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A la mañana siguiente, antes del desayuno, llegó un mensajero con una carta del reverendo Horston en la que decía que ese día tenía que celebrar seis bodas y que la del señor Grope y la señorita Parry la celebraría a las nueve de la noche o incluso más tarde. Se deshacía en disculpas por el retraso y por las molestias que sin duda iba a causarles.

—¡Qué fastidio! —dijo Esmond cuando bajó con su traje y sus zapatos nuevos; pero su tía y prometida discrepó.

—Después de seis bodas, el reverendo Horston estará agotado, y no recordará muy bien la nuestra. Eso será una ventaja para nosotros.

—No veo por qué —replicó Esmond.

—Porque tendrá prisa y no nos hará muchas preguntas sobre nuestras creencias religiosas, ni sobre si somos miembros de la Iglesia de Inglaterra o ateos. Esas cosas. Por ejemplo, ¿tú sabes si te han bautizado?

—Pues no. ¿Cómo iba a recordarlo? ¿Tú te acuerdas de lo que pasó cuando acababas de nacer? Si te acuerdas es que tienes una memoria prodigiosa. Bueno, voy a dar un paseo.

—Te pasas la vida paseando —comentó Belinda—. No entiendo por qué lo haces.

—Porque me encanta esta finca. Me gustan los animales y las plantas. Antes de que mi padre se alcoholizara y se volviera loco e intentara apuñalarme, solía ir con él a los bosques de Croham Hurst. Había un sendero de grava muy empinado que llamaban Breakneck Hill por el que me encantaba bajar resbalando. A mi padre también le encantaba que lo bajara resbalando. —Esmond hizo una pausa, perdido en el recuerdo de unos tiempos que ya parecían muy lejanos, y añadió—: Además, necesito hacer un poco de ejercicio. Me moriría de aburrimiento si me quedara en casa todo el día sin hacer nada.

—Pues ve a dar un paseo. No quiero que te mueras de aburrimiento. De hecho, iría contigo, pero tengo muchas cosas que hacer en la casa.

Esmond salió, muy aliviado de que Belinda no hubiera decidido acompañarlo. Echó a andar por el prado hacia el muro y el pinar, y una vez que quedó fuera de la vista, corrió hacia la cabaña de Jeremy. Su amigo y cómplice (así era como lo consideraba) estaba sentado en los escalones de la puerta, tomándose una taza de té. Iba muy bien vestido, con un traje de tweed.

—Me temo que la boda no se celebrará hasta las nueve de la noche —dijo Esmond—. El cura ese tiene otras seis bodas hoy. Lo siento.

—No te preocupes. Además, he terminado de limpiar la capilla, y hasta le he sacado brillo a la lápida —repuso Jeremy—. La inscripción que hay en ella es rarísima. Jamás adivinarías lo que pone.

—¿El nombre del esqueleto que hay debajo?

Jeremy negó con la cabeza.

—No. No hay ningún nombre. ¿Quieres volver a intentarlo?

Esmond negó con la cabeza.

—Ni idea. ¿Qué pone?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Claro. No me tengas en vilo.

—Está bien. Pone: «Quien me saque de esta tumba encontrará la muerte. Quien no me deje descansar en paz no morirá en paz. El infierno espera a la mano del extraño. Aléjate de mi amada tierra». Unas amenazas espeluznantes, ¿no te parece?

—Sí, qué raro. ¿Por qué no vimos la inscripción ayer, cuando levantamos la placa de bronce con el gato? —preguntó Esmond.

—Porque no la habían limpiado desde hacía siglos. La inscripción no apareció hasta que la hube frotado varias veces con limpiametales.

—Es curioso —dijo Esmond, y apartó esa idea de su pensamiento.

Esa noche, Esmond volvió a Grope Hall con su traje y sus zapatos nuevos. Se llevó una sorpresa cuando Belinda le presentó a su dama de honor, una anciana que Esmond dedujo que debía de ser alguna antigua sirvienta o niñera de los Grope. Myrtle no se encontraba bien y se había quedado en su habitación, y no habían invitado a nadie más de la familia.

Se sentaron en el salón y charlaron un rato mientras esperaban al reverendo Horston, que llegó muy cansado, tal como Belinda había previsto, pero muy puntual. El sacerdote no disimuló su alivio al ver que no había invitados.

—Bueno, ya podemos empezar la ceremonia —anunció. Todos se levantaron y, precedidos por el novio, cruzaron el patio y se dirigieron hacia la diminuta capilla donde el Abuelo Samuel había encendido una cantidad desmesurada de velas. Fuera el sol se estaba poniendo, pero las ventanas de la capilla eran tan pequeñas y tenían unas vidrieras tan bonitas que hasta el exhausto sacerdote quedó impresionado. Esmond le presentó al Abuelo Samuel diciendo que era su padrino, y el reverendo Horston celebró la unión con prisas y sin hacer preguntas incómodas. Belinda tenía razón: el sacerdote estaba deseando volver a su vicaría y acostarse tan pronto como pudiera. Cuando ella le entregó varios cientos de libras más de lo que esperaba, él se marchó muy satisfecho.

Una vez que el reverendo se hubo marchado, el Abuelo Samuel descorchó una botella de un champán excelente y brindó por la feliz pareja; una hora más tarde, el señor y la señora Grope estaban en una gran cama de un dormitorio del fondo de la casa, donde creyeron que no les oirían hacer el amor. Finalmente se durmieron, agotados.

Esmond tardó otra semana en hacer acopio de valor y decidir que, pese a que su esposa se estaba comportando, él debía poner en práctica su plan. Estaba ensayando su conversación con Belinda —sólo los cochinillos eran testigos de su gran nerviosismo— cuando Jeremy lo encontró y le pidió que lo acompañara a su cabaña.

—Todavía no te he dado mi regalo de boda —dijo cuando llegó Esmond.

—No hace falta que me hagas ningún regalo, de verdad.

—Claro que sí, Joe. Eres el primer amigo verdadero que he tenido desde que llegué a Grope Hall y dejé de ser el Joven Jeremy para ser el Abuelo Samuel. —Se entristeció un momento, pero enseguida se animó—. ¿Ves ese saco manchado de brea que hay en el rincón? Ése es mi regalo. Ve y ábrelo.

Esmond titubeó.

—Te lo digo en serio. No hace falta que me regales nada. Tengo cuanto quiero. Bueno, lo tendré si funciona mi plan.

—Insisto, Joe. Eres mi mejor amigo. Hicimos un trato, ¿no te acuerdas?

—Sí, claro que lo recuerdo, y siempre seré tu amigo.

—Entonces, ve a abrir tu regalo.

—Está bien. Si insistes…

Esmond cruzó la habitación y, con cierta dificultad, logró desenrollar el alambre de cobre que mantenía cerrado el saco. Cuando por fin lo abrió, el saco se inclinó hacia un lado, y unas monedas cayeron al suelo. Esmond se quedó mirándolas, perplejo. Nunca había visto monedas como aquéllas. Cogió una y la examinó. Era un soberano de oro. No había ninguna duda, pero por si la había, el saco pesaba una barbaridad.

—Ahí dentro debe de haber una fortuna. ¿Dónde demonios lo has encontrado? —preguntó, atónito.

—Sí, una fortuna. Supongo que varios millones. Y respecto a dónde lo he encontrado, ¿no lo adivinas?

Esmond intentó adivinarlo, y al final sacudió la cabeza.

—No me dirás que debajo de esa gran placa de cobre que has estado limpiando, ¿verdad? —dijo, y se dejó caer en una silla.

—¡Bingo!

Esmond se quedó mirándolo, boquiabierto.

—Pero si pesaba muchísimo. No puedes haberla levantado tú solo.

—Cogí una especie de grúa de un tractor, até una cadena muy gruesa a un extremo de la losa y la levanté mientras tú te tirabas a la señora Grope, después de la boda.

—Pero te habrán oído —dijo Esmond.

—¿Con el ruido que hacíais tú y tu mujer? ¡No lo dirás en serio! Además, la capilla queda lejos de la casa. Después, todo fue muy fácil. Sólo tuve que apartar a nuestro amigo el esqueleto e introducir una varilla de metal hasta que noté algo. Entonces empecé a cavar y saqué este saco. Me llevó toda la noche, y te aseguro que quedé destrozado. Dormí todo el día siguiente, y casi toda la noche.

—No me extraña. ¿Cómo trajiste el saco hasta aquí? Pesa una tonelada.

—Con el tractor. Le enganché una carretilla detrás.

Esmond lo miró fijamente y en silencio, con una mezcla de asombro y admiración.

Jeremy interrumpió el silencio:

—Bueno, ahora eres un hombre rico. Puedes hacer lo que quieras, comprarte lo que quieras, ir a donde quieras. Puedes…

—¡Ni hablar! —saltó Esmond—. Sé lo que voy a hacer, o, mejor dicho, lo que vamos a hacer. Vamos a ir a medias. Tú has encontrado el tesoro, cosa que yo no habría hecho ni en un millón de años, aunque todavía no sé cómo demonios supiste que estaba allí.

Jeremy rió.

—¿No te acuerdas de la inscripción con esos lamentables versos? Eso me hizo pensar que allí debajo tenía que haber algo más que un esqueleto con una pala, aunque no sospeché que pudiera ser una fortuna en soberanos de oro.

—Una fortuna que nuestra genuina amistad exige que nos repartamos. Y ahora será mejor que vuelva a la casa. Tengo que decirle una cosa a mi mujer.

Esmond encontró a Belinda en el jardín, con un gran ramo de rosas rojas que estaba recogiendo en un cesto.

—¿Verdad que es maravilloso estar aquí? —dijo Belinda—. De niña me encantaba esta casa cuando venía de visita en verano, pero ahora que he logrado escapar del asqueroso Albert y de su horrible chalet, todavía me gusta más. No te imaginas cómo odiaba vivir allí.

—Sí me lo imagino —repuso Esmond, que, ahora que lo pensaba, de verdad imaginaba el suplicio que debía de haber sido para Belinda vivir con su tío. Es más, lo alarmó comprobar que pensar que Belinda hubiera estado en brazos de otro hombre le producía una sensación sumamente desagradable. ¿Qué demonios le había pasado?—. Nunca tendrás que volver allí, Belinda —dijo, adoptando una expresión severa—. Te vas a quedar aquí y a partir de ahora vas a hacer todo lo que yo te ordene. Lo he estado pensando, y me encanta la vida tranquila y natural que llevo aquí, y voy a quedarme y voy a ser granjero, pero no permitiré que me pongas somníferos en la bebida ni que me digas qué tengo que hacer y decir. Quiero una esposa como Dios manda: una esposa que me cuide; y si no se va a armar la gorda. Y otra cosa: el Abuelo Samuel ya no se llama Abuelo Samuel. Ése no es su verdadero nombre. De ahora en adelante se llamará Jeremy, Joven Jeremy; y cuando se haga viejo se llamará Abuelo Jeremy. Y el Abuelo Samuel, quiero decir el Joven Jeremy, ya no trabaja para nosotros, porque él y yo vamos a ser socios. Él ha cobrado un dinero, y hemos decidido que vamos a montar un negocio de cría de toros, además de explotar la finca. Tú no te entrometerás en nuestro negocio, aunque si te apetece puedes dar de comer a los cochinillos de vez en cuando… Y… Y…

—Mira, tú mandas, amor mío. Tú tomas las decisiones.

Esmond miró atónito a Belinda.

—Pero si el otro día me dijiste que teníamos que conservar las tradiciones y que…

—¿Qué sentido tiene conservar unas tradiciones tan antiguas y claramente brutales? Somos iguales. Es así de sencillo. Si tenemos una hija, ella podrá seguir las tradiciones familiares del pasado si lo desea; pero si quieres que te diga la verdad, espero que tengamos un hijo.

Y, dicho esto, se llevó el cesto de rosas a la casa.