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En su habitación del hotel catalán, Horace Wiley se lo estaba pasando en grande. En unas pocas horas había hecho el amor más veces que en toda su vida de casado, y aunque estaba tan agotado que ya no podía alcanzar otro orgasmo, todavía tenía una erección y podía gozar acariciándole las nalgas y besándole los pechos a su amante.

Al final, y con cierta reticencia, Horace se separó de Elsie para bajar con ella al comedor. La comida le pareció deliciosa, porque después de tanto sexo tenía un apetito voraz. Devoró un plato enorme de jamón ibérico y una enorme chuleta de cerdo, y de postre se tomó un helado doble y tres cafés. Agradablemente saciados, Horace y Elsie salieron del comedor y volvieron a su dormitorio. Horace acababa de desnudarse y se disponía a meterse en la cama pensando que aquello era el paraíso cuando de pronto cayó al suelo produciendo un ruido sordo. Elsie dio un brinco, se arrodilló a su lado y le buscó el pulso, pero no se lo encontró, ni en la muñeca ni en el cuello. Horace Wiley estaba muerto.

Diez minutos más tarde, Elsie se había vestido y, tras comprobar que no hubiera nadie en el pasillo, se disponía a escabullirse a su habitación cuando reparó en que la cama estaba deshecha y revuelta, lo que indicaría qué le había provocado un infarto a Horace. Nada más verla, cualquiera adivinaría que alguien había estado haciendo el amor en ella como un loco. Y los habían visto comiendo juntos, de modo que lo más probable era que la implicaran a ella.

Elsie volvió a cerrar la puerta de la habitación con un pañuelo e hizo la cama; luego se volvió hacia Horace. Si pudiera subirlo a la cama, preferiblemente con la ropa puesta, la situación sería mucho más segura para ella. De hecho, teniendo en cuenta la comida rica en grasas que había ingerido, su muerte podría parecer perfectamente natural.

Pero Elsie no consiguió ponerle los pantalones y la camisa a Horace. Pesaba demasiado. Agotada por el esfuerzo que había hecho, se sentó en una silla para recobrar el aliento, y entonces empezó a sentir la conmoción de la repentina muerte de Horace.

Sin embargo, el dolor dejó de embargarla cuando vio el maletín que Horace había comprado en Barcelona bajo el armario ropero, donde era evidente que él lo había escondido. Elsie cruzó la habitación, cogió el maletín y vio que no estaba cerrado. La curiosidad pudo con ella: abrió el maletín y examinó su contenido.

De hecho, lo único que había en el maletín era un gran sobre marrón lleno de lo que parecían libretas de tapa blanda. Elsie retiró las grapas del extremo del sobre y extrajo el contenido. No se había equivocado mucho: no eran libretas, sino pasaportes —unos cuantos pasaportes— y un carnet de conducir.

Elsie examinó el carnet de conducir y abrió los pasaportes uno por uno, leyendo los nombres y estudiando las fotografías. Reconoció a su difunto amante inmediatamente en el carnet de conducir, aunque en la fotografía aparecía sin barba y se llamaba Horace Wiley. El tipo con barba era un austríaco llamado Hans Bosmann, y el pasaporte caducaba al cabo de seis meses.

Pero ¿por qué le habría dicho Horace que se llamaba Bert y por qué tendría tantos pasaportes falsos? Como era una mujer sensata, Elsie no leía los periódicos británicos publicados en España, ni siquiera The Times o el Telegraph, porque no le interesaba la política. Sólo leía La Vanguardia y El País, que en general se limitaban a informar sobre lo que sucedía en España. Sin embargo, el apellido Wiley le resultaba familiar, y tras darle vueltas un rato recordó haber oído mencionar a unos bañistas ingleses algo llamado el «Misterio Wiley». Quizá el carnet de conducir que tenía en la mano tuviera algo que ver con ese misterio.

Al principio Elsie pensó en dejar el carnet de conducir con el cadáver, pero luego cambió de opinión. Al fin y al cabo Bert —o quizá debiera llamarlo Horace— era el primer hombre, desde hacía mucho tiempo, que le había proporcionado tanta satisfacción sexual. Abrió la puerta de la habitación y corrió hacia la suya, y se llevó el carnet de conducir. Los pasaportes los dejó en la habitación de Horace.

Horace Wiley había querido conservar el anonimato en vida, y seguiría conservándolo una vez muerto.