En Grope Hall, Esmond no tenía ni idea del jaleo que habían causado su desaparición y la de Belinda Ponson.
Eso se debía, en parte, a que no tenía forma de saber dónde estaba, y en parte porque todavía se estaba recuperando de la resaca y de los somníferos que le suministraban todas las noches. No eran unos somníferos muy fuertes, pero sí lo suficiente para dejarlo amodorrado. El hecho de llamarse Joe Grope empeoraba las cosas, y tener que llamar a Belinda «querida» en lugar de «tía» no contribuía a que la situación resultara más comprensible. De vez en cuando se levantaba de la cama y miraba por la ventana con la esperanza de ver algo que pudiera entender, como por ejemplo casas, pero sólo veía campos de hierba infinitos y, a lo lejos, lo que parecía un muro de piedra gris. Más cerca de la casa había rebaños baños de ovejas que pacían a sus anchas, y justo debajo de la ventana, unos cerdos habían dejado el suelo convertido en un gran barrizal con sus hocicos y sus pezuñas. Los dos toros negros que rondaban por el jardín, completamente sueltos, resultaban más alarmantes.
No se oían pasar coches, un ruido al que estaba acostumbrado en Selhurst Road. Mientras contemplaba el paisaje, sólo alguna ráfaga de viento sacudía de vez en cuando el cristal. A veces, le parecía oír el murmullo de voces provenientes de la habitación de abajo. Al menos una parecía de hombre, porque era más grave y menos frecuente de la que le atribuía a la mujer, aunque no estaba seguro. El suelo tenía demasiado grosor y Esmond no oía casi nada, pero de vez en cuando oía risas, aunque breves, porque la discusión, o quizá la pelea, enseguida se reanudaba.
De hecho, de lo que hablaban las dos únicas supervivientes de la familia Grope —Myrtle y Belinda— era de cómo deshacerse del viejo Ford que Belinda se había llevado de Essexford. El coche seguía en el granero, pero si alguien lo veía (lo cual era poco probable), esa información podría ofrecer muy buenas pistas a la policía. Belinda ya le había quitado las matrículas con ayuda del Abuelo Samuel, que había borrado los números con el extremo plano de un hacha, pero librarse del coche iba a ser mucho más difícil.
—Podríamos meterlo en la mina y enterrarlo bajo toneladas de tierra —propuso el Abuelo Samuel.
—¿Y de dónde vamos a sacar el carbón que necesitamos para la cocina si bloqueamos el túnel principal de la mina? —preguntó Myrtle.
—Hay muchos túneles secundarios donde no queda carbón. Lo único que tenemos que hacer es meter el coche en uno de esos túneles y luego derrumbar el techo.
—¿Y si alguien empieza a excavar en el túnel?
—Alambre de espino. Montones de alambre de espino —dijo el Abuelo Samuel, que se estaba entusiasmando sólo de pensarlo—. Antes de derrumbar el techo, llenamos veinte metros de túnel con alambre de espino. También podríamos poner una reja de hierro para que no entre nadie a robar carbón.
—Pero si aquí, entre los toros y los perros, nunca viene nadie.
—Ya, pero por si acaso.
—En fin, ¿cómo piensas derrumbar el techo? —preguntó Belinda.
—Con explosivos.
—¿Qué explosivos?
—No se preocupe por eso. Déjemelo a mí —dijo el Abuelo Samuel riendo por lo bajo—. Pero voy a necesitar la ayuda del chico.
Emocionado por la idea de poder utilizar, por fin, su arsenal de explosivos, Samuel salió corriendo de la habitación y cerró la puerta tras él.
Cuando se quedaron a solas, las mujeres se pusieron a hablar del futuro de Esmond.
—Bueno, respecto a la boda —dijo Myrtle—, se celebrará en la capilla. Y si no tenéis ninguna niña, se lo devolveremos a sus padres, en Croydon, y buscaremos a otro.
—También podría quedarse aquí —se apresuró a decir Belinda, que palideció al pensar que Esmond pudiera volver a su casa y contarles a su madre o a su tío Albert dónde había estado cautivo y quién lo había llevado allí—. Necesitamos hombres para trabajar en la granja, y aquí, entre los toros y las ovejas, hay mucho espacio para deambular. Aunque no creo que le quede mucho tiempo para eso. El Abuelo Samuel puede enseñarle todo lo que necesita saber sobre la granja y sobre la mina.
Ambas mujeres rieron a carcajadas, y Esmond, que escuchaba en el piso de arriba, se preguntó una vez más cuál sería el chiste.