Mucho más al sur, Albert pasó parte de la noche tumbado en la sucia moqueta y la otra, tras descubrir que no podía abrir la puerta del salón y que las llaves de la casa habían desaparecido misteriosamente de su bolsillo, retorciéndose en el sofá de fibra acrílica y bebiendo de vez en cuando tragos de la botella de Chivas Regal que había encontrado a su lado. A las cuatro de la mañana se moría de ganas de orinar y de meterse en la cama.
—¡Belinda! —gritó repetidamente con voz pastosa—. ¡Belinda, so zorra, déjame salir!
Al final, como no pudo abrir las ventanas con cristales triples a prueba de balas, les lanzó dos botellas de whisky vacías, con muy mala puntería; maldijo a Belinda un montón de veces más y, para colmo, se hizo un corte profundo en una mano buscando más botellas de whisky en el mueble bar. Por último, comprendiendo que necesitaba hacer algo con su mano si no quería morir desangrado, se la vendó lo mejor que pudo con un pañuelo.
Cuando sonó el timbre de la puerta principal, Albert todavía tenía la mano y la cabeza doloridas, aunque había aliviado su otra agonía orinando en el gigantesco helecho que Belinda cultivaba en un rincón del salón. Se puso en pie con dificultad y fue a abrir, pero entonces recordó que estaba encerrado y que no había encontrado las llaves. Escudriñó la pantalla del portero automático, pero no funcionaba. De todas formas, oyó a Vera gritando: «¡Dejadme entrar! ¡Dejadme entrar!».
Albert debería haber imaginado que su hermana iría a comprobar si su maldito hijo del amor adolescente estaba sano y salvo. Dado el calibre de su propia resaca, estaba seguro de que la de Esmond debía de ser infinitamente peor. Era más prudente no intentar abrir la puerta. Vera no se quedaría allí plantada todo el día. Iría a telefonear, y él no contestaría. Media hora más tarde, Vera fue a telefonear, y Albert no contestó. Estaba demasiado entretenido tratando de derribar la puerta del salón a patadas.
Vera llegó a la conclusión de que su hermano y su querido hijo debían de estar trabajando en el salón de exposición de coches de segunda mano, y echó a andar en esa dirección. Pero era domingo, y el garaje estaba cerrado. Dio media vuelta y volvió al chalet; fue a la parte trasera, intentó abrir la puerta y miró por las ventanas de cristales tintados. Pero no sirvió de nada. Tampoco sirvió de nada golpear las ventanas de la cocina, pues eso sólo provocó una descarga de balazos, algunos de los cuales sonaron de manera alarmante contra el triple cristal blindado. Vera se agachó junto a la pared, bajo la ventana, presa del pánico. Siguió gritando, pero no obtuvo más respuesta que el sonido de más disparos.
Por primera vez, tenía que darle la razón a Horace. Él sostenía que Albert era un gángster y que algún día se llevaría su merecido. Y a juzgar por aquellos ruidos, había llegado ese día. Y no es que a Vera le importara mucho lo que pudiera sucederle a Albert. Lo que le producía pánico era pensar que su querido Esmond estaba en medio de lo que parecía el tiroteo de OK Corral. Ella no sabía que no había nada que temer.
En el chalet, a Albert Ponson se le había ocurrido, por fin, una forma de llegar a la cocina, y había vaciado el cargador de su Colt 45 automático en la cerradura. Al entrar en la cocina y ver que la puerta trasera también estaba cerrada con llave, se enfureció y empezó a disparar indiscriminadamente; las balas rebotaron en los lujosos electrodomésticos y agujerearon varios cazos de acero inoxidable que había en un armario y la batidora Kenwood.
Al oír esa nueva ráfaga de disparos, Vera decidió actuar. Estaba sucediendo algo terrible en el chalet y su querido Esmond estaba allí dentro. Echó a correr hacia la calle y llamó a la policía con su teléfono móvil.
—¡Hay un tiroteo en casa de mi hermano! —gritó.
El inspector de policía no parecía muy interesado.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es su hermano?
—Albert Ponson. Lo están asesinando.
—¿Cómo se llama usted?
—Soy la señora Wiley, y Albert es mi hermano.
En la comisaría, la noticia fue recibida con serenidad. Vera oyó una voz en el fondo diciendo que ya era hora de que aquel capullo recibiera su merecido.
—¿Dirección?
—¿Cuál? —preguntó Vera, desconcertada.
—La suya, por supuesto. Ya sabemos dónde está el garaje de Al Ponson.
Pero Vera ya no aguantaba más.
—Ya le he dicho que el tiroteo es en su casa, no en la mía. En Ponson Place. Dense prisa, por el amor de Dios. Mi hijito está ahí dentro con él.
—¿Su qué?
—Mi hijito Esmond. Lo dejé ayer en casa de Albert para protegerlo, y ahora hay un tiroteo y…
Pero el inspector no quería oír nada más. Tapó el auricular con una mano y se lo pasó a un sargento.
—Hay una chiflada lloriqueando por su hijito Esmond y diciendo que se lo ha entregado a nuestro Al Capone particular para que lo proteja.
El sargento escuchó un momento y colgó precipitadamente el auricular.
—Una histérica dice que hay un tiroteo en Ponson Place —le dijo al agente—. Ojalá sea verdad. Vamos. Por fin podremos ver qué tiene ese hijo de puta en su fortaleza.
Cinco minutos más tarde. Vera lloriqueaba detrás del inspector, el sargento y el agente (se habían llevado a dos policías más de refuerzo, porque nunca sabías qué te podías encontrar si te cruzabas en el camino de los Ponson), que llamaban a la puerta principal y ordenaban a Albert que les abriera.
Albert les habría abierto encantado si hubiera conseguido hacer funcionar la cerradura, pero no sólo había desaparecido la llave de la puerta trasera, sino que, gracias a que Belinda había neutralizado todo el sistema eléctrico, la casa estaba completamente a oscuras.
Por primera vez, Albert maldijo las placas de metal que había instalado sobre las ventanas y sobre las puertas que daban al exterior para evitar que entraran ladrones y para que los vecinos curiosos no pudieran fisgonear cuando él organizaba esas orgías que llamaba «fiestas». Utilizó las balas que le quedaban para ir desde la cocina hasta el garaje, y una vez allí comprobó que las puertas electrónicas estaban firmemente cerradas y que no había manera de abrirlas. Y no sólo eso, sino que el Aston Martin no estaba en el garaje. Ese coche era, para Albert, más valioso que ninguna otra cosa. Eso le hizo sospechar que algún grupo del crimen organizado era responsable de lo ocurrido, y que se hallaba ante un caso de secuestro o, peor aún, de asesinato.
Intentó pensar, aunque era difícil con el dolor de cabeza que tenía. Si habían secuestrado o asesinado a Belinda y a Esmond, lo menos conveniente era que la policía metiera las narices. Miró por el ojo de la cerradura y sintió un ligero alivio al ver cómo cinco corpulentos policías obligaban a su maldita hermana a meterse en una ambulancia.
Diez minutos más tarde, el comisario de policía se reunía con sus cinco colegas frente al chalet de los Ponson. Le había llegado el turno de tratar de convencer a Albert de que saliera, pero lo único que consiguió fue que lo llamara gilipollas. ¿Acaso no entendía que Albert no podía salir porque la cerradura electrónica no funcionaba? ¿Y que aunque la puta cerradura hubiera funcionado no encontraba las putas llaves?
El comisario trató de ser razonable.
—Nadie le acusa de nada. Sólo queremos saber qué pasa.
—Lo que pasa es que me han encerrado en mi propia casa y no puedo salir, imbécil. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? —le gritó Albert—. Y por si fuera poco, algún capullo me ha robado el Aston Martin.
El comisario cambió de táctica.
—¿Ha habido disparos en la casa?
—¿Si ha habido qué? —chilló Albert, que todavía tenía resaca y estaba confundido y embotado.
—¿Ha disparado alguien dentro de la casa?
Albert hizo un esfuerzo y pensó.
—Sí —contestó por fin—. He disparado contra la cerradura de la puerta del salón.
—Entiendo —dijo el comisario, pese a que no entendía nada. Tras una larga pausa, continuó—: ¿Y por qué?
—Porque algún cabronazo no quería dejarme salir.
—¿Quién podría no querer dejarlo salir?
—El mismo cabronazo que me ha encerrado aquí.
—¿Estaba detrás de la puerta? —preguntó el comisario, animado por esa suposición.
—No lo sé. Ya le he dicho que estaba muy oscuro.
—Así que ha disparado contra la cerradura y le ha dado a alguien que había al otro lado.
—No, yo no he dicho eso. Cuando he entrado en la cocina no he visto a nadie. ¿Cómo iba a verlo? Estaba oscuro como boca de lobo. Ya se lo he dicho.
Distraído por un camión enorme que en ese momento le tocó la bocina a un tractor que tenía delante, el sargento perdió el hilo de la declaración que estaba anotando:
—¿Cómo dice? ¿Qué creyó que era un lobo lo que había al otro lado de la puerta de la cocina y que por eso disparó contra el cabronazo ese? —preguntó.
Albert trató en vano de pensar una respuesta inocente.
—Yo no sabía que hubiera nadie al otro lado de la puerta. Ni siquiera veía la cerradura. He tenido que buscarla a tientas. Es decir, he tanteado la puerta hasta dar con la cerradura, y luego he pegado el cañón contra ella y he apretado el gatillo. No quería dispararle a nadie.
El comisario retomó el interrogatorio.
—¿Cómo sabe que le han robado el Aston Martin?
—Porque no está en el garaje.
—¿También está cerrada la puerta entre la cocina y el garaje?
—No, ahora ya no.
—¿Y dice que se lo han robado? ¿Cómo lo sabe?
—Porque el coche ha desaparecido. Lo he buscado por todas partes y ha desaparecido.
—Bien, si hay un acceso del garaje a la cocina, lo único que podemos hacer es traer un bulldozer y derribar la puerta del garaje.
Albert Ponson se quedó horrorizado.
—No pueden hacer eso —chilló—. Van a derribar toda la fachada de la casa.
—Sólo empujaremos la puerta para abrirla. La puerta quizá se estropee, pero…
—Usted no lo entiende. Si empuja la puerta, o si tira de ella, se vendrá abajo toda la fachada.
—¿Toda la fachada de la casa? No diga tonterías. Lo que pasa es que usted no quiere dejarnos entrar. Seguro que esconde algo ahí dentro.
—¿Como qué?
—Como un cadáver. Como el cadáver de ese sobrino del que su hermana no para de hablar.
—Está usted chalado —gritó Albert—. Yo no he tocado al chico.
—Entonces, ¿cómo se explica que él todavía no haya dicho nada? Si está ahí dentro con usted, déjele decir algo. Suponiendo que siga con vida, claro.
—¡Dios mío! ¡Me estoy volviendo loco! —se lamentó Albert.
—¿Es eso lo que va a alegar en el juicio? ¿Qué está loco y que es un maníaco homicida? ¿Y dónde está la señora Ponson? ¿También está muerta?
Albert se desplomó en el suelo y se puso a llorar; como estaba oscuro, sin darse cuenta se sentó en medio de un charco de aceite. Fuera, el comisario y el inspector sonrieron, satisfechos, y cruzaron la calle.
—Creo que por fin hemos pillado a ese hijo de puta —dijo el comisario con jovialidad—. Llevo años esperando que llegue este día. Le va a caer cadena perpetua, como que dos y dos son cuatro.
—¿Por qué cree que la casa está a oscuras? —preguntó el inspector—. No tiene sentido.
—Se ve que esa loca que hemos enviado al hospital tenía razón. Es verdad que ha oído disparos. Eso ha debido de ser cuando ha matado al chico. Luego ha sacado el cadáver de la casa, y seguramente lo ha tirado en algún sitio; ha vuelto y le ha pegado un tiro al cable principal de la electricidad para tener una especie de coartada. Debía de haber sangre en la alfombra o en algún sitio, y tenía que deshacerse de ella lejos del cadáver. En un río o algo parecido.
—¿Y el coche? ¿Qué ha hecho con el coche?
—Lo mismo que con la alfombra. O quizá lo haya vendido —respondió el comisario—. Seguro que en el coche también hay sangre.
Los interrumpió un bulldozer de oruga que avanzaba lentamente por la calle. Los dos agentes cruzaron hacia el garaje.
—Meted el gancho por la parte de arriba de la puerta —ordenó el comisario.
Se oyó gritar a Albert dentro del garaje:
—¡Mierda! ¡No arranquen la puerta! ¡Ya le he dicho que se vendrá abajo toda la fachada! ¡La casa entera!
—No veo por qué. Sólo vamos a arrancar la puerta. Meted el gancho por la parte de arriba y apartaos, chicos.
Cuando avanzó el bulldozer y metieron el enorme gancho que había al final de la cadena por la parte superior de la puerta metálica, Albert se puso aún más frenético.
—¡No lo hagan! ¡La puerta está empotrada en la pared de la casa!
—A mí no me tomas el pelo, sinvergüenza —le gritó el sargento—. Tienes algo escondido ahí dentro.
El bulldozer dio marcha atrás, y cuando la cadena se tensó, quedó claro que Albert Ponson les estaba diciendo la verdad. Toda la fachada de la casa empezó a combarse. Unos segundos más tarde, el tejado se inclinó y, tras derrumbarse la pared en el jardín, también se vino abajo.
Cuando empezó a caer la pared, Albert tuvo la precaución de correr hacia la parte trasera del chalet y tumbarse debajo de una cama, cerca de una columna sobre la que descansaban dos vigas de acero que hasta entonces sostenían el tejado. Sobre su cabeza, el oscuro cielo amenazaba lluvia. Cuando el tejado se hubo derrumbado por completo, Albert salió de debajo de la cama, aturdido por el ruido y por la nube de polvo de cemento, y sobre todo por la desaparición de la casa de sus sueños. Por si la situación no fuera suficientemente horrorosa, varias tuberías de agua se habían roto en los cuartos de baño, y una de ella, más perversa que las otras, situada justo encima de su cabeza, le disparaba un chorro en la cara. Albert abrió la boca para pedir ayuda, mientras intentaba desenredar la pierna izquierda de unos cables eléctricos, y comprendió que corría peligro de ahogarse. Entonces pensó que a alguno de aquellos condenados polis podía ocurrírsele dar la electricidad, en cuyo caso también se electrocutaría.
Con un esfuerzo desesperado, frenético, Albert consiguió liberar la pierna y con ella apartó los cables. Salió por una ventana, destrozada, y arrastrándose por la maleza, fue a esconderse en un arbusto. Allí tumbado, tratando de detener el temblor de sus extremidades, de pronto recordó la pequeña fortuna que tenía guardada en la caja fuerte, bajo la moqueta del dormitorio.
Mierda. No podía volver a entrar en la casa con la policía por allí. Tendría que esperar hasta que se hubieran largado. Todavía oía aquel condenado bulldozer; el gancho seguía prendido en la puerta, que no se había desencajado de la fachada derrumbada, y el bulldozer parecía intentar librarse de esos obstáculos, pero por lo visto le estaba costando.
Agotado y conmocionado por la destrucción de su casa, Albert Ponson se desmayó.