Horace no sabía que el día anterior habían encontrado una serie de bombas de al-Qaeda repartidas por doce ciudades de Inglaterra, aunque por suerte las descubrieron y las desactivaron antes de que estallaran.
Aun así todo el país estaba en alerta, para gran deleite del inspector jefe, a quien Scotland Yard presionaba para que informara con la máxima claridad sobre qué demonios mantenía en secreto en Essexford.
—No es más que la típica y sórdida pelea doméstica, con una esposa y un chico de diecisiete años desaparecidos —informó—. Y una casa mal construida que se ha derrumbado. El hombre al que hemos detenido es un ladrón de coches paranoico. Ya hemos registrado las ruinas de la vivienda y no hemos encontrado explosivos ni documentos que indicaran conocimiento sobre fabricación de bombas. Además, el tipo es alcohólico, y cualquier cosa menos un fanático religioso. Si no me cree, compruebe sus antecedentes.
Tras deshacerse de la brigada antiterrorista, volvió a interrogar a Albert Ponson y, de mala gana, a Vera Wiley. La mujer seguía resistiéndose a dar respuestas coherentes.
—Ya se lo he dicho un millar de veces: lo dejé en la cama. Pregúnteselo a mi hermano Al, él se lo confirmará.
—Su hermano asegura que su marido amenazó con hacer pedazos a su hijo Esmond y disolverlo en ácido nítrico en un depósito de agua de doscientos litros que hay en la parte trasera de la casa. ¿Qué tiene que decir usted sobre eso?
Vera no estaba en condiciones de decir nada. Le dio un vahído y cayó hacia atrás en el banco, y el inspector jefe comprendió que se había pasado. Se levantó y salió de la habitación. Fue a buscar al sargento y le ordenó que entrara y que se encargara de aquella condenada que lo estaba volviendo loco.
—Y cuando recupere el conocimiento, no le diga a esa bruja que su hijo está desaparecido y dado por muerto.
—¿Le enseño el cuchillo, señor? —preguntó el sargento mostrándole la bolsa de plástico.
El inspector jefe se sujetó la cabeza con ambas manos.
—Por el amor de Dios, eso no es un cuchillo de trinchar. Es un formón, un formón cubierto de sangre.
El sargento lo miró y trató de decir algo.
—Supongo que si alguien quiere descuartizar un cadáver para meterlo en un depósito de agua lleno de ácido nítrico, un formón sirve igual que un cuchillo de trinchar. De hecho, mejor, porque en mi opinión…
—No me importa su opinión. Le digo que ése no es el cuchillo de trinchar que me enseñaron, y si eso es lo que usa usted en su casa para cortar el pan, para cuando haya conseguido cortarlo debe de estar más duro que la piedra.
El sargento se marchó y volvió al poco rato con el cuchillo de trinchar. El inspector jefe se quedó mirándolo, furioso.
—¿Dónde está la maldita sangre? —preguntó.
—El inspector ha dicho que creyó que sería antihigiénico ponerle sangre. Quería llevárselo a su casa para usarlo, y no creyó que usted se fijara en que…
Pero el inspector jefe ya estaba harto.
—Entre y vea si ya ha recuperado el conocimiento.
El inspector jefe fue a la celda de Albert Ponson, quien le comunicó que no pensaba contestar ni una sola pregunta más hasta que hubiera conseguido otro abogado.
—No tengo ni idea de adónde han ido Belinda ni el capullo de mi sobrino. Lo único que sé es que han desaparecido. Y no voy a decir nada más a menos que me consiga un abogado mejor. Y no me venga con el cuento ese de que el techo se les cayó encima a los policías. Eso no fue lo que pasó. Ya puede usted hacerme todas las preguntas que quiera, pero no pienso contestarlas si no es en presencia de mi abogado.
El inspector jefe desistió. La actitud de Ponson casi lo convenció de que aquel desgraciado no tenía ni idea, verdaderamente, de dónde se habían metido su esposa y Esmond Wiley. Peor aún, había advertido al comisario de que si arrancaban la puerta del garaje se vendría abajo la fachada del chalet, y no había mentido. Gracias a Dios, nadie le creía. Lo desconcertante era la necesidad de Ponson de convertir su casa en una fortaleza a prueba de balas.
Cuando el inspector jefe se dirigía en coche a su casa, de pronto se le ocurrió que aquel capullo quizá estuviera loco y padeciera alguna forma aguda de manía persecutoria. Eso explicaría lo del blindaje del chalet. Y si su locura era hereditaria, también explicaría la convicción de su hermana de que su marido había intentado asesinar a su hijo. Por otra parte estaba aquel horrible matadero en medio de los campos de labranza. Y no es que eso no indicara también locura, aunque un tipo de locura diferente y aún más espeluznante.
¿O sólo fingía estar loco para ocultar que era un granuja y un terrorista? Sin embargo, los detectives habían registrado la casa de arriba abajo y, aparte de los agujeros de bala alrededor de la cerradura de la puerta de la cocina, no habían encontrado ni una sola molécula de explosivos.
El inspector jefe exhaló un hondo suspiro, dio media vuelta con el coche y se encaminó a la comisaría.
—Quiero a todo el cuerpo de detectives que han sido asignados a este caso reunidos aquí dentro de veinte minutos —le ordenó al sargento nada más entrar por la puerta.
Mientras meditaba sobre la ausencia de indicios de que Ponson hubiera estado implicado en actos terroristas, de pronto se le ocurrió que quizá fuera verdad que al muy desgraciado lo habían encerrado en su extraordinaria casa, tal como él aseguraba. Cuando llegaron los detectives, el inspector jefe sólo tenía una pregunta que hacerles.
—¿Alguien ha encontrado alguna llave de las puertas de la casa?
Nadie las había encontrado.
—Siguiente pregunta: ¿por qué no funcionaba ningún aparato eléctrico?
—Alguien se cargó la caja de fusibles —contestó uno de los sargentos—. Estaba destrozada. Por eso el tipo gritaba que le dejaran salir.
—¿Y me lo dice ahora? —bramó el inspector jefe—. ¿Hay algo más que debería saber? ¿O prefieren no contármelo? —preguntó con sarcasmo, y prosiguió—: Lo que de verdad me gustaría saber es dónde se han metido esas tres personas. A partir de ahora, y hasta que reciban nueva orden, quiero que se concentren ustedes en eso.
—¿Tres personas? —dijo el comisario—. ¿No querrá decir dos, la señora Ponson y el chico de los Wiley?
—No, tres. Se olvida usted del señor Horace Wiley. Si hemos de creer a esa chiflada, él es el único que ha actuado de forma violenta, y por una vez estoy empezando a creérmela. Supongamos que mató a su hijo. Quizá pensó que la señora Ponson había sido testigo del crimen, y por lo tanto tuvo que matarla también a ella.
—¿Y dónde están los cadáveres?
—Olvídense de los cadáveres, de momento. Cuando tengamos a Wiley ya se lo sacaremos, aunque haya que utilizar empulgueras. Ahora lo que quiero saber es dónde está Wiley.
—Podría estar muerto también.
—Podría estar en cualquier sitio —admitió el inspector jefe con abatimiento.
Había llegado a la conclusión de que seguramente toda aquella familia estaba loca, incluido el hijo, lo hubieran asesinado o no. Y tal como iban las cosas, también él acabaría volviéndose loco.
Esa noche, víctima del insomnio, el inspector jefe cavilaba sobre el caso del que se había hecho cargo. Al principio creyó que sería un caso de poca importancia y que le permitiría detener a Albert Ponson, en quien tenía puesta la mira desde hacía años y a quien todavía no había podido acusar de ningún delito grave. Pero ya no pensaba lo mismo.
Por otra parte, el chalet fuertemente blindado y los tres presuntos asesinatos le hacían abrigar esperanzas de poder acusarlo de algo. No podía estar seguro de que los hubieran asesinado, pero sin duda habían desaparecido todos, y a medida que pasaban las horas de insomnio, el inspector jefe estaba cada vez más convencido de que el matadero self-service había sido utilizado para algo más que para sacrificar cerdos y vacas. Los forenses habían reconocido que no había suficiente sangre humana en aquel tétrico lugar para llegar a una conclusión definitiva, pero sí creían que cabía la posibilidad de que hubieran estrangulado a alguien allí. Las macabras esperanzas del inspector crecían a medida que avanzaba la noche. ¿Por qué, por ejemplo, nunca habían fregado el suelo del matadero y habían dejado que la sangre se coagulara hasta formar una capa casi tan dura como el cemento del suelo y de las paredes? ¿No sería eso una advertencia de Ponson, un mensaje de lo que sería capaz de hacerles a sus enemigos?
Por otra parte estaba la evidencia de que allí no se había cometido ningún crimen con derramamiento de sangre, y hasta el inspector jefe tenía que admitir que proponer el estrangulamiento como la causa de la muerte era agarrarse a un clavo ardiendo.
Pero ¿y los casquillos de bala que habían encontrado en el chalet? ¿Serían verdaderamente producto de los intentos de Ponson de salir de la casa, como él afirmaba?
Un momento más tarde, el inspector jefe tuvo que reconocer, a su pesar, que en realidad a lo que se enfrentaba era a la desaparición de tres personas. Peor aún, podían hacerlo responsable de la destrucción de ese chalet. Aunque si pudiera encontrar a Horace Wiley, quizá tuviera aún posibilidades de conseguir un ascenso.
No se durmió hasta las cuatro de la mañana, sólo dos horas antes de que sonara el despertador y de que volviera a enfrentarse a aquella desesperante pesadilla.