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Horace tampoco estaba disfrutando mucho con su viaje. Nada más salir de Inglaterra y del Támesis, cuando todavía estaban bastante lejos de Holanda, se había desatado una tormenta. El vapor volandero, haciendo honor a su nombre, se bamboleaba por el Mar del Norte de una forma que alarmó a Horace Wiley. Las olas rompían por encima de la proa, y de pronto, cuando cambiaba el viento, el agua llegaba primero por el lado de babor y luego por el lado de estribor; y Horace, que se había refugiado en su mugriento camarote, donde se veía lanzado de un lado a otro, se mareó como una sopa. En el camarote no había lavamanos, claro, así que tuvo que ir tambaleándose en busca de un cuarto de baño, pero sin suerte, y al final vomitó por la borda mientras se agarraba desesperadamente a la oxidada barandilla del barco y quedaba empapado. No daba la impresión de que el vapor estuviera avanzando; Horace echó un vistazo hacia la popa y no vio estela en el agua, lo cual sugería que las hélices, y por lo tanto el motor, se habían parado. Si Horace hubiera entendido algo de barcos, habría comprendido cuál era la razón por la que el barco se bamboleaba tanto y cambiaba constantemente de dirección. Y sin duda se habría alarmado aún más. Como estaba terriblemente mareado, buscó un cubo y se lo llevó a su camarote para vomitar en él. Lamentaba no haber elegido el avión como medio de transporte. Al menos, si el avión se estrellaba, apenas te enterabas de nada y tenías una muerte rápida. Pero eso había sido imposible. Si hubiera viajado en avión, habría tenido que enseñar su pasaporte, y probablemente habrían encontrado el dinero que llevaba en las maletas.

Cuando volvió a arrancar el motor y el barco empezó a avanzar por unas aguas relativamente tranquilas, Horace se quedó por fin dormido.

A la mañana siguiente, Horace vació el contenido del cubo por el ojo de buey y sacó el mapa de Europa que había comprado en Londres. Tenía que afrontar el hecho de que no tenía madera de marinero, y no soportaba la perspectiva de pasar otra noche en aquellas espantosas condiciones. Desembarcaría en Holanda, y quizá consiguiera mantener en secreto su ruta si continuaba su viaje por las líneas de ferrocarril menos utilizadas por los viajeros de largas distancias. Pero el mapa no era lo bastante detallado para mostrar otras líneas de ferrocarril que no fueran las principales, por las que circulaban los trenes de alta velocidad entre grandes ciudades. Mierda.

Horace decidió dirigirse a Berlín por la ruta más larga que encontrara. Dejó tirada la mayor parte de su equipaje, desembarcó y llegó a la ciudad una semana después de que partiera de Londres. Al llegar, cambió enseguida un montón de libras a euros en diferentes bancos y oficinas de cambio. Esa noche cogió un autobús para ir a la parte oriental de la ciudad, que había pertenecido a la zona rusa, y pasó la noche en la habitación más barata del hotel más barato que encontró. Había decidido alternar entre autobuses y trenes, y salir de Alemania por una ruta en zigzag. No tenía ni idea de dónde iba a acabar. Su único objetivo era impedir que alguien le siguiera el rastro, y pensaba dar un nombre diferente en cada sitio donde se detuviera. Lo mejor fue que le compró un pasaporte a un inglés borracho que había ido a Múnich a ver un partido de fútbol, y más adelante, en Salzburgo, le compró otro a un tipo barbudo. Pasó dos días tratando sin éxito de dejarse patillas, pero al final no las necesitó para pasar con éxito la frontera con Italia.