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No podía decirse lo mismo de Vera. Para cuando el inspector jefe regresó al hospital, ella estaba muy angustiada, por no decir algo peor, pero se había recuperado lo suficiente para hacer preguntas y para intentar contestarlas. El inspector, por otra parte, estaba decidido a tomarse la revancha por la agresión de Vera y por los diez puntos que le habían dado en la cabeza.

—Si cree que esa mujer tiene que permanecer en el hospital, y si está convencido de que no finge, no la saque de la habitación individual —le dijo al médico—. Hay que mantenerla lo más lejos posible del resto de pacientes, y usted tiene que asegurarse de que no se levante de la cama.

Cuando el médico le preguntó por qué, el inspector jefe contestó:

—Es sospechosa de un caso de asesinato múltiple. Un caso por el que debe ser interrogada concienzudamente.

—¡Dios mío! ¡Asesinato múltiple! —exclamó el médico, horrorizado—. ¿A quién se supone que ha matado?

—Eso no puedo revelárselo. En fin, son sólo suposiciones, pero los indicios apuntan a que podría estar relacionada con un crimen muy grave. Ah, y, de paso, ¿puede suministrarle algo para tranquilizarla?

El médico lo miró, desconcertado.

—¿Algo para tranquilizarla? Pero si esa mujer es… Sólo Dios sabe qué es. La mayor parte del tiempo está totalmente histérica, a menos que la sedemos por completo.

—No quiero que la seden por completo. Dele algo que reduzca su ansiedad y que le permita razonar. No quiero que me den más puntos en la cabeza.

—Le pondremos cinco gotas de Rivotril en el té.

—¿Qué demonios es eso?

—Es una benzodiacepina. Si le diera más ahora mismo podría quedarse dormida. Será mejor que espere usted media hora.

El inspector jefe se quedó en la sala de espera para darle tiempo a Vera a calmarse antes de empezar a interrogarla.

—Señora Wiley, no quisiera molestarla —mintió fingiendo compasión—, pero quiero averiguar adónde ha ido su hijo. Quizá usted pueda ayudarme. ¿Se le ocurre algo que no me haya comentado?

Vera lo miró fijamente. Ese detective no se parecía nada al que había tirado al suelo. Por otra parte, llevaba la cabeza vendada, de modo que debía de ser el mismo.

—Pero si ya le he dicho que no entiendo qué está pasando —contestó—. Por eso traje a Esmond aquí, a casa de mi hermano.

—¿Por qué? —insistió el inspector jefe.

—Porque mi marido intentó matarlo, ya se lo he dicho. ¿Por qué vuelve a hacerme las mismas preguntas?

—Tenemos que asegurarnos de que no se le ha olvidado ningún detalle, señora Wiley.

—Claro que no se me ha olvidado nada. ¿Qué quiere que se me haya olvidado?

El inspector jefe suspiró. Aquella condenada parecía saber perfectamente lo que decía. Empezó a desear que el médico le hubiera suministrado un sedante más potente.

—Está bien, le haré otra pregunta. Hemos ido a su casa de Selhurst Road y no hemos encontrado a su esposo. ¿Tiene idea de dónde podría estar?

—En un pub —le espetó Vera, sorprendida al reparar en que se había olvidado por completo de Horace, que debía de seguir encerrado en su habitación tratando de recordar desesperadamente cuándo ella le había dado de comer por última vez—. Pero ¿cómo sabe que no está en casa? A lo mejor está durmiendo.

—Le aseguro que no está.

—¿Insinúa que han entrado en mi casa por la fuerza? No tenía derecho a hacer eso —le recriminó Vera—. Ustedes son policías. Se supone que tienen que mantener la ley, no violarla.

El inspector jefe suspiró otra vez.

—No hemos violado la ley. La puerta trasera no estaba cerrada con llave. Nos hemos limitado a entrar.

—Miente. Siempre cierro con llave antes de salir —protestó Vera, olvidando que, de hecho, esa mañana había salido corriendo por la puerta trasera al telefonear a casa de su hermano y no obtener respuesta, temiendo lo peor y comprobando, al llegar a Ponson Place, que sus temores eran fundados.

—Pero quizá el señor Wiley no cierre siempre con llave.

—Sí cierra con llave. Es director de banco, y siempre ha sido muy maniático. Es maniático respecto a todo, incluso respecto a la necesidad de cerrar las puertas con llave.

—Pues no lo es con su ropa. Había dos chaquetas y un traje tirados en el suelo. Y unos calcetines. Había vaciado el armario y lo había tirado todo encima de la cama, que estaba deshecha. El interior de la caja fuerte del banco también estaba revuelto.

El inspector jefe hizo una pausa para dejar que Vera reflexionara sobre lo que implicaba esa descripción. Era arriesgado habérselo dicho, porque sólo era parcialmente cierto, pero quizá la animara a explicarle qué clase de matrimonio formaban los Wiley. Estaba convencido de que era un matrimonio muy insatisfactorio.