Algunos dirían que simplemente se trata de psicópatas o de mercenarios. Después de haber asesinado a cerca de novecientas personas durante más de cuarenta años, que así fuera facilitaría mucho explicar el porqué de tantas atrocidades. Pero apenas disponemos de evidencia para sostener afirmaciones como ésas. En realidad, lo que la mayoría de cuantos un día optaron por incorporarse a ETA ha compartido es, para empezar, su condición de jóvenes, varones por lo común apenas veinteañeros cuando no adolescentes en el momento de ser reclutados. La mitad de ellos nacidos en Guipúzcoa. Otros rasgos de su perfil sociológico, como se ha puesto de manifiesto en el capítulo primero de este libro, permiten constatar a lo largo del tiempo una inversión, de tal modo que quienes ingresaron en la banda armada a partir de mediada la década de los ochenta muestran progresivamente características propias de los extremistas neonazis o anarquistas, pero en cualquier caso antisistema, existentes en otros países de nuestro mismo entorno europeo.
Pero quienes han militado en ETA han compartido, además, su condición de nacionalistas vascos. Antes de ser reclutados por la organización terrorista, tal y como ha quedado claro en el capítulo segundo, habían hecho suyas las ideas esenciales de un nacionalismo de carácter étnico y excluyente, que niega la pluralidad constitutiva del País Vasco y enfatiza pretendidos derechos colectivos en detrimento de derechos humanos individuales. Un nacionalismo incompatible con valores democráticos, proclive a la intolerancia y a la justificación de la violencia. Actitudes y creencias adquiridas en la familia de origen, el entorno escolar, círculos eclesiásticos y cuadrillas de amigos, entre otros ámbitos de influencia. Ahora bien, la adhesión a esa ideología y a sus objetivos raramente basta para explicar la opción por el terrorismo. Si nos preguntamos por qué ha habido adolescentes y jóvenes vascos, socializados políticamente en un nacionalismo étnico y excluyente, que se convirtieron en patriotas de la muerte, es preciso aludir a una serie de motivaciones individuales basadas en criterios de racionalidad, emotividad e identidad. Éstas se combinan de un modo variable, incluso reforzándose entre sí, según personas y periodos de tiempo, pero caben algunas generalizaciones respecto al conjunto de los se integraron en aquella organización terrorista desde hace cuatro décadas.
Por lo común, como paso previo a su integración en ETA, los futuros militantes habían llegado al convencimiento de que la violencia era útil para conseguir propósitos políticos y, en concreto, el de la independencia. Ese convencimiento apelaba unas veces a casos foráneos de insurrección anticolonial y otras a elocuentes ejemplos propios, como haber impedido con atentados la construcción de una central nuclear o la ejecución del trazado previsto de cierta autovía. Aun así, de acuerdo con la evidencia analizada en el capítulo tercero, para aceptar el reclutamiento muchos necesitaron percibir fundadas expectativas de éxito, confianza en que ETA disponía de los recursos y el apoyo popular necesarios para lograr todos o buena parte de sus fines. Pese a ello, no pocos de quienes accedieron a incorporarse a la organización terrorista hubiesen renunciado a hacerlo en ausencia del santuario francés, cuya existencia hasta bien entrados los años ochenta redujo considerablemente los riesgos y costes percibidos en la militancia. Por otra parte, el prestigio social conferido a los etarras en ámbitos nada restringidos de la población vasca supuso un estímulo muy importante. Éste y otros incentivos selectivos, como la gratificación misma de pertenecer a la banda armada, reforzaban las motivaciones basadas en criterios adicionales de racionalidad.
Ahora bien, en las motivaciones individuales para el terrorismo no sólo hay intereses, sino también pasiones. Así, un buen número de los que se convirtieron en militantes de ETA habían sentido antes frustración, al no haberse cumplido las elevadas y crecientes expectativas políticas que tenían para el fin de la dictadura y el posfranquismo. Sin embargo, son los sentimientos de odio los que ocupan un lugar central entre las motivaciones de los etarras. Odio a España y a lo español que procedió inicialmente tanto de la doctrina sabiniana como de haber experimentado una represión policial excesiva bajo el régimen autoritario y también durante la transición. Y asociada al odio aparece la venganza, entre las motivaciones que llevaron a no pocos adolescentes y jóvenes vascos a la militancia en ETA. Sobre todo ello se ha ofrecido abundante evidencia en el capítulo cuarto. Pero no es menos cierto que, con el paso del tiempo y la transformación de la seguridad interior española, ese odio dejó de estar relacionado con la conducta de los cuerpos policiales y pasó a ser producto del intenso adoctrinamiento al que han estado sometidos numerosos niños y quinceañeros vascos en el seno de la subcultura de la violencia que ha nutrido de miembros a la organización terrorista.
Además, a muchos adolescentes y jóvenes nacionalistas que han sido militantes de ETA les acuciaba afirmarse como vascos. Para bastantes de ellos ésa fue su principal motivación cuando optaron por ingresar en la organización terrorista. No en vano, ésta había protagonizado el retorno del nacionalismo vasco bajo el franquismo y la tenían por portadora privilegiada de aquella identidad colectiva. Se hicieron pues violentos para considerarse vascos y ser considerados así por los demás. Mataron por una identidad tal y como puede comprobarse mediante los testimonios ofrecidos en el capítulo quinto. Bajo la dictadura y el posfranquismo, reaccionaban con agresividad ante la imposibilidad de expresar en público los atributos de esa identidad que definían como vasca. Después, ya con la nueva democracia española y el autogobierno vasco, la perentoriedad de afirmarse violentamente como vascos, siempre según determinados cánones propios de un nacionalismo étnico y excluyente, ha sido inducida entre quinceañeros predispuestos por razones de edad a la búsqueda de una identidad e insertos en la subcultura de la llamada izquierda abertzale.
Y de esta violenta lógica de identificación no han escapado hijos de inmigrantes andaluces, extremeños, castellanos o gallegos.
En esa misma subcultura —en realidad, una contracultura— violenta del abertzalismo radical se continuaron socializando políticamente numerosos jóvenes que, pese a haber nacido cuando España formaba ya parte de la Unión Europea y el nacionalismo estaba institucionalizado en el Gobierno Vasco, pese a desconocer qué son de verdad los abusos policiales y haber sido educados formalmente en euskera, aún acababan interiorizando motivaciones racionales, emocionales e identitarias para hacerse pistoleros de ETA. Generalmente en el marco de redes sociales basadas en ligámenes afectivos de amistad o parentesco, y tras haber pasado por el aprendizaje social de la violencia que implica la kale borroka. Paradójicamente, las vidas de estas últimas generaciones de terroristas han discurrido en paralelo a la decadencia de ETA. Si hace tres o cuatro décadas los etarras constituían una significativa minoría que no estaba mal vista por demasiados de entre los vascos y contaba con el santuario francés, a finales de 2010 probablemente no sumaban más que un centenar de individuos a los que la mayor parte de su población de referencia ha dado la espalda y las autoridades francesas también persiguen en su territorio.
Al igual que explorar las motivaciones para convertirse en militante de ETA, es valioso analizar las razones para salir de la organización terrorista. Es lo que se hace en el sexto y último capítulo de esta obra. Pues bien, hasta el inicio de los ochenta, esa decisión estuvo principalmente relacionada con la percepción de cambios políticos y sociales. Desde entonces, son sobre todo los desacuerdos con el funcionamiento interno o las prácticas de la banda armada los que han promovido el abandono. Aunque siempre ha habido una proporción significativa de militantes que rompieron la disciplina etarra debido a alteraciones en su orden personal de preferencias, a menudo debido a la edad o al hecho de ser por primera vez padres. Eso sí, a lo largo de los últimos veinticinco años, la mayor parte de quienes dejaron de pertenecer a ETA se decidieron a hacerlo tras un prolongado periodo en prisión o al terminar de cumplir condena. Adviértase que no siempre el desenganche respecto de la banda armada implica desradicalización, esto es, rechazo de la violencia. Además, lo habitual es que sus antiguos pistoleros asuman la opción que en su día tomaron, den por bueno lo que hicieron e incluso algunos lamenten no haber podido hacer más. Hasta hoy, salvo muy contadas excepciones, quienes a lo largo de más de cuarenta años han dejado atrás la militancia en ETA, no son terroristas arrepentidos. Nulla est major probatio, quam evidentia rei.