15

En la cocina, Belinda se preguntaba por qué se habría marchado de su casa y se habría ido a vivir a aquel chalet en Essexford, donde el campo era tan llano y la vida tan insoportablemente aburrida, donde lo único que parecía importar era el dinero y donde todos los amigos de Albert eran unos sinvergüenzas.

Belinda ya había padecido otros brotes de nostalgia, pero los había superado repitiéndose una y otra vez que tenía todo cuanto un ama de casa moderna podía desear y que podría vivir tranquila el resto de su vida. Había interpretado su papel a la perfección, pero de un tiempo a esta parte había empezado a ver que era sólo eso: un papel en una obra sosa y en muchos aspectos hortera, por no decir sórdida, que no tenía nada que ver con la persona que ella era en realidad. Distinta era su horripilante cuñada, Vera Wiley, cuya personalidad —si es que la tenía— era una mera fantasía derivada de sus repugnantes lecturas, combinada con un sentimentalismo asqueroso y una lamentable estupidez.

Y por si fuera poco Belinda se daba cuenta de que no tenía autoridad en su matrimonio —un matrimonio del que se lamentaba realmente— y de que había sufrido una pérdida de poder que también lamentaba amargamente. Pero conservaba la espantosa decoración, que en realidad no le gustaba, obligaba a Albert a descalzarse para entrar en una casa que parecía un escaparate, y en general interpretaba el papel de autócrata. De hecho, la parafernalia del matrimonio —el moderno mobiliario y los electrodomésticos, apenas usados pero carísimos— era el único medio para conservar cierto grado de dignidad y, al mismo tiempo, para disimular sus verdaderos sentimientos hacia Albert. En el fondo, Belinda estaba deseando escaparse de allí y de los horribles amigos de su esposo, y volver a su verdadero hogar, la casa donde había crecido y donde la amaban y respetaban de verdad.

Belinda terminó de preparar la cena y fue al salón. El espectáculo que encontró allí confirmó los lúgubres pensamientos a los que había estado dando vueltas en la cocina: Esmond Wiley estaba tirado en el suelo. Su tío le había suministrado media docena de variedades diferentes de whisky y un par de coñacs por si acaso, y el chico había vomitado, primero en la pechera de su camisa y en su corbata, y luego en la moqueta. Albert, que también le había estado dando a la botella previendo la escena que iba a montarle su esposa cuando entrara en el salón, estaba repantigado en su butaca, riéndose como un loco del caos que había provocado.

—No sabe beber —dijo Albert arrastrando las palabras—. Quería enseñarle la dif… la diferencia en… entre un buen whisky de malta y esa porquería que tú bebes y… el coñac francés. Y no lo ha aguantado. ¡No lo ha aguantado!

Volvió a reír y estiró un brazo para coger la botella que había en el suelo, junto a la butaca. Pero Belinda llegó antes que él, y de todas formas la botella estaba vacía.

—Eres un imbécil —le espetó ella, y se acercó a Esmond para tomarle el pulso. El corazón del chico latía débilmente. Belinda se irguió y zarandeó a Albert, que parecía haberse quedado dormido—. Eres subnormal perdido. Voy a pedir una ambulancia.

Albert despertó y miró a su esposa con los ojos como platos.

—¿Para qué? No necesito ninguna ambu… ambulancia —consiguió decir.

Belinda lo miró con odio. Hacía mucho tiempo que no veía a Albert tan borracho.

—Esta vez te has pasado. Mira que matar al pobre crío a whiskies. Y cuando digo matar lo digo en serio. —Hizo una pausa para que Albert asimilara sus palabras—. Necesita atención médica, y rápido. Si no me crees, ve y tómale el pulso.

Albert consiguió levantarse, pero enseguida cayó de rodillas, en medio del charco de vómito de Esmond. Soltó una palabrota y le agarró un brazo a su sobrino.

—No le encuentro el pulso —gimoteó—. ¡No tiene pulso!

Belinda estuvo a punto de señalar que si Albert le buscaba el pulso a Esmond por encima del codo era lógico que no se lo encontrara, pero no lo hizo. Si dejaba que aquel cerdo borracho creyera que había matado a Esmond, lo tendría a su merced. Pensar en lo que haría Vera cuando se enterara de que Albert había matado a su único hijo obligándolo a ingerir cantidades industriales de whisky y de coñac lo haría cagarse de miedo.

—Ya te lo he dicho. Te he dicho que lo habías matado a whiskies. ¿Qué piensas hacer ahora? Vera te va a despellejar vivo. Y lentamente.

Albert gruñó y vomitó. Compartía la opinión de Belinda respecto a la reacción de Vera. No quería ni pensar en lo que podía pasar.

Entretanto, Belinda sí pensaba. Se le había ocurrido una idea excelente que era la culminación de su silencioso soliloquio en la cocina.

—Tendrás que llevarlo al hospital —dijo lanzando el anzuelo—. Puedes decir que te lo has encontrado en la cuneta. Así su madre no sabrá que lo has matado tú.

Albert se quedó mirándola con ojos vidriosos.

—Yo no lo he matado. Ha sido él quien se ha matado a whiskies. Es como el capullo de su padre. Y no pienso llevar a nadie a ningún sitio —consiguió articular con dificultad—. No puedo ni tenerme en pie. ¿Cómo voy a conducir? Estoy pasadísimo. ¿Qué quieres, que me retiren el carnet? Tendrás que llevarlo tú. Belinda, amor mío, hazme este favor.

Belinda sonrió. Albert se había tragado el anzuelo, el hilo y el plomo. El muy idiota iba a perder mucho más que el carnet de conducir antes del amanecer. Dejó a su esposo tendido en la moqueta, en medio del contenido regurgitado de su estómago y del de Esmond, y arrastró a su sobrino hasta la cocina y, desde allí, hasta el garaje, donde estaba el coche más valioso de Albert, el Aston Martin. Tras un breve descanso para recobrar el aliento, Belinda metió la más valiosa posesión de Vera Wiley en el asiento delantero, le ajustó el cinturón de seguridad y cerró la capota del descapotable.

Entonces Belinda vaciló un momento. ¿Necesitaba llevarse algo? No, tenía todo cuanto necesitaba, excepto dinero.

Entró otra vez en casa, abrió la puerta del salón sin hacer ruido y, tras echarle un vistazo a Albert, que roncaba en el suelo, cerró la puerta con llave. Se dirigió al dormitorio, levantó una esquina de la gruesa moqueta de fibra acrílica y retiró una tabla de madera que ocultaba la caja fuerte. Instantes después había marcado los números en el teclado y había retirado cincuenta mil libras en billetes usados que Albert tenía escondidas allí. Por último, cambió el código de la caja fuerte para que Albert no pudiera abrirla.

Fue a la cocina, encendió el hervidor de agua, puso un cazo de leche a calentar y cogió dos termos. En uno metió varias cucharadas de café, y en el otro, Horlicks y un somnífero suave. El somnífero era por si Esmond despertaba de la borrachera. No parecía probable, pero Belinda no quería correr riesgos innecesarios.

Cuando Belinda salió del garaje, no había nada que indicara que se hubiera marchado del chalet —ni de Essex— para siempre. A su lado, Esmond Wiley, envuelto en una manta, permanecía ajeno a todo. Seguramente dormiría toda la noche y despertaría con una resaca de miedo en un lugar que nunca habría podido imaginar.

Igual que Albert. Belinda había dejado una botella de Chivas Regal abierta en el suelo, a su lado, porque sabía que Albert bebería un sorbo para levantarse el ánimo en cuanto despertara. Se regodeaba pensando en cómo se encontraría su esposo por la mañana. Demasiado horrible para expresarlo con palabras.