Horace se preguntaba lo mismo. Había cruzado tantas fronteras y había comprado tantos mapas en idiomas que no entendía que no tenía ni idea de dónde estaba.
De Alemania había pasado a Polonia, y luego, atravesando las montañas, había llegado a Eslovenia, había cruzado la República Checa y Austria y se había perdido en Trieste. Desde Italia se había dirigido hacia Francia, hospedándose siempre en los hoteles más modestos que encontraba y dando un nombre falso. En varias ocasiones, en su esfuerzo por alejarse de las carreteras principales, había escogido estrechas carreteras rurales en las que no había hoteles, por lo cual con frecuencia había tenido que dormir al raso. De hecho, muchas noches no había podido pegar ojo porque le parecía estar rodeado de enormes animales, o al menos imaginaba que podía estarlo, lo cual era casi peor.
Por último, cuando ya parecía un vagabundo (le habría gustado llevarse más ropa y una maquinilla de afeitar eléctrica con un enchufe adaptado a las tomas de corriente europeas), entró en Francia. Entonces desistió de intentar afeitarse y se dejó crecer la barba.
Su único consuelo era que a cualquiera que intentara seguirlo iba a resultarle imposible dar con él. Sin embargo, eso no lo tranquilizó mucho cuando, tras días y días caminando por lo que según sus cálculos debía de ser Italia, Horace encontró el paso cerrado por un río increíblemente ancho. Como no sabía nadar y no podía volver sobre sus pasos, tuvo que caminar varios kilómetros hasta encontrar un puente. El alivio que sintió al verlo duró poco, pues descubrió que en el puente había un policía que, por lo visto, lo custodiaba.
Horace no quería arriesgarse a enfrentarse con el policía, así que esperó en la orilla del río a que el policía, cuyo principal deber parecía consistir en detener a los coches que circulaban demasiado deprisa e impedir que se formaran atascos en el estrecho puente, se distrajera. Al cabo de una hora larga un atasco particularmente grave en el que había implicados dos camiones enormes le ofreció la oportunidad que estaba esperando; pasó al lado del policía y cruzó el puente.
Ya a salvo en la otra orilla del río, todavía en Francia, continuó su viaje. Una mañana, cansado y con cara de sueño, esperó a que pasara un autobús, y al final paró a uno con matrícula española y subió a él. Una vez sentado, Horace entabló conversación con el pasajero que iba a su lado, que, afortunadamente, hablaba un inglés muy decente.
—¿Adónde va? —le preguntó el tipo después de que se presentaran.
—No tengo ni idea —admitió Horace—. Pero lo que me gustaría saber es qué idioma habla esta gente. Sé reconocer el español, y esto no me suena.
—Estamos en Cataluña, y aquí la gente habla catalán. Es una mezcla de francés y español, y muchas veces la gente utiliza el castellano o el español de Madrid. En cada región tienen su propio acento, por supuesto, con lo cual es aún más difícil entenderlo. Con Franco estaba prohibido hablar catalán, pero la gente lo hablaba en su casa, desde luego. Los españoles no entienden ni una palabra.
A Horace sólo le faltaba eso para acabar de confundirse, y en lugar de continuar esa desconcertante conversación, pasó el resto del viaje fingiendo que dormía.
Pero su compañero de viaje tenía razón. Estaban en Cataluña, y hasta Horace supo reconocer la inconfundible arquitectura de Barcelona. Cuando llegaron a esa ciudad, ya había tomado una decisión. Por lo que había visto del paisaje y por lo que le había contado su compañero de viaje sobre el carácter pacífico de los catalanes antes de que él empezara a hacerse el dormido, aquél podía ser un buen sino para hacer una escala. Si aceptaban su pasaporte en lugar de un carnet de conducir, podía alquilar un coche y explorar la región. Y si no lo aceptaban, estaba acostumbrado a los trenes y a los autobuses, y a viajar a pie.
Horace se hospedó en el primer hotel que encontró al apearse del autobús, se compró unos zapatos y otro mapa, además de una guía de viaje en inglés, y pasó la tarde en su habitación planeando una ruta turística.
También encontró un Daily Telegraph viejo en el vestíbulo del hotel, y como no había visto un periódico británico desde que iniciara su viaje, le encantó comprobar que no se mencionaba ninguna investigación policial relacionada con el crimen que, en cualquier caso, él no había cometido. Pero lo mejor de todo, desde el punto de vista de Horace, fue leer la noticia de primera plana del derrumbamiento, en circunstancias misteriosas, del chalet del señor Albert Ponson y de la detención de su propietario. Lo que no sabía Horace era que ese ejemplar del Telegraph era muy antiguo. De haber podido leer una edición posterior, o la edición vespertina del mismo día, habría visto unos titulares muy diferentes.