

CHUSA.— ¿No queda nada?

ALBERTO.— Oye, no me voy a la India, ni me he muerto. Voy a Móstoles. Hoy no es el momento, pero tenemos que hablar. Siento mucho que te cogieran, y todo lo que ha pasado, de verdad. Me hubiera gustado… Pero déjalo. ¿Qué es lo que te pasó? ¿Cómo te cogieron?

CHUSA.— En el tren. Por hacer un favor a uno. Tenía una cara de bueno que se la pisaba, y luego era policía. (Pausa. Le mira). Desde luego es que hoy en día ya no te puedes fiar de nadie.

ALBERTO.— Otro día quedamos.

CHUSA.— Sí, otro día. El día de los Santos Inocentes. (Va a salir él). ¡Alberto!

ALBERTO.— ¿Sí, qué?

CHUSA.— No, nada. Déjalo. Qué mismo da.

(El sale. Se cruza en el descansillo con Jaimito, que vuelve. Se les ve por la puerta abierta despedirse. Luego Jaimito entra y cierra. Suelta entonces una carcajada, tapándose la boca con la mano para que no le oiga el otro fuera. Viene mojado de la lluvia que cae ahora y que vemos golpea contra los cristales de la ventana. Trae en la mano una corbata chillona de lunares).

JAIMITO.— ¡Se ha caído la gorda! ¡De culo, en un charco! ¡Te meas si la ves! (Risas). Mira, me ha regalado una corbata por ayudarles. Ha abierto el bolso, me ha dado la corbata, y ¡zas!, al charco. (Se da cuenta de lo triste que está ella, y se contagia, quitándosele la risa de golpe. Se acerca a la cabeza del esclavo egipcio y le pone la corbata). Bueno, pues se han ido.

CHUSA.— Sí.

JAIMITO.— ¿Y nosotros qué pintamos aquí?

CHUSA.— ¿Nosotros? Nada.

JAIMITO.— Es que hay que joderse.

CHUSA.— Ya ves.

(Jaimito se deja caer en una butaca, y se revuelve en ella).

JAIMITO.— Me dan ganas de quitarme el ojo y reventar el mundo de un ojazo con él.

CHUSA.— Lo único que reventaría sería tu ojo. Déjalo donde está. Estarías muy feo con un ojo sí y otro no. Parecerías un pirata de los de las películas.

JAIMITO.— Eso sí que habría sido mejor, haber nacido en la época de los piratas para montarnos en un barco con la bandera negra y la calavera, y a cruzar los mares subido al palo mayor.

CHUSA.— Te caerías y te partirías una pierna.

JAIMITO.— ¡Mejor! Cojo, manco, tuerto… Parecería el terror de los mares, cañonazo va, cañonazo viene, a todos los cabronazos con dos ojos, dos piernas y porvenir, que se me pusieran por delante. A esos dos los primeros, y a la madre, y al padre… ¡A todos! ¡A todo el que se me pusiera por delante! Ya sabes cómo las gasto yo. Acuérdate el día de la pistola la que armé. Corriendo con el culo colgando que iban esos dos chulos de mierda. Así iban a ir todos. (Ella se echa a llorar). Venga tía, no te pongas así. ¿Quieres que te cuente el chiste ese tan malo que te hace tanta gracia: «Es que de pequeño estuvo muy malito…»? ¡No jodas, Chusa!

CHUSA.— Ya estoy mejor. Perdona. Tenía aquí un nudo. Ahora ya estoy bien.

JAIMITO.— Venga, ponemos música o lo que sea… Se han llevado el casete. Bueno, pues canto yo: «… Cuando la muerte venga a visitarme, que me lleven al sur donde nací, aquí no queda sitio para nadie, pongamos que hablo de Madrid». ¿Eh, tía? Si lo vemos.

(Ella va al lavabo a lavarse la cara. Él, hacia la cocina. Dejan las puertas abiertas y se les ve. Siguen hablando entre ellos desde lejos).

JAIMITO.— Voy a hacer otro té, pero especial, de los mal nos ganamos la vida cantando, dándole al morro. Tú tranquila, de verdad que te gustan a ti; un quitapenas moruno a tope. Pero no te pongas chunga, que ya verás cómo no pasa nada. ¿Qué? ¿«Con dos terrones»?

CHUSA.— (Sale del lavabo secándose). Sí, dos terrones y cucharilla de plata. (Pausa). Pues nos hemos quedado un poco solos.

JAIMITO.— ¿Y yo qué? Somos dos, y dos de los que ya no quedan, o sea, que valemos por cuatro, por lo menos.

CHUSA.— (Saca de su armario el álbum de recortes de Elena). Se ha dejado los recortes de su colección. (Lo hojea). «Hija, vuelve, tu madre te necesita». Ya ha vuelto.

JAIMITO.— Ésos ya están en el bote. Su pisito, el sueldo al mes, la tele, los niños… Bueno, como todo el mundo; menos tú y yo, y cuatro pirados más de la vida que hay por ahí. Si hacen bien, ¿no? (Le da el té). Toma. Cuidado, que quema. ¿Te has quemado?

CHUSA.— No. Ya estoy mejor.

JAIMITO.— Voy a liar uno.

(Se sienta y se pone a preparar un canuto).

CHUSA.— Ahora a esperar el juicio encima. No creas que lo mío…

JAIMITO.— ¿Y yo no? Estoy metido en un fregao también de aquí te espero. Por el tiro. Tuve que firmar que me lo había dado yo; y está muy castigado andar por ahí pegándose uno tiros a lo tonto. ¡Qué follón! ¿Tienes cerillas? (Ella dice que no con la cabeza. Él va a la cocina. Habla desde allí). ¡Qué mes! ¡De todo! Sólo nos ha faltado quedarnos embarazados.

(Ella se sonríe tristemente. El vuelve con las cerillas, la mira. Ella le hace señas a la tripa diciendo que sí con la cabeza).

JAIMITO.— ¿Qué? ¿Que sí? ¿Que también nos hemos quedado embarazados? (Ella dice que sí con la cabeza). ¡Hala! Alegría. Y ahora empezarán a caer las bombas atómicas del Rigan ese. Que no falte nada. (Se ríen los dos). ¿Pero estás segura?

CHUSA.— Casi segura. No me he hecho los análisis, pero por los días…

JAIMITO.— ¿Y de quién es? ¿De Alberto?

CHUSA.— De Alberto.

JAIMITO.— ¿Lo sabe ese desgraciado?

CHUSA.— No.

JAIMITO.— ¿Por qué no se lo has dicho? Ahora mismo me voy a buscarle, y se lo planto en su cara para que se les joda la boda y se les amargue la luna de miel.

CHUSA.— No quiero que lo sepa, déjalo.

JAIMITO.— ¿Pero por qué?

CHUSA.— Porque no. Primero no es seguro del todo, y diría que no es fijo que sea de él, que puede ser de cualquiera… Se marcharía igual. Y además, no es de él. Bueno, sí es de él, pero como si no lo fuera. Yo me entiendo. Él ya no está aquí. Es un problema mío.

JAIMITO.— Y mío también, ¿no? Así que estamos embarazados. Embarazados. Esto no me había pasado a mí nunca, ya ves. ¿Y qué vamos a hacer?

(Ella se levanta, sonríe, y al pasar a su lado le acaricia cariñosamente el pelo).

CHUSA.— No lo sé. Aún tenemos tiempo de pensarlo, en caso de que sea cierto.

JAIMITO.— Si quieres ir a Inglaterra, por las libras no te preocupes. Eso es cosa mía. Por otro lado, tampoco estaría mal que tuviéramos un crío; así podíamos bajar juntos al moro. Con el niño en los brazos se me quitaría la cara de sospechoso.

CHUSA.— Gracias. Eres un tío.

JAIMITO.— Pues sí, es lo que me parece que voy a ser. (Se ríen). Tío.

CHUSA.— Espera, no corras tanto, no sea que se quede en falsa alarma. Además, casi seguro que no lo tendría. ¿Qué íbamos a hacer nosotros con un niño?

JAIMITO.— Anda, pues lo que hacen todos. Te imaginas, si naciera un niño ahora, qué cosas pensará luego, cuando sea mayor…

CHUSA.— ¿Qué va a pensar, de qué?

JAIMITO.— De la vida, de las personas, de lo que nos pasa a nosotros, de todo. Para entonces sí que dará gusto vivir, ¿a que sí? Será todo mejor.

CHUSA.— Qué optimista eres. O peor. Se liarán a bombazos esos animales, y se acabó.

JAIMITO.— Que no, tía, que no. Eso es cosa de esta gente de ahora que está podrida. Cuando éste sea mayor será totalmente diferente. Mira, para entonces, ya nadie tendrá que ir a la mili, ni habrá ejército, ni bombas, ni coñas de esas. Ni habrá Móstoles, ni te meterán en la cárcel, ni nada de nada. Si se te cae un ojo, te pondrán otro enseguida, pero no de cristal, como éste, no, de verdad, de los buenos, de los que se ve. Y si alguien se entera de que va a tener un niño, si no quiere tenerle, todas las facilidades, pero sin irse a Inglaterra ni rollos de esos malos. Aquí, a las claras y por la seguridad social. Y si lo quiere tener, pues ningún problema, estupendo, todos encantados. Y nacerán ya de más mayores cada vez, para que no lloren por las noches, ni se caguen, ni se pongan malos. Y nada más nacer, zas, una renta vitalicia, un dinero bien, como les pasa ahora a los ricos, pues a todos. De entrada naces, y un dinero para que estudies, o viajes, o vivas como quieras, sin tener que estar ahí como un pringao toda la vida; porque todo estará organizado justo al revés de como está ahora, y la gente podrá estar feliz de una vez, y bien. A gusto.

CHUSA.— Sí, Jauja.

JAIMITO.— Ya lo verás, tía, ya lo verás. Oye, ya estoy sin papelillo otra vez, ¿tienes?

CHUSA.— No, pero voy a buscarlo a la calle. (Se levanta). Así me da un poco el aire. Enseguida vengo.

JAIMITO.— Y no te traigas de paso a todo el que encuentres por ahí, que luego mira.

CHUSA.— (En la puerta). A todo el que encuentre, ¿oyes? A todo el que encuentre y no tenga adónde ir. (Sale).

JAIMITO.— Eres una tía cojonuda, Chusa, te lo digo yo. (Se mira los bolsillos). Bueno, ya se llevó otra vez las llaves.

(Mira un momento a su alrededor, da un golpecito cariñoso en la jaula del hámster, saca su material de trabajo, se sienta en el colchón, y se pone de nuevo a hacer sandalias).