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Nada más salir del garaje en el Aston Martin, Belinda Ponson comprendió que se había equivocado al llevarse aquel coche, demasiado llamativo para su viaje. Fue al garaje de coches de segunda mano de Albert, cogió las llaves de un Ford del armario del despacho y, no sin esfuerzo, consiguió trasladar a Esmond, que seguía grogui, al asiento trasero. En el garaje había varios coches parecidos, y no era probable que lo echaran de menos enseguida. Para crear aún más confusión, Belinda llevó el Aston Martin al aparcamiento del hospital y lo abandonó allí, y luego volvió andando al garaje.

Esmond seguía inconsciente, tal como lo había dejado. Eran las once menos cuarto y Belinda tenía un largo viaje por delante. Mientras conducía, fue trazando sus planes. Iría por carreteras secundarias para evitar las cámaras de control de tráfico de la autopista, y dando rodeos siempre que pudiera. Así tardaría más, pero valía la pena. Nadie debía saber adónde había ido, especialmente Albert. Así que condujo toda la noche sin cansarse y cuidando de no superar el límite de velocidad.

Cuando el cielo empezaba a iluminarse por el este, anunciando el amanecer, el viejo Ford coronó una larga y empinada colina. Belinda apagó el motor y se quedó sentada en el coche hasta que la luz le permitió ver el paisaje que se extendía ante ella. Era tan inhóspito como lo recordaba de sus vacaciones infantiles. Entonces Belinda era feliz, y volvió a invadirla un vestigio de esa felicidad. Nada había cambiado. Distinguía la silueta de Grope Hall en la lejanía. Había vuelto a casa, a su manera.