Los sentimientos de Vera eran exactamente opuestos a los de Horace. Afirmar que no estaba contenta sería quedarse corto. Jamás se había sentido tan desesperada y desgraciada, y, como es lógico, culpaba de ello a Horace. Si a él no se le hubiera ido la olla, no habría tenido que enviar a su hijo del amor a casa de Belinda. A Vera nunca le había caído bien su cuñada, y ya antes de la boda le había dicho a Albert que se había enamorado de una despiadada cazafortunas que lo trataría fatal. Pero su hermano había ignorado su advertencia, y mira cómo había acabado: vivía dominado, hasta el punto de que, como él mismo le había explicado, Belinda lo obligaba a quitarse los zapatos antes de entrar en la casa cuando volvía del trabajo para no ensuciarle la mullida moqueta.
Cuando llegó a casa —tuvo que conducir en medio de la hora punta, jaleada por los gritos de furiosos conductores que le gritaban «Circula, inútil»—, Vera estaba emocional y físicamente agotada. Se sentó en una silla de la cocina, apoyó la cabeza en la mesa y rompió a llorar. Al final se quedó dormida, y al despertar, dos horas más tarde, vio que se había puesto el sol y que la cocina estaba a oscuras.
Vera encendió la luz, se preguntó si debía subir a ver qué hacía Horace y decidió que no. Todo lo que estaba pasando era culpa de Horace. Si él no se hubiera alcoholizado, no habría pasado nada. Decidió que su esposo podía pasar sin cenar. Y por ella también podía pasar sin desayunar. Lo odiaba por haberla separado de su dulce hijito.
Vera no tenía hambre, pero aun así sabía que tenía que alimentarse. Abrió una lata de judías cocidas y se preparó unas tostadas; después de comérselas, subió a su habitación y se acostó.
Cuando estaba a punto de quedarse dormida, reparó en que la lámpara de la mesilla de noche del dormitorio de Horace estaba apagada. Bueno, debía de estar dormido. Y si no, le importaba un cuerno. Todos sus pensamientos iban dirigidos a su adorado hijo.