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En la comisaría de Essexford, Albert ya se había enterado de que no servía de nada exigir la presencia de su abogado mientras lo interrogaban por ser sospechoso de terrorismo y del asesinato de dos personas.

Además, su abogado era un antiguo pretendiente de la mujer a la que presuntamente había matado. El inspector jefe en persona le había explicado la situación, y el abogado le había aconsejado que le arrancara la verdad «a ese asesino de mierda hijo de la gran puta». El inspector jefe compartía su opinión. Nadie, exceptuando la policía, sabía que habían detenido a Albert Ponson. Los periódicos se estaban dando un verdadero festín con la presunta explosión de una casa fuertemente blindada y no habían dudado en relacionarla con al-Qaeda, afirmando que era un almacén de materiales para la fabricación de bombas.

Entretanto, habían cubierto los restos de la casa con un enorme toldo azul, y habían llevado a más agentes de policía para mantener a los curiosos alejados de allí. Había cintas amarillas tendidas en la calle, y unos hombres y mujeres con chándal blanco examinaban cada centímetro del interior. Estaban analizando muestras de sangre del chalet y del matadero self-service, donde había tal cantidad de sangre que la policía estaba convencida de que allí se había perpetrado un crimen macabramente organizado.

La mezcla de sangre de diversos animales dificultaba mucho el trabajo de la policía. Llevaron muestras al laboratorio forense más sofisticado del país, donde hasta a los más renombrados expertos les resultó difícil distinguir el ADN de animales del de los humanos asesinados y del de los aficionados que, sencillamente, se habían cortado mientras sacrificaban sus animales.

—Quienquiera que haya sido el que ha ideado esta conglomeración de sangre sabía exactamente lo que hacía. Jamás había visto nada parecido —comentó el jefe del equipo de forenses.

Lo mismo habría podido decir Albert Ponson. Se estaba enterando de lo que significaba ser interrogado por un inspector jefe brutalmente ambicioso que se había ganado el puesto a pulso, y al que todavía le dolía la cabeza por el costurón que llevaba en ella.

—Me las pagará. Le voy a enseñar a pegar patadas en los huevos —chilló Albert después de recibir la segunda patada en esa parte de su anatomía.

—Lo dudo mucho, amigo. Ya no estaré por aquí cuando tú salgas de la cárcel. Dentro de unos cuarenta años. ¡Vete haciendo a la idea, terrorista de mierda! Mejor dicho, tendrás suerte si te sueltan antes de morir. Porque tenemos otras acusaciones contra ti.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

—Como matar a dos de mis hombres y herir a otros tres cuando se vino abajo el tejado.

—¡Yo no tengo la culpa de que el tejado se viniera abajo! —gritó Albert, que empezaba a preocuparse de verdad—. Ya les dije que la fachada cedería si derribaban la puerta del garaje.

—¿Ah, sí? —dijo el inspector jefe, y se volvió hacia el comisario—. ¿Eso les dijo?

—Claro que no. Ese cerdo miente. Dijo que no podía salir, y con todo ese metal y ese cristal blindado nosotros no podíamos entrar. Sólo intentábamos ayudar a ese capullo. ¿Y dónde están su esposa y ese chico, Esmond, si se puede saber?

—Muertos, seguro. Su mujer debía de saber demasiado, y quizá hubiera intentado chantajearlo. Primero la mató a ella, y luego intentó liquidar a su sobrino con una sobredosis de alcohol. Y no sólo lo intentó. Los forenses dicen que en esa moqueta había suficiente vómito para matar a un hipopótamo. Whisky, coñac… De todo. Hasta absenta, seguro. No me extrañaría nada que ese pobre desgraciado se hubiera ido al otro barrio. Sería un milagro que siguiera vivo.

—Eso es mentira —gritó Albert—. Yo no le di absenta a ese imbécil.

El inspector jefe sonrió.

—¡Vaya, no le dio absenta! Esta vez te he pillado, Ponson. Eso significa que le obligaste a beber todos los otros licores que había en la casa. Eso debió de bastarte para destrozarle el hígado. Desde luego, yo me habría destrozado el mío con sólo mirar las botellas vacías que había tiradas por el suelo. Dios mío, tengo que ir a interrogar a esa chiflada, la madre del pobre chico. Mantenga despierto a este capullo y no lo deje en paz ni un momento.

El inspector jefe salió de la celda de Albert y se dirigió sin prisas al hospital palpándose la frente vendada. No le apetecía nada decirle a Vera que su querido Esmond había desaparecido y que seguramente estaba muerto.