—Así aprenderá —le dijo el inspector jefe al sargento, que rondaba por allí cerca, cuando la reacción de Vera al oír su descripción de la casa y del banco fue ponerse histérica por enésima vez—. Prepare café bien fuerte, y cuando digo bien fuerte quiero decir fuerte de verdad, para que esa zorra no pegue ojo en toda la noche. Voy a hacer que me traigan de Croydon ese cuchillo de trinchar con que su esposo intentó matar a su hijo, y quiero que se asegure usted de que haya un montón de sangre en la hoja. Necesito apartar el componente doméstico de esta masacre antes de que llegue la brigada antiterrorista y se encargue de él.
—¿Por qué no quiere que se ocupen ellos, señor? Sus especialistas forenses ya están trabajando con las muestras de sangre del chalet y del matadero.
—Y no están descubriendo nada. Quiero demostrarles que la policía local puede hacerlo tan bien como ellos o incluso mejor, porque nosotros conocemos esta zona y a sus granujas mejor que ellos.
Un poco más tarde, en la sala, Vera, haciendo honor a la promesa de aquel café bien fuerte, armaba tanto jaleo que los pacientes de las salas cercanas también se quejaban a voz en grito.
—Será mejor que nos la llevemos a la comisaría —propuso el inspector jefe—. La interrogaré allí. Y asegúrese de que va esposada. No quiero que tengan que volverme a coser la cabeza.
—¿Adónde me llevan ahora? —gritó Vera cuando cuatro fornidos policías la levantaron de la cama.
—A un sitio tranquilo donde nos va a contar dónde está el canalla de su marido.
—Espero que esté en el infierno. Es donde merece estar.
Entonces Vera hizo una pausa y admitió:
—Debería estar en la cama. Allí es donde lo dejé.
—¿Vivo o muerto, señora Wiley?
—Muerto estaría si hubiera podido hacer las cosas a mi manera. ¡Vivo, por supuesto, idiota! ¿Cómo se atreven a detenerme cuando mi querido hijito podría estar en una zanja o algo peor?
Ante esa posibilidad, Vera rompió a llorar y empezó a golpearse la cabeza contra la pared de la celda, hasta que una hora más tarde se derrumbó y se quedó como aletargada.
—Le advierto que si sigue así le va a dar un infarto —dijo el médico que había acompañado a Vera a la comisaría.
—Sería lo mejor que podría pasarle —gruñó el inspector jefe, que era partidario de la pena de muerte—. Llevo toda la noche aquí sentado y no he conseguido sonsacarle ni una sola respuesta clara a esa desgraciada. Y sigo sin tener ninguna pista del paradero de su marido.
—Seguramente estará tan lejos de ella como pueda. Es lo que habría hecho yo en su lugar. Imagínese lo que debe de ser vivir con una mujer así —aportó el comisario.
—Prefiero no imaginármelo. Habrán hablado con el banco. Aparte del desorden, ¿faltaba dinero?
El comisario negó con la cabeza.
—Ni un céntimo. No sé qué habrá hecho ese capullo, pero el dinero no lo ha tocado.
—¿Han preguntado en los puertos? —preguntó el médico.
—Por supuesto. No ha cruzado el Canal, eso seguro. Además, por lo visto no le gusta viajar, y tiene pánico a los aviones. Se ve que tiene fobia a las alturas.
El comisario consultó sus notas.
—Pero su mujer ha dicho que le propuso matrimonio en Beachy Head. Es una elección extraña tratándose de alguien a quien le dan miedo las alturas.
—Sí, pero es un sitio ideal si quieres suicidarte, y después de veinte años con esa mujer, sería lo lógico.
—Cierto. Veamos, si esa mujer dice la verdad, su marido le propuso matrimonio en lo alto de un acantilado de ciento sesenta metros del que saltan muchos suicidas. Y estamos hablando de un tipo que, según dicen, tiene fobia a las alturas. Ni hablar. Aquí hay alguien que miente. Podría ser cualquiera de los dos, o ambos, aunque yo apostaría por ella. Todas esas chorradas sobre los «tres yos»… Supongo que podría tener alguna relación con la Santísima Trinidad, aunque por lo visto no pisan la iglesia los domingos. Pero nos estamos desviando del asunto principal, que es dónde paran el chico y esa tal señora Ponson.
El inspector jefe soltó una risotada y replicó:
—Supongo que en ese condenado matadero y en una máquina de picar. Ponson no montó ese negocio porque sí. Tenía algún propósito vil desde el principio, y no era ayudar a los criadores de poca monta de su pueblo.
—En eso estoy con usted —coincidió el comisario—. Ha ganado dinero vendiendo coches de segunda mano. O robados. Lo que no sé es por qué todavía no hemos averiguado qué se lleva entre manos realmente.
—Porque ese hijo de puta no vendía coches robados en su garaje. Y estoy seguro de que tampoco los robaba. Eso se lo encargaba a otros maleantes, y sin duda también hacía negocios legítimos. Los coches robados no debían de estar a su nombre, y el presunto propietario debía recibir un porcentaje de los beneficios. Y ese porcentaje debía de ser mucho menor que el de Ponson, puede estar usted seguro. —El inspector jefe se volvió hacia el médico y añadió—: No crea que nunca habíamos intentado atrapar a ese canalla, lo que pasa es que era demasiado espabilado. Pero ahora ya lo tenemos, gracias a Dios.
—Es posible que al-Qaeda lo reclutara hace años y que también haya invertido dinero —agregó el comisario.
—Lo que me gustaría saber es dónde se ha metido el marido —dijo el médico; encontraba fascinante esa conversación, y además le ayudaba a mantenerse despierto—. Y también me gustaría saber por qué intentó matar a su propio hijo. Debe de estar tan chiflado como su mujer.
En ese preciso instante entró un detective que no había oído la primera parte de la conversación.
—Hemos encontrado un arma en casa de los Wiley, señor. Y a juzgar por los restos de sangre que hay en ella, no cabe duda de que han intentado matar a alguien con ella —dijo blandiendo una bolsa de plástico con un cuchillo de trinchar dentro.
—Bueno, al menos la señora Wiley no dice sólo mentiras —dijo el inspector jefe. Miró al médico antes de añadir—: Pero opino como usted. Me preguntó dónde se habrá metido el psicópata de su marido.