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En Essexford, el inspector jefe se hallaba al borde de la desesperación. El nuevo especialista forense enviado por el Ministerio del Interior había tenido una actitud condescendiente y no había resultado útil en absoluto, aunque había identificado el ADN de Esmond en la moqueta del chalet, donde Albert afirmaba que el chico se había caído, y había demostrado la relación de Esmond con la señora Wiley mediante un análisis de la sangre que le había extraído a ésta del brazo.

—Muy bien, sabemos que son madre e hijo, pero en el suelo no hay suficiente sangre del chico para justificar las sospechas de que lo hayan asesinado. Hay cristales por toda la casa. Pudo tropezar con una botella. ¿Estaban aquí todas esas botellas rotas cuando irrumpieron ustedes en el chalet?

—Sí —respondió el inspector jefe con amargura; no le gustó el tono que empleó el especialista forense al pronunciar la palabra «irrumpieron»—. Espero que no piense que mis hombres atracaron la tienda de licores y pillaron una cogorza. No son tan imbéciles.

El especialista forense sacudió la cabeza y no hizo ningún comentario. Tenía una opinión paupérrima de la rama uniformada del cuerpo de policía, y el grupo de Essexford que había necesitado un bulldozer sólo para abrir la puerta de un garaje y entrar en una casa era lo peor con que se había cruzado hasta la fecha.

—¿Hay algo más que le interesa que vea? —preguntó mientras se dirigía hacia su coche pensando que tenía que decirle al Ministerio del Interior que en el futuro no le hiciera perder el tiempo.

El inspector jefe aprovechó la oportunidad. Todavía se resentía de la arrogancia del especialista forense.

—Sí, me gustaría que viera otro edificio —dijo, y lo guió por el sendero que conducía al matadero self-service. Había hecho retirar de la carretera el letrero que rezaba «MÁTALOS TÚ MISMO Y CÓMETELOS», pero había dejado el que estaba clavado junto a la puerta del matadero. Sabía que ningún equipo de forenses hablaba con otros equipos, y quería ofrecerle al especialista una idea más clara de las tendencias asesinas del cerdo de Ponson y explicarle por qué había sido necesario utilizar un bulldozer para entrar en la casa. Lo consiguió.

—Cielo santo, ese hombre debe de ser un verdadero sádico —murmuró el especialista mientras leía el letrero clavado en la pared del edificio.

—Échele un vistazo al suelo del interior y dígame algo que yo no sepa —replicó el inspector jefe—. Encontrará todas las muestras de sangre que pueda necesitar.

Esperó junto a la puerta. «Así ese capullo arrogante tendrá algo que hacer», pensó, y como quien no quiere la cosa, le dio una patada a un cubo, derramando el agua sobre la capa de sangre seca que cubría el suelo de cemento. Cuando el forense hubo recorrido todo el edificio, la zona más próxima a la puerta parecía cubierta de sangre fresca. Entonces, el forense añadió sangre de la suya al resbalar en la superficie húmeda y golpearse la cabeza contra el suelo de cemento. Antes de poder levantarse, resbaló dos veces más, y se desahogó soltando una serie de palabrotas de lo más grosero.

—Voy a ver si le consigo un poco de Elastoplast —dijo el inspector jefe, y volvió corriendo a las ruinas del chalet.

—¡Y una ambulancia! ¡Podría tener conmoción cerebral! —gritó el forense antes de desplomarse poco a poco hasta quedar sentado en la hierba, algo más cómodo, bajo el letrero que rezaba «MATADERO SELF-SERVICE». Empezaba a entender lo apropiado que resultaba aquel letrero.