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Lo que no sabía Vera es que Esmond se lo estaba pasando en grande. Belinda había resultado mucho más simpática de lo que siempre le habían hecho creer.

Poco después de llegar el chico a la casa, Belinda se empeñó en que Esmond se quitara el traje azul y se pusiera ropa más cómoda; y al comprender, rápidamente, que la ropa de sport no formaba parte del vestuario de Esmond, le prestó unos pantalones de chándal de Albert. Le quedaban un poco raros con la camisa y la corbata, pero Esmond tuvo que admitir que eran muy cómodos.

A continuación, Belinda le enseñó cómo funcionaba el jacuzzi. Esmond nunca había visto un jacuzzi y le pareció muy emocionante, si bien lo turbó un poco el entusiasmo de la tía Belinda cuando ésta empezó a desnudarse y se metió dentro para demostrarle mostrarle su funcionamiento, y rechazó educadamente su invitación a bañarse con ella.

De hecho, el chalet estaba lleno de cosas emocionantes y maravillosamente modernas. En el dormitorio de Esmond había un televisor y hasta una pequeña cafetera exprés. Y fuera, el chico vio una gran piscina arriñonada. En resumen, Ponson Place era la casa más lujosa que él había visto jamás, y estaba decorada con un estilo que no tenía nada que ver con el del número 143 de Selhurst Road.

Cuando Esmond volvió al salón con Belinda, que todavía no se había secado del todo, decidió que iba a pasárselo muy bien en casa de los Ponson. El tío Albert acababa de servirse un whisky.

—Tómate algo —le dijo a su sobrino—. ¿Qué veneno prefieres?

Esmond vaciló. Nunca había oído esa expresión.

—¿Veneno? —preguntó.

—¿Qué quieres tomar, hijo?

—Creo que una Coca-Cola.

—No tengo ninguna. Prueba un whisky de malta —dijo su tío, y sin esperar una respuesta le puso en la mano un vaso lleno hasta la mitad de un líquido marrón de una botella cuya etiqueta rezaba Glenmorangie. Esmond se fijó en la fecha que aparecía en ella. Era una etiqueta muy gastada y decía que el contenido de la botella tenía veinte años.

—¿Seguro que estará bueno? —preguntó con recelo—. ¿No estará caducado?

—¿Caducado? ¿No te ha enseñado nada tu padre sobre el whisky? —Albert soltó una risita—. Porque él se ha bebido unos cuantos.

—Demasiados. Por eso está enfermo.

Albert se reservó su opinión sobre la verdadera causa de la enfermedad de Horace Wiley. Vio a Belinda haciéndole ojitos a ese joven idiota, y empezó a entender a su cuñado, y por qué un hombre que siempre había sido un bebedor moderado se había tirado a la bebida de la noche a la mañana. Y no sólo eso, sino que había planeado matar, descuartizar y disolver en ácido nítrico a su hijo, lo cual, por muy idiota que fuera el chico, parecía un poco cruel.

Esmond bebió un sorbo de whisky y comentó que realmente no le gustaba mucho su sabor, y Albert tuvo una revelación: el chico era exactamente igual que su padre, o al menos igual que su padre cuando era joven. Albert nunca había entendido por qué Vera se había casado con un tipo tan serio y aburrido. Antes de la boda, le había dicho a su hermana que estaba cometiendo una tontería, pero la verdad es que a ella tampoco la había entendido nunca. Cuando era adolescente, Vera se pasaba el día leyendo novelas rosas, y a Albert nunca le habían interesado los libros. Los únicos que le llamaban la atención eran los que contenían columnas de debe y haber.

Albert había dejado los estudios tan pronto como había podido, y, gracias a esa falta de piedad que tanto horrorizaba a Horace, había ganado rápidamente lo que él llamaba «una bonita suma». A cuánto ascendía exactamente esa «bonita suma» era un secreto celosamente guardado que a muchos les habría gustado desvelar. La cifra oficial era modesta, pero suficiente para satisfacer a los inspectores de Hacienda y para cerrarles el pico a los del servicio de aduanas, aunque éstos perdían el tiempo tratando de denunciarlo por evasión de impuestos. Ni siquiera su contable, al que había escogido por su fama de persona escrupulosamente honesta e íntegra, sabía cuáles eran los verdaderos ingresos de su cliente, ni cómo se las ingeniaba para llevar un tren de vida tan elevado con la modesta cantidad que declaraba.

Cuando lo interrogaban sobre su nivel de vida, Albert confesaba, avergonzado, que se había casado por dinero, y, curiosamente, había parte de verdad en esa afirmación. Aunque una inspección minuciosa habría revelado que Belinda no disponía de ingresos propios, y que el dinero que ella tenía en su cuenta bancaria privada había sido transferido, en realidad, de la de Albert.

Era todo muy extraño. Pero ahora eso no importaba. Lo que en ese momento tenía ocupada la sinuosa mente de Albert era encontrar alguna manera de utilizar a ese joven tontorrón, con su pinta y su atuendo de aprendiz de director de banco, para sacarle partido. Desde luego, no pensaba tenerlo todo el día en la casa, con Belinda en aquel estado. Últimamente se comportaba de forma muy extraña; Albert se preguntaba si podía deberse a la menopausia, aunque sabía que su esposa era demasiado joven para eso.

No: si, como todo parecía indicar, iban a tener que aguantar al chico una temporada, Albert le buscaría alguna ocupación en su negocio. Pero antes quería averiguar de qué pasta era ese sobrino suyo, y enseñarle cuatro cosas sobre los placeres del alcohol parecía una excelente forma de empezar.