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Vera Wiley seguía despierta a su pesar. Los Ponson se habían llevado a su hijo del amor y, con una inusual perspicacia, comprendió que en su casa Esmond sólo iba a aprender malas costumbres. Todo era culpa de Horace. Por primera vez en su vida, Vera perdió la fe en el mundo fantástico de la basura romántica que durante tantos años había marinado su mente. La única esperanza que tenía era que Horace se recuperara y que Esmond pudiera volver a casa cuanto antes. Entretanto, mantendría a Horace a base de raciones escasas y lo dejaría sufrir. No se había molestado en prepararle la cena, y estaba casi decidida a dejarlo también sin desayunar. Horace iba a aprender a no beber hasta provocarse una crisis nerviosa, y si no le gustaba, por ella podía pedir el divorcio. No le importaba. Ya no se hacía ilusiones respecto a él.