Los sentimientos de Esmond eran prácticamente opuestos a los de su padre, ya que por fin se sentía una persona mayor. Estaba disfrutando mucho aprendiendo a dirigir la finca con el Abuelo Samuel, y lo trataban como a un adulto y le hacían asumir responsabilidades de adulto. Se había encariñado mucho con los cerdos y los cochinillos que hozaban en el espacio que había entre el huerto y el alto muro de piedra con su arco y su verja de hierro por el que habían pasado con el viejo Ford Cavalier para ir a enterrarlo en la vieja mina. Y también estaba la caseta de ordeñar, y el sendero con muretes de piedra que recorría los campos de labranza y se perdía en las pendientes cubiertas de hierba. Esmond —o Joe Grope, como todos se empeñaban en llamarlo— disfrutaba llevando las vacas hasta la caseta y con cualquier otra cosa que le pidieran que hiciera.
No tenía ni la más remota idea de dónde estaba, pero no le importaba. Por primera vez en la vida, su madre no lo abrumaba con sus mimos y su padre no lo odiaba ostentosamente. Para completar la sensación de que por fin se había librado de la inseguridad que le provocaba esa dualidad, también había abandonado para siempre el apellido Wiley. Esa noche, en la cama, Esmond se planteó su futuro y supo exactamente lo que iba a hacer.