ESCENA PRIMERA

HABITACIÓN destartalada en una calle céntrica del Madrid antiguo. Pósters por las paredes y un colchón en el suelo cubierto de almohadones. Sobre una mesa, revistas pop, como «Víbora», «Tótem», y otras. En un rincón una señal de tráfico, y en el otro una jardinera municipal. Sobre ella una jaula con un hámster. En el centro una mesita con aire moruno y unos sillones de mimbre de antes de la guerra. Además hay tiestos y otros cachivaches inesperados, como una cabeza de esclavo egipcio con una gorra puesta, y cosas por el estilo encontradas en el Rastro. A la derecha, formando un recodo, se ve la puerta que da a las escaleras de salida a la calle. A la izquierda, una ventana por la que entran los ruidos de la ciudad. Y al fondo, una cocinilla, una puerta que da al lavabo, y otra que da a un cuarto pequeño. Por las paredes anda una flauta, un mantón de manila, unos bafles que no suenan, un armario, una colección de llaves, la cara de Lennon, el espejo de la cenicienta y un horóscopo chino. Y, sin embargo, a pesar del aparente desorden, hay algo acogedor, relajante y bueno para los que están mal de los nervios; porque es un lugar tranquilo y pacífico donde el caos que uno lleva dentro se encuentra lógico y con ganas de tomar asiento. Al comenzar nuestra historia, en escena está Jaimito, un muchacho delgaducho de edad indefinida, haciendo sandalias de cuero. Suena «Chick Corea» en un casete. Es la una de la tarde y entra el sol por la ventana de la habitación.

(Se abre la puerta de la calle, y aparece la cabeza de Chusa, veinticinco años, gordita, con cara de pan y gafas de aro).

CHUSA.— ¿Se puede pasar? ¿Estás visible? Que mira, ésta es Elena, una amiga muy maja. Pasa, pasa, Elena.

(Entra, y detrás Elena con una bolsa en la mano, guapa, de unos veintiún años, la cabeza a pájaros y buena ropa).

CHUSA.— Éste es Jaimito, mi primo. Tiene un ojo de cristal y hace sandalias.

ELENA.— (Tímidamente). ¿Qué tal?

JAIMITO.— ¿Quieres también mi número de carnet de identidad? No te digo. ¿Se puede saber dónde has estado? No vienes en toda la noche, y ahora tan pirada como siempre.

CHUSA.— He estado en casa de ésta. ¿A que sí, tú? No se atrevía a ir sola a por sus cosas por si estaba su madre, y ya nos quedamos allí a dormir. (Saca cosas de comer de los bolsillos). ¿Quieres un bocata?

JAIMITO.— (Levantándose del asiento muy enfadado, con la sandalia en la mano). Ni bocata ni leches. Te llevas las pelas, y la llave, y me dejas aquí colgao, sin un duro… ¿No dijiste que ibas a por papelillo?

CHUSA.— Iba a por papelillo, pero me encontré a ésta, ya te lo he dicho. Y como estaba sola…

JAIMITO.— ¿Y ésta quién es?

CHUSA.— Es Elena.

ELENA.— Soy Elena.

JAIMITO.— Eso ya lo he oído, que no soy sordo. Elena.

ELENA.— Sí, Elena.

JAIMITO.— Que quién es, de qué va, de qué la conoces…

CHUSA.— De nada. Nos hemos conocido anoche, ya te lo he dicho.

JAIMITO.— ¿Otra vez? ¿Qué me has dicho tú a mí, a ver?

CHUSA.— Que es Elena, y que nos conocimos anoche. Eso es lo que te he dicho. Y que estaba sola.

ELENA.— (Se acerca a Jaimito y le tiende la mano, presentándose). Mucho gusto.

(Jaimito la mira con cara de pocos amigos, y le da la sandalia que lleva en la mano; ella la estrecha educadamente).

JAIMITO.— ¡Anda que…! Lo que yo te diga.

CHUSA.— (A Elena). Pon tus cosas por ahí. Mira, ése es el baño, ahí está el colchón. Tenemos «maría» plantada en ese tiesto, pero casi no crece, hay poca luz. (Al ver la cara que está poniendo Jaimito). Se va a quedar a vivir aquí.

JAIMITO.— Sí, encima de mí. Si no cabemos, tía, no cabemos. A todo el que encuentra lo mete aquí. El otro día al mudo, hoy a ésta. ¿Tú te has creído que esto es el refugio El Buen Pastor, o qué?

CHUSA.— No seas borde.

ELENA.— No quiero molestar. Si no queréis, no me quedo y me voy.

JAIMITO.— Eso es, no queremos.

CHUSA.— (Enfrentándose con él). No tiene casa. ¿Entiendes? Se ha escapado. Si la cogen por ahí tirada… No seas facha. ¿Dónde va a ir? No ves que no sabe, además…

JAIMITO.— Pues que haga un cursillo, no te jode. Yo lo que digo es que no cabemos. Y no digo más.

CHUSA.— Sólo es por unos días, hasta que se baje al moro conmigo.

JAIMITO.— ¿Que se va a bajar al moro contigo? Tú desde luego tienes mal la caja.

CHUSA.— ¡Bueno! (Se desentiende de él y va hacia la cocina). ¿Quieres un té, Elena?

ELENA.— Sí, gracias; con dos terrones.

(Se sienta cómodamente para tomar el té. Jaimito la mira cada vez más preocupado, y Chusa canturrea desde la cocina mientras calienta el agua).

JAIMITO.— ¿Y por qué vas a llevarla? Quieres que nos cojan, ¿no?

CHUSA.— (Desde la cocina). Será que me cojan a mí, porque a ti, ahí sentado…

JAIMITO.— Oye, no sé a qué viene eso. Sabes muy bien que no voy por lo de la cara sospechoso. Pero yo vendo, ¿no? ¿O me echas algo en cara?

CHUSA.— Lo único que te digo es que se va a venir conmigo, para sacar pelas. Y ya está.

JAIMITO.— Pues que venda aquí si quiere, pero ir, no. Si es una cría.

ELENA.— Es que como quiero viajar…

JAIMITO.— Pues hazte un crucero, tía. ¿Pero tú le has explicado a ésta de que va el rollo? A ver si se cree que esto es ir de cachondeo con Puente Cultural.

CHUSA.— (De la cocina, con el té). Tú no te metas; eso es cosa mía. ¿Con mucho azúcar has dicho, Elena?

ELENA.— Dos terrones.

CHUSA.— Es que no tenemos terrones aquí.

ELENA.— Bueno, pues regular de azúcar. Es que engorda. Trae, me la echo yo. ¿Sacarina no tenéis?

CHUSA.— No.

ELENA.— ¿Y la cucharilla, para darle vueltas?

JAIMITO.— Trae, te doy las vueltas con el dedo.

CHUSA.— (Cortándole). ¡Venga, tú! (A Elena). Mete la parte de atrás de la cuchara. (A Jaimito). ¿Tú quieres?

JAIMITO.— (Seco). No.

(Beben las dos mientras él, malhumorado, vuelve a su trabajo con las sandalias).

ELENA.— ¿Saco las cosas?

CHUSA.— Sí. No las pongas ahí. Ése es el rincón de Alberto; no le gusta que le desordenen ni le toquen nada. Ya le conocerás luego. Está chachi, te va a gustar. Es muy alto, fuerte, moreno, con una pinta que te caes. ¡Ah! Ése es Humphrey, el hámster. Le encanta la lechuga.

ELENA.— (Al mirar al rincón de Alberto ve una porra sobre un mueble). Parece una porra. (Se acerca y la coge). Oye, es igualita que la que llevan los…

JAIMITO.— (A Chusa, que está llevando lo del té a la cocina). Me vas a acabar metiendo en un mal rollo por tu alma de monja recogetodo que tienes. Bueno, ¿y las pelas para el billete?

CHUSA.— (Desde la cocina). Las pones tú, que para eso te quedas aquí dándole a las sandalias, mientras yo ando de safari jugándomela.

JAIMITO.— A ti hoy la goma de la olla no te cierra. ¿Quién organiza aquí, eh? ¿Y quién controla para que todo salga bien?

CHUSA.— (Volviendo de la cocina). Santa Rita. (A Elena ahora, al verla con la porra en la mano). No toques eso; es de Alberto. Se mosquea rápido en cuanto nota que alguien ha andado ahí. Mete tus cosas aquí, en mi armario.

ELENA.— Es que es igualita. ¿Os habéis fijado como se parece a las que lleva la…?

JAIMITO.— (Cortándola). ¿Qué es eso?

ELENA.— ¿Esto? Pues ya he dicho, estaba aquí, que se parece a las…

JAIMITO.— No, eso. Eso que llevas debajo del brazo.

ELENA.— ¿Esto? «El País». «El País» de hoy. ¿Por qué?

JAIMITO.— Tú eres una tía tela de rara. ¿Por qué compras tú el periódico, a ver? ¿Estás buscando piso?

ELENA.— Es que mi madre, siempre que me escapo manda una foto a «El País», con un anuncio para que me encuentren. A ver si he salido… (Hojea el periódico ante la mirada sorprendida de los otros dos). Sí, mira, aquí está.

JAIMITO.— ¿Esta eres tú? Pues si te tienen que encontrar por la foto…

CHUSA.— La verdad, no te pareces nada.

ELENA.— Es de cuando era pequeña. Hace mucho que no me hago fotos. Salgo muy mal yo en las fotos.

JAIMITO.— Sí sales mal, sí. Tienes cara de loca.

ELENA.— Como estoy de frente… y luego el papel.

CHUSA.— (Leyendo el pie de la foto). «Vuelve a casa hija, que te perdono. Tu madre».

ELENA.— (Recortando el trozo de periódico). Hago colección.

JAIMITO.— ¿Y no tienes padre, o ése no te busca?

ELENA.— No, padre no tengo.

CHUSA.— Yo tampoco tengo padre. Es mejor.

(Se abre de pronto la puerta de la calle y entra a todo correr Alberto, el otro habitante del piso, vestido de policía nacional. Tiene unos veinticinco años, alto, y buena presencia. Elena se queda blanca al verle).

ALBERTO.— ¡La policía! ¡La policía, tíos! ¡Rápido, que vienen! ¡Tirar al water lo que tengáis! ¡Han salido de mi comisaría a hacer un registro, no vaya a ser aquí, que venían para esta zona! (Esconde el tiesto de «maría». En este momento se da cuenta de la presencia de Elena).

CHUSA.— Es una amiga. Oye, no sé qué vamos a tirar, si no tenemos nada. (A Jaimito). ¿Te queda algo?

JAIMITO.— Una china grande, pero no la tiro, que es lo único que nos queda. Rápido, tú. (A Elena). A practicar. Toma, métetela donde no te la encuentren…

ELENA.— (Retrocede asustada sin atreverse a cogerlo). ¡Yo no sé!

CHUSA.— ¡Trae! (Coge la china y se mete en el lavabo).

JAIMITO.— (A Alberto, señalando a Elena). Se la ha encontrado.

ELENA.— (Ofreciendo, educada, su mano a Alberto). Elena, mucho gusto. Anda que si te pillan… ¿Por qué tienes puesto ese uniforme?

ALBERTO.— Pues porque estoy de guardia, por qué va a ser. (Va a la ventana, la abre y mira fuera. Luego cierra). No se ve nada raro. Yo me largo de todas formas, no sea que… ¿Qué hay de comer?

JAIMITO.— Ahora iba a bajar a la compra. Se largó la Chusa anoche y me dejó sin un clavo.

ALBERTO.— Salgo a las tres, así que a y cuarto o así estoy aquí.

(Va hacia la puerta, mientras Chusa sale del lavabo. En este momento llaman con golpes fuertes. Todos se esconden donde pueden en un movimiento reflejo. Vuelven a golpear más fuerte aún).

VOZ FUERTE DE MUJER.— ¡Abrir de una vez! ¡Alberto! ¡Abre!

ALBERTO.— Parece mi madre.

(Abre la puerta y entra la señora Antonia, madre de Alberto, gorda y dicharachera. Nada más entrar, empieza a dar golpes con el bolso a su hijo).

ANTONIA.— ¿Se puede saber qué haces aquí, golfo, más que golfo? ¡Ya estás otra vez con toda esta panda! ¡He ido a llevarte el bocadillo a la comisaría y nada! ¡La puerta de la comisaría vacía, sin nadie, y tú aquí! ¡Ya te voy a dar yo a ti…!

ALBERTO.— (Tratando de sujetarle el bolso). Pero mamá, solo he venido a por la porra, de verdad, que se me había olvidado.

JAIMITO.— No se ponga así, señora, que no nos comemos a nadie, ni tenemos la lepra.

ANTONIA.— ¿Y por qué no abríais, eh, degeneraos? Seguro que os estabais drogando bien a gusto, ahí, con las jeringuillas. ¡Si estuviera aquí tu padre ya te ibas a enterar tú, sinvergüenza! ¡Eso es lo que eres!

CHUSA.— Señora, no es para tanto. Aquí no hay jeringuillas ni nada de eso. Puede mirar lo que quiera.

JAIMITO.— La ha tomado con nosotros.

ALBERTO.— Mamá, que no. No te enteras. No abríamos porque creíamos que era la policía. Por eso.

ANTONIA.— ¿La policía? (Esconde el bolso en medio de un gran sofoco que le entra). ¡La policía! ¡Que viene la policía!

ALBERTO.— ¡Qué no! Que creíamos que era, pero que no era… (Se da cuenta entonces de la reacción de su madre). ¿Qué esconde ahí?… A ver… Seguro que ya ha estado otra vez con lo mismo. ¡Traiga aquí!

(Le quita el bolso de un tirón, muy en policía, y ella trata de impedir que vea lo que hay dentro).

ANTONIA.— ¡No, no, de verdad que no…! ¡Dámelo ahora mismo, que es mío!

(Abre Alberto el bolso y empieza a sacar montones de baberos de niño, ante la mirada divertida de los demás).

ALBERTO.— ¡Madre! No ve que me va a comprometer si la cogen.

ANTONIA.— Es una enfermedad, hijo, ya te lo dijo el médico. Es como el que tiene gripe, qué le vamos a hacer. Pruebas que nos manda Dios. Peor es lo tuyo de las drogas. Eso además es pecado mortal.

ALBERTO.— (Muy duro). ¡Qué enfermedad ni qué leches!

CHUSA.— Deja a tu madre, que haga lo que le dé la gana, que ya es mayorcita. No te pongas en policía con ella.

ALBERTO.— Es que me va a meter en un follón. Cualquier día me toca ir a detenerla, fíjate el numerito. Vamos a salir en los periódicos.

JAIMITO.— Como ésta. (Por Elena). Le pone la madre anuncios para que vuelva. Enséñales la foto, anda.

ALBERTO.— Además roba cosas que no valen para nada. Ahora le ha dado por los baberos. ¿Por qué ha cogido todos esos baberos, eh? ¿Es que no tenemos ya bastantes en casa? Toda la casa llena de baberos, montones de baberos. Debajo de la cama, baberos. En la cocina, baberos. En el frigorífico, baberos.

JAIMITO.— Podíais poner una babería.

ELENA.— ¿Y eso qué es?

CHUSA.— Está de coña. (A Alberto, que mira ahora de mala manera a Jaimito por la broma). Venga, no le des importancia, que no es para tanto. Y vamos a guardarlos, a ver si van a venir y nos detienen por lo que no hemos hecho.

JAIMITO.— O también podíamos poner una guardería.

(Coge un babero y se lo pone. Alberto se lo quita de un tirón. Chusa ayuda mientras tanto a Doña Antonia a guardar los que se le han caído por el suelo).

ANTONIA.— ¿Quién es? (Por Elena).

JAIMITO.— Se la ha encontrado ésta. Como usted los baberos.

ALBERTO.— Bueno, ya, ¿eh? ¡Basta de cachondeos con mi madre, que saco la porra!

JAIMITO.— ¡A ver si te vas a mosquear ahora conmigo, madero, que eres un madero!

(Mira Alberto con tristeza a su amigo, acusando el golpe. Luego mira su reloj).

ALBERTO.— Me tengo que ir, no se den cuenta. Ya no creo que vengan, no sería aquí. Cualquier día me vais a meter en un lío entre todos… (Mira a Jaimito). «¡Madero!». Encima.

JAIMITO.— Espera, bajo contigo, así me tomo un café, que estoy en ayunas. (Le da un golpe amistoso en el hombro). Y no te mosquees, que te mosqueas por nada últimamente.

(Alberto reacciona con otro golpe amistoso, y salen los dos dándose puñetazos en un juego que se adivina viene de muchos años atrás).

ANTONIA.— Un café a la una, qué desbarajuste. (A su hijo, alcanzándole en la puerta). Toma el bocadillo, y estírate la camisa. (Le da el bocadillo y le coloca la ropa). Que vas hecho un cuadro.

ALBERTO.— ¡Vale! ¡Vale! Hasta luego.

(Sale y cierran la puerta. Se oyen las risas perdiéndose escaleras abajo entre ruidos que indican siguen jugando a golpearse como dos críos. Quedan en escena las dos chicas y Doña Antonia, mirándose sin saber qué decirse).

ANTONIA.— (Suspirando). ¡Ay, Dios mío! ¡Qué hijos éstos!

ELENA.— ¿Tiene usted más? ¿Más hijos?

ANTONIA.— Te parece poco con este bala perdida. Anda, dadme una copa de coñac si tenéis por ahí, a ver si se me quita el disgusto que tengo.

CHUSA.— Se acabó usted el último día la botella. Sólo hay té. ¿Quiere té?

ANTONIA.— ¿Té? Quita, quita. Yo sólo tomo té cuando me duele la tripa. ¿Y tú quién eres? No te conocía.

ELENA.— Es que soy nueva. Soy Elena. Mucho gusto.

(Le da la mano. Doña Antonia se limpia la suya y se la estrecha encantada, sorprendida de los buenos modales de alguien en aquella casa).

ANTONIA.— ¡Huy! Encantada, hija. Antonia del Campo, calle de la Sal, doce, bajo C. Allí tienes tu casa. ¡Ay, Dios mío! Otra infeliz que cayó en el vicio, con la cara de buena que tienes. ¡En fin! (Se arregla la ropa y coge el bolso). Bueno, me voy a echar un bingo. A ver si cojo hoy un par de líneas por lo menos. A esta hora es cuando está mejor y más decente. Como está enfrente del mercado, sólo señoras, amas de casa y alguna criada.

CHUSA.— Adiós, doña Antonia, que siga usted bien.

ELENA.— Adiós, y encantada.

ANTONIA.— Y a ver si venís algún sábado a las reuniones, que si cae un rayo allí no os pilla, no. Hala, adiós.

CHUSA.— No se preocupe, que el sábado vamos sin falta los cuatro. Adiós, adiós. (Sale Doña Antonia). ¡Puf! Menos mal. Si no es por el bingo hoy no nos la quitamos ya de encima.

ELENA.— ¿Y tenemos que ir el sábado a una reunión? ¿Qué reunión?

CHUSA.— Ésa es otra. Un sábado nos lió y nos llevó a una reunión de neocatecumenales. Sí, sí: «No estás solo, el Señor te guarda…», y todo eso.

ELENA.— Está peor que mi madre.

CHUSA.— ¿También es neocatecumenal?

ELENA.— Era lo que le faltaba.

CHUSA.— Pues chica, ésta nos ha metido cada rollo con las catequesis que dan y eso… Además, como es para recuperación de marginales a nosotros nos viene al pelo, como ella dice. (Ríen las dos). Como somos «drogadictos», por cuatro porros, sabes; pero es que para ella todas las drogas son iguales y pecado. Pero el coñac es agua bendita, eso sí.

ELENA.— ¿Y qué hacías allí el día que fuisteis?

CHUSA.— Cantábamos. Cantábamos todos muy serios. (Canta imitando). «Cuando el Señor dijo Sión… todos nos fuimos al pantano…», o algo así. (Ríen las dos). Como te coja un día por banda no te vas a reír, no. Es peor que el telediario.

ELENA.— ¿Y el hijo también es neocatecumenal?

CHUSA.— ¿Alberto? ¡Qué dices! Alberto es normal, aunque le veas así vestido de policía, es completamente normal. Bueno, también es que lleva poco tiempo. Es muy guapo, ¿no?

ELENA.— No está mal, aunque así, con esa ropa, no me hago una idea.

CHUSA.— Pues a mí me encanta, chica. Con esa ropa, con cualquier ropa, y sin ropa. Bueno, tenemos que prepararlo bien todo para el viaje. Hay que llevar pocos bultos para que no os paren e ir bien vestidas. ¿Sólo tienes eso?, ¿no tienes nada que te dé más pinta de mayor?

ELENA.— En casa sí, pero aquí… La falda que tengo en la bolsa, si acaso. (La saca de la bolsa). Me puedo poner ésta y el jersey marrón. Puedo ir a por más ropa si quieres el fin de semana, que no está mi madre; se va a la sierra.

CHUSA.— ¿El fin de semana? Si nos vamos pasado mañana o al otro como mucho.

ELENA.— ¿Así? ¿Tan pronto?

CHUSA.— Ahora en Semana Santa es mejor. Hay más turistas, más lío, viaja más gente… ¿Te echas atrás?

ELENA.— No, no, sí quiero ir, pero no sé si sabré así tan pronto. Como no me lo has explicado bien, a lo mejor no sé.

CHUSA.— No hay nada que explicar. Vamos, llegamos, lo compramos y volvemos.

ELENA.— ¿Dónde cogemos el tren? ¿En Atocha?

CHUSA.— Pues sí, en Atocha. ¿Y eso qué mismo da, si es en Atocha o no es en Atocha?

ELENA.— Nada, mujer, es por saber. En Atocha. Este pantalón es muy bonito, me lo tienes que dejar algún día. (Saca del armario y se prueba un pantalón de Chusa). En Atocha.

CHUSA.— Sí, en Atocha. Montamos en el tren, una detrás de la otra. Antes hay que sacar los billetes. (Elena la mira sin entender por qué le dice esa tontería. Chusa le ayuda a hacer un hueco en su armario y a colocar sus ropas, probándose algunas que le gustan). Bueno, mira: vamos primero a Algeciras, y para eso cogemos el tren en Atocha. Y luego allí, un barco nos cruza en dos horas.

ELENA.— En el barco me mareo. Yo enseguida lo echo todo.

CHUSA.— Mientras no te dé colitis a la vuelta, te puedes marear y vomitar lo que quieras. Está la barandilla del barco puesta a una altura a propósito, y el mar ni se entera. Te pones en la cola, y hala.

ELENA.— Yo me pongo malísima.

CHUSA.— Si no es nada. Dos horas. No te das ni cuenta. Es peor el tren, que es un latazo. Tarda como doce horas.

ELENA.— ¿Tanto?

CHUSA.— Es un mogollón de tren; está lleno de moros, huele mal… Seguro que nos encontramos a alguien conocido en él, basquilla. Pero tampoco hay que dar mucho cante, que están los trenes últimamente fatal; a la mínima de cambio, como te fumes un canuto, ya la has hecho. Por eso nosotros, suavito. Nos compramos unos bocatas para comer algo en el viaje, y a las diez o así de la mañana llegamos. Sale de aquí a las diez de la noche y llega allí a las diez de la mañana. Doce horas, lo que te digo. Luego, en Algeciras vamos rápido, a ver si podemos pillar el barco de las diez y media o el de las doce, como mucho. Llegamos a Ceuta y nos vamos directamente a la estación de autobuses y a Tetuán. Allí cogemos otro autobús, y a Chagüe, que es un pueblecito rodeado de tres montañas, muy bonito, como esos que salen en las películas, con los techos así redondos, todo blanco, precioso.

ELENA.— ¿Tú lo conoces bien, no? A ver si nos vamos a quedar allí en las montañas, y nos perdemos o nos pasa algo… ¿Y lo de dormir y todo eso?

CHUSA.— Allí, en Chagüe, dormimos la primera noche, en una pensión muy bonita que hay, chiquitita. ¡Huy, qué blusa, déjame…! A ver cómo me está. (Se la prueba).

ELENA.— ¿Y no cogeremos allí piojos… y cosas?

CHUSA.— ¡Qué vas a coger, mujer! No. Bueno, a lo mejor, pulgas sí que habrá; pulgas casi seguro.

ELENA.— ¡Pulgas!

CHUSA.— No pasa nada. Al día siguiente te has acostumbrado. Y si no, nos echamos limón.

ELENA.— A mí me da un poco de cosa con los moros.

CHUSA.— Conmigo siempre se han enrollado bien, pero hay que tener mucho cuidado. A un amigo mío en Marruecos le pillaron mangando una manzana y le querían cortar la mano. Es la pena para los ladrones.

ELENA.— ¿Todavía?

CHUSA.— Fíjate. El tío nerviosísimo, figúrate, y todos sus colegas igual, porque es que veían que se la cortaban. Él tiraba para atrás, pero nada, ellos, cabezones, que se la cortaban. Fíjate, montando una allí que te cagas. Robas una manzana y te quedas con el muñón.

ELENA.— Qué demasiao.

CHUSA.— De qué, ¿no? Encima de que vamos allí a darles de comer los europeos. Qué pasa. Pero nosotras en plan tranqui, nos vamos rápido para Chagüe, que allí ya es otra cosa. Y luego como lo veamos. O nos vamos a comprarlo directamente, o si nos apetece nos vamos antes a dar una vuelta por Fez o Marraquech, a ver a los encantadores de serpientes por la calle que están tocando la flauta ahí y salen del cesto…

ELENA.— Ay, qué bien, qué bonito. ¿Vivas? ¿Vivas las serpientes?

CHUSA.— Si estuvieran muertas y salieran ya sería demasiado, ¿no? Ya verás qué bonito todo allí, y la pensión de Chagüe, con unos arcos que tienen en el patio…

ELENA.— Y con las pulgas.

CHUSA.— Que no pasa nada, y es cantidad de barata además. Es lo más barato allí. Cuesta diez dirjan la noche; unas doscientas pesetas.

ELENA.— ¿No podíamos ir a alguna un poco más cara, que no hubiera pulgas?

CHUSA.— Allí hay pulgas en todos los sitios. No ves que es África. Luego ya, desde allí, nos subimos a la montaña, a casa del Mójame, que es el que nos lo vende.

ELENA.— ¿Y vamos a su casa? ¿En una montaña? ¿Y cómo subimos?

CHUSA.— Por la carretera, por dónde vamos a subir. Hay carretera. Y ya verás, tía, se enrollan de puta madre. Los moros de la ciudad, ya te digo, manguis que te caes; pero los de la montaña son buena gente.

ELENA.— A mí lo que me da miedo es si no podemos luego volver.

CHUSA.— Venga ya, no digas cosas raras. Yo he ido y he vuelto, ¿no? Dormiremos allí esa segunda noche, en la casa del moro. Ya verás qué punto tiene todo.

ELENA.— ¡Ay, hija! Me da un poco de miedo dormir ahí con un moro.

CHUSA.— Por Dios, tía, no vas a dormir con el moro. El moro se va a otro sitio, y a ti te deja en un cuartito de esos que tienen una cama todo alrededor que parece como si fuera un asiento, pegado a la pared, y duermes allí tumbada, de lado. Allí duermen así siempre, en hilera y de lado. No tienen camas.

ELENA.— ¿Y sábanas?

CHUSA.— Pijama también si quieres. Allí no usan eso, pero está precioso, tapizado, bonito, con unas mesas de esas para tomar el té. En cuanto ven que no haces nada te traen un té. Se enrollan los moros de la montaña de puta madre. Llegamos allí y le decimos al moro: «Mójame, tenemos estas pelas, así que a ver lo que nos podemos llevar». ¿Tú puedes conseguir algo de dinero para traer más?

ELENA.— Si acaso lo que me he traído, o puedo sacar algo de la cartilla si quieres. ¿Y cómo nos lo vamos a traer, lo que compremos?

CHUSA.— En el culo, en el chumi, nos lo comemos, lo que sea. Hay que pasarlo.

ELENA.— ¿?

CHUSA.— Tenemos que convencerlos para que nos fabriquen ellos el costo. También nos lo podemos hacer nosotras si queremos, pero es un curre. Yo por saber, sé. A mí me das unas ramas y te hago un doble cero en nada. Pero te pones las manos hechas polvo. Te salen callos de apretar.

ELENA.— ¿El doble cero es el mejor, no?

CHUSA.— El primer polvo que da la rama. La rama está llena de polen, el primer toque que le das cae el polvito blanco; lo coges y se convierte en una bolita de goma negra. Doble cero. Lo mejor.

ELENA.— Pero será lo más caro.

CHUSA.— Claro. Ten en cuenta que si tienes, qué te digo yo, a lo mejor diez kilos en varas de hachís cortado en ramas, da sólo doscientos gramos o así de doble cero. Si luego le das cien vueltas ya a la varita, pues le sacas dos kilos, qué quieres que te diga, pero ya del malo, morralla.

ELENA.— Sí. Yo de eso no sé; es mejor que te ocupes tú. Yo fumo y me gusta, pero no entiendo nunca ni lo que fumo. Como no me trago el humo…

CHUSA.— No te preocupes, que está todo controlado.

ELENA.— Yo, más que nada, es por ir. Bueno, también por sacar algo, porque luego, al venderlo aquí… ¿cuánto se saca?

CHUSA.— Veinte veces lo que nos hemos gastado, si es un negocio. Y una aventura. Te metes allí, dos tías además, nos lo regalan todo. A mí me han regalado cosas muchas veces. Dicen que tengo cara de mora. Como soy morena…

ELENA.— A mí lo que más cosa me da es eso de metérnoslo en el culo. ¿Qué miedo, no?

CHUSA.— Qué va, tía. Si es que luego estás allí, y te entra un punto de tranquilidad y da paz que es que estás en la gloria. Y nada. La noche anterior a venirnos, nos hacen las bolas.

ELENA.— ¿Y de cuántos gramos es cada bola? Yo no sé si…

CHUSA.— Te tienes que procurar meter por lo menos cien gramos en la vagina, y otros cien o doscientos en el culo.

ELENA.— ¡Ay, Dios! Yo es que soy estreñida. Si se me queda dentro…

CHUSA.— Mejor. Te tomas luego un laxante y lo echas todo.

ELENA.— En el barco de vuelta, mareada y con eso dentro, me muero.

CHUSA.— Qué aprensiva eres. Las bolitas son molestas al principio, pero luego se suben para arriba y no notas nada.

ELENA.— Tú me tienes que ayudar, porque si no, no sé.

CHUSA.— A ver si te voy a tener que meter yo las bolas. Te las metes tú como buenamente puedas, con vaselina.

ELENA.— Habrá que llevar mucha vaselina entonces.

CHUSA.— Un kilo, no te digo. Eso con una gota hay más que de sobra. Si no duele nada. Mira, hay sólo un problema, qué quieres que te diga: si nos cogen. Es de lo único que te tienes que preocupar. Por eso en la frontera nos tenemos que poner monas, nos pintamos bien, tranquis, sonrientes, y ya está. Echándole morro a la vida, que si no te comen. Tú haces todo lo que yo haga. ¡Ah! Y luego muchísimo cuidado en el tren, que es donde cogen a los pardillos. Sacas un porro, se corre el asunto, y ya te has liado. Otras doce horas en la batidora de la Renfe, y a casita.

(Elena, que lleva un rato intentando hacer una difícil confesión a Chusa, por fin se atreve al ver que ésta ha llegado al final de su explicación).

ELENA.— Tengo que decirte una cosa. ¡Yo no puedo! En el culo a lo mejor… pero nada más. Chusa, soy virgen.

CHUSA.— ¿Que eres qué?

ELENA.— Virgen. Que nunca he… Nunca. Ni una vez.

CHUSA.— No me estarás hablando en serio.

ELENA.— Ha sido sin querer, de verdad. Yo no quería, bueno, quiero decir que sí que quería, pero es que los tíos son… Se lo dices y empiezan que si tal que si cual. No se atreven. Ya sabes cómo son de cortados para todo. Se aprovechan de ti y luego nada.

CHUSA.— Eso hay que arreglarlo enseguida. Se lo decimos esta noche a Alberto y ya está. No me hace gracia, no creas, pero qué le vamos a hacer. No vas a seguir así. ¿Te ha gustado antes, no? Pues mejor para ti.

ELENA.— Me da vergüenza.

CHUSA.— Venga, no seas tonta, que eso no es nada. No miramos.

ELENA.— ¿Pero vais a estar aquí mientras?

CHUSA.— Pues claro. ¿Qué pasa? ¿Te vamos a comer?

ELENA.— Que me da vergüenza, de verdad.

CHUSA.— Más vergüenza tenía que darte ser virgen en mil novecientos ochenta y cinco, y tan mayor. Debes quedar tú sola, guapa.

ELENA.— Yo y mi madre. También es virgen, sabes.

CHUSA.— ¿Quién? ¿Tu madre? (Elena asiente con la cabeza). Sí, claro. Y a ti te trajo la cigüeñita.

ELENA.— De cesárea. Nací de cesárea. Y se quedó embarazada en una piscina municipal, con el bañador puesto y todo, y eso que era de los antiguos. Bueno, eso dice ella.

CHUSA.— ¿En una piscina? ¿En una piscina municipal? Sería al tirarse del trampolín. Habría uno debajo haciendo la plancha, y ¡zas!

ELENA.— Es de verdad, no te lo tomes a broma. Yo soy hija de mi madre y de un espermatozoide buceador.

CHUSA.— Desde luego es que no te puedes fiar. Quién sería el animal que se puso allí a… ¡Hay que ser burro, y bestia, y…! ¡Ay, perdona, tú! No me había dado cuenta de que era tu padre.

ELENA.— No, si como no le conozco me da lo mismo. A mí como si me dicen que soy una niña probeta. Paso de orígenes.

CHUSA.— Pues mira, haces bien, qué quieres que te diga. Tampoco creas tú que mi padre era…, para ese padre casi mejor ser hija del Ayuntamiento como tú. Hoy día además no hay que escandalizarse por nada. Hace poco estuvo aquí durmiendo unos cuantos días uno que hacía Biológicas, y estaba todo el día dándole a un libro de un tal Mendel, que hacía unas guarrerías con los guisantes para que tuvieran hijos que no te creas. Venían los dibujos y todo. Por dónde se tenía que meter el guisante, lo que hacía cuando estaba dentro y se hinchaba, se hinchaba… Todo, venía todo. Ya ves; más de uno tendría por padre a un guisante. Claro que se lo callan. No lo van a ir diciendo por ahí como haces tú.

ELENA.— Yo no se lo digo a nadie tampoco. A ti porque te conozco, pero a nadie más. Como no conozco a nadie más… Que no intimo yo con nadie, de verdad.

CHUSA.— Oye, ¿tú eres un poco rara o me lo parece a mí? Claro, debe ser por lo de virgen. No te regirán bien las neuronas. Esta noche, Alberto te pasa al gremio de las normales, no te preocupes.

ELENA.— Y yo… ¿Qué tengo que hacer?

CHUSA.— ¿Tampoco sabes eso? No te preocupes, que él te enseñará. Él sí que sabe; ya lo verás. ¿Tomas la píldora?

ELENA.— ¿Qué píldora? No. Como soy virgen…

CHUSA.— Déjalo, no te esfuerces. Vamos a la farmacia a por algo, no te quedes embarazada a la primera de cambio y me toque encima cuidar del niño. Y menos de Alberto, guapa. No me gustaría nada, ¿sabes?

ELENA.— Gracias, Chusa. Eres una tía.

CHUSA.— Una madre es lo que soy. Es mi cruz, qué le vamos a hacer. Hala, vamos.

(Van a salir. Abren la puerta. Chusa regresa desde la puerta y apaga el transistor, que estaba sonando muy bajo).

ELENA.— (Desde la puerta). También así, maja, hacerlo la primera vez con un madero me da no sé qué. A ver si me va a pasar algo. Yo soy muy supersticiosa.

CHUSA.— Alberto es un tío fetén. Y lo hace todo bien: si lo sabré yo. Si te lo dejo es porque es de confianza. Y una vez nada más, ¿eh? No te vayas luego a acostumbrar. En la policía también hay tíos normales, como en todos los sitios. ¿Qué te crees, que muerden? Además, como se quitará el uniforme, ni te enteras.

ELENA.— Me imagino. Lo que faltaba era que lo hiciera con el uniforme puesto. ¡Qué escalofrío!, ¿no?

(Salen las dos entre risas y cierran la puerta. Oscuro).