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En la habitación de su hotel, Horace estaba achispado y contento. Para celebrar su éxito en la compra del pasaje, había cenado por todo lo alto y se había bebido más de una botella de champán. Ahora estaba tumbado en la cama tratando de decidir adónde iría desde Letonia. Estaba bastante seguro de que su ruta indirecta y sus diversos subterfugios dificultarían su localización, pero sabía lo tozuda que podía llegar a ser Vera cuando se proponía algo, así que tendría que pasar por un par de países más después de Letonia.

Horace necesitaba ir a sitios donde a nadie se le pudiera ocurrir buscarlo. Ya se había planteado ir a Finlandia, pero la había descartado porque allí hacía demasiado frío. También había descartado Noruega y Suecia. Y España. Lo que había visto de Benidorm en la tele le había quitado las ganas de acercarse siquiera quiera a España, y la Costa del Sol era conocida —con toda la razón, en su opinión— como la Costa del Crimen porque muchos delincuentes británicos tenían casas allí. Francia tampoco le ofrecía ningún atractivo. Para empezar estaba demasiado cerca de Gran Bretaña, y además él pertenecía a una generación a la que habían enseñado a despreciar a los franceses y a creer que el sexo extramarital era la principal actividad recreativa de toda la población de ese país tan vilipendiado. Y Horace ya había tenido sexo para el resto de su vida: el que Vera le había impuesto.

De hecho, no lo atraía ningún país europeo. Necesitaba algún sitio completamente diferente de la Inglaterra que él conocía y de la vida que se había visto obligado a llevar desde su boda. Al final, incapaz de tomar una decisión, se terminó el champán y se quedó dormido.