Horace despertó en Londres tras otra noche de excesos. No se sentía muy bien, en parte porque descubrió que se había dormido y que su vapor ya debía de haber zarpado.
Tras un almuerzo mínimo, se sintió capaz, por fin, de salir del hotel. Pensó que si compraba otro billete en la misma agencia de viajes quizá levantara las sospechas del empleado que lo había atendido la otra vez, por muy amodorrado que estuviera, así que cogió un taxi y se dirigió a la parte más anárquica de Londres, cerca de la zona portuaria.
Decidido a no dejar rastro, entró en la tienda de ropa de segunda mano más cutre que encontró y se compró una gabardina gastada y unas botas de muy mal aspecto que le iban enormes. Buscó un aseo público donde cambiarse y se remetió los bajos de unos pantalones viejos y mugrientos que había tenido la previsión de llevarse de la caseta del jardinero dentro de las botas. Cuando salió, nadie habría sospechado que Horace fuera un director de banco fugitivo.
A continuación, fue en autobús a la zona portuaria. Tras un tortuoso trayecto, el autobús se detuvo y, maldiciendo su dolor de cabeza, Horace se paseó arriba y abajo hasta que encontró la agencia marítima, donde compró —con considerable dificultad— otro billete para Letonia.
—Se vuelve a su país, ¿eh? —comentó el empleado, que parecía inmigrante, cuando leyó el impreso de solicitud que Horace le presentó al pedirle un pasaje para Riga—. No me extraña, la verdad.
Horace asintió. Cogió su billete y su maleta y salió en busca de otro aseo público donde ponerse de nuevo el traje.
De vuelta en el hotel escribió a su banco de Suiza para avisar al director con quien siempre había tratado que quería retirar trescientas mil libras en efectivo. Dijo que tenía que cerrar un negocio en Australia y que iría a las oficinas personalmente para recoger el dinero antes de final de mes. Seguirían quedándole más de un millón de libras en la cuenta.
A la mañana siguiente, otra vez vestido con la ropa mugrienta —ofrecía un aspecto bien curioso con ella en la recepción—, pagó la factura del hotel, cogió su maleta y se marchó, no sin antes obsequiar al portero con una generosa propina. El portero, pensando que Horace necesitaba el dinero más que él, no sólo le devolvió la propina, sino que la dobló.
Como no estaba completamente convencido de que fuera imposible seguirle el rastro, Horace pasó la noche siguiente durmiendo a la intemperie en Blackheath, una experiencia que decidió no repetir después de que la policía local lo obligara a levantarse dos veces y de que un vagabundo lo confundiera con un urinario.
Al día siguiente, a media mañana, volvió a la agencia marítima; le dio al empleado una propina de cien libras y le mostró fugazmente su pasaporte. No habría sido necesario. El empleado estaba tan contento con la propina que acababa de recibir que dejó pasar a Horace sin molestarse siquiera en anotar su nombre. Encantado con sus tácticas, el señor Ludwig Jansens recorrió la pasarela decidido a no volver a pisar Inglaterra.