Horace se lo estaba pasando en grande en la Costa Brava catalana. El hotel que había encontrado era excelente, y tenía una habitación con vistas a una playa abarrotada de bañistas. Le sorprendió ver que muchas de las mujeres que tomaban el sol en la playa llevaban trajes de baño minúsculos hasta extremos que él jamás habría podido imaginar.
Unos cientos de metros más allá de la zona donde se bañaba la gente, había una hilera de boyas en las que estaban anclados balandros, motoras y veleros un poco más grandes.
Horace se sentó en el balcón de su habitación y, feliz, se quedó contemplando la escena. Estaba verdaderamente contento con la vista que tenía desde la habitación del hotel: no le apetecía tomar el sol en la atestada playa y, además, no sabía nadar. Detrás de él oía los débiles sonidos de la camarera, que estaba pasando el aspirador por su habitación y haciendo la cama.
Poco antes, después de un desayuno perfecto en el comedor, donde tenía una mesa cerca de la ventana, el director del hotel, que hablaba un inglés excelente, le había preguntado si quería un periódico inglés. Horace dijo que sí, pero comentó que le sorprendía poder encontrarlo en España.
—En Cataluña, señor —explicó el director—, en verano los recibimos todos los días. En invierno hay que ir a buscarlos al pueblo. No queda lejos, pero en enero cerramos todo el mes para dar vacaciones a los empleados. Ahora está abierto el quiosco de la plaza, puede comprarlo allí.
Horace le dio las gracias y lo vio dirigirse a otra mesa y hablar en catalán; luego el director habló en español con otro par de clientes que no le entendieron y que contestaron, en un inglés impecable, que eran de Finlandia.
—Finlandia —dijo el director, y preguntó si ya sabían qué querían desayunar. Pero Horace había perdido el interés y salió al paseo. Se dirigió al quiosco y compró el Daily Telegraph y, para variar, también el Daily Mail.
Al volver al hotel, subió a su habitación y se sentó en el balcón, sin abrir los periódicos. Se fijó en un transatlántico que se veía en el horizonte, y lamentó no haber elegido esa cómoda vía de escape en lugar del arduo viaje a Letonia y el recorrido por Europa; pero entonces recordó que había escogido esa ruta, con origen en los muelles de Londres, por temor a que lo reconocieran. Además, reflexionó, en un transatlántico también habría corrido el riesgo de encontrarse a alguno de sus clientes del banco. No, el vapor volandero había sido el medio más seguro, aunque incómodo, para llegar a Europa. Ahora lo único que necesitaba Horace era cambiar por completo su aspecto físico. Ya se había dejado bigote, y la barba, cada vez más larga y espesa, no tenía nada que envidiar a la de la fotografía del pasaporte que había comprado en Salzburgo.
Por último, Horace cogió los periódicos que había comprado y los estudió minuciosamente para comprobar si había alguna referencia a la desaparición de un director de banco de Croydon o, peor aún, alguna fotografía suya. Aliviado al no encontrar ni una cosa ni otra, siguió observando los cuerpos tendidos en la arena y lamentó no ser más joven.