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Vera Wiley pensaba casi exactamente lo contrario.

Vera todavía no se había recuperado de la conmoción que le había producido enterarse de que Horace se había endeudado invirtiendo en la Bolsa. No quería ni pensar en las consecuencias que eso tendría si su esposo no se recuperaba de su crisis nerviosa, se reincorporaba a su puesto de trabajo y vendía las acciones que todavía le quedaran, que subirían cuando el mercado volviera a remontar.

Por otra parte, le horrorizaba la perspectiva de separarse aunque sólo fuera temporalmente de Esmond, su hijo del amor. Sobre todo para que Esmond fuera a casa de la foca de su cuñada Belinda. Albert, pese a ser excesivamente campechano, no estaba mal, aunque su negocio era un poco cutre; en cambio, Belinda no era nada simpática.

—Lo he dicho una y mil veces —le dijo a Horace, y no exageraba—: esa Belinda es una plasta. No me explico qué ha visto Albert en ella.

Horace sí se lo explicaba, pero no compartió sus ideas con su esposa. El que Albert hubiera escogido como esposa a una abogada mercantil y asesora fiscal era una buena jugada para un hombre con su profesión en Essex, aunque aparentemente Belinda hubiera dejado de trabajar después de casarse. En el fondo, Horace, con su tortuoso corazón, envidiaba a su cuñado. Además, Belinda era una mujer atractiva que había sabido mantener la figura, lo cual no podía decirse de Vera. Y lo que más le gustaba de su cuñada era que se mostraba muy reservada, al menos cuando estaba con gente. Siempre se quedaba en segundo plano y hacía algo útil en la cocina, en lugar de acaparar la atención como hacían Vera y Albert.

No es que los Ponson hubiesen invitado a los Wiley a muchas fiestas, y las pocas a las que habían asistido, Horace las había encontrado demasiado bulliciosas para su gusto o para su reputación de respetable director de banco. Y eso que, a decir de todos, habían sido sosas comparadas con algunas de las que Albert se jactaba. Hasta Vera se había escandalizado con los relatos de su hermano de parejas mezcladas en los jacuzzis, aunque Horace sospechaba que lo que sentía su esposa era envidia. Y eso hacía que resultara aún más sorprendente que estuviera dispuesta a dejar que Esmond fuera a pasar el verano a Ponson Place.

Horace estaba en la cama, con una resaca de miedo y controlando el impulso de taparse los oídos mientras Vera hablaba sin parar. Se preguntaba qué demonios le habría contado Albert para haberla convencido. Era evidente que no había mencionado el depósito de agua de detrás del garaje, porque Vera se habría puesto hecha un basilisco. Y en cambio lo único que hacía era insistir sobre lo plasta que era Belinda, y repetir que no estaba segura de que a Esmond le gustara la idea de marcharse a Essex. ¿Y qué iba a saber una mujer que no podía tener hijos sobre cómo había que alimentar a un chico en la edad del crecimiento como Esmond? Esmond era tan quisquilloso con la comida y, además, era muy delicado y…

Horace la escuchaba y trataba de aparentar que se encontraba peor de lo que se encontraba. Por él, Belinda Ponson podía matar de hambre a su espeluznante hijo o convertir su vida en un infierno siempre que no enviara de vuelta a casa a aquel animal.

—Sólo necesito descansar un poco —gimoteó como si diera respuesta a sus propios pensamientos; y lo tranquilizó oír suspirar a Vera y, aún más sorprendente, ceder sin añadir que si volvía a casa borracho como una cuba tendría que atenerse a las consecuencias. Vera bajó y esperó a que Esmond regresara del colegio para comunicarle que el tío Albert y la tía Belinda lo habían invitado a pasar las vacaciones de verano en su casa.

Sin embargo, las dudas de Vera no se disiparon. Había algo que no encajaba, y ese algo no tenía nada que ver con las borracheras de Horace ni con que llegara tarde a casa afirmando que Esmond era él. Tampoco era la inconcebible idea de que Horace invirtiera en la Bolsa. Había algo más que la tenía inquieta.

Sentada a la mesa de la cocina, con Sackbut mirando por la ventana desde su sitio preferido, junto al cactus, poco a poco empezó a entender qué podía ser ese algo. Y si tenía razón, el comportamiento de Horace, por muy raro y absurdo que hubiera parecido, podía estar calculado y tener mucho sentido. ¿Y si Horace tenía otra mujer o, como lo llamaban en las novelas rosas que ella leía, una amante? Eso lo explicaría todo: que se marchara de casa tan temprano, que volviera cada vez más tarde, que bebiera y que se hubiera endeudado. Hasta explicaría su horrible conducta con Esmond: lo odiaba porque Esmond le recordaba constantemente cuál era su deber como padre y como esposo. Y también explicaría, por supuesto, por qué no servía para nada en la cama y por qué siempre era ella la que tenía que hacerlo todo cuando tenían relaciones sexuales.

Cuando la golpeó esa terrible convicción y supo que era una mujer engañada, o, mejor dicho, una mujer traicionada, y que Horace no era más que un mujeriego, la inundaron oleadas de emoción contradictorias. Primero sintió el impulso de subir inmediatamente al dormitorio y enfrentar a Horace con su delito, pero a continuación pensó en el efecto que eso tendría sobre su adorado Esmond. El pobre chico quedaría traumatizado.

No era una palabra que empleara mucho una mujer que tenía una vida emocional basada casi exclusivamente en petimetres de la Regencia inglesa de principios del siglo XIX que abrazaban a doncellas contra sus viriles pechos, que se desafiaban a muerte después de bailar hasta el amanecer y que montaban raudos caballos negros, etc., pero la había oído en la televisión y en ese momento le vino a la mente.

No podía permitir que Esmond quedara traumatizado. Ella tenía que cumplir su obligación de madre, y si eso significaba sacrificar sus propios sentimientos, al menos de momento los sacrificaría. Lo cual no significaba que no fuera a expresar su rabia en cuanto Esmond se hubiera marchado a Ponson Place. Entonces sí que tendría algo que decirle a Horace…

La detuvo otro pensamiento: la astucia y la habilidad con que Horace se las había ingeniado para echar a Esmond de casa eran muy sospechosas. Horace le había revelado a Albert algo que lo había conmocionado, porque parecía profundamente afectado cuando bajó a la cocina. Vera nunca había visto a su hermano tan pálido, y Albert no era un hombre al que se pudiera impresionar fácilmente.

¡Claro! Horace se lo había confesado todo a su cuñado. Albert había obligado a Horace a contárselo todo sobre la otra mujer que lo obsesionaba. O eso, o Horace había alardeado ante Albert de su amante, que lo dejaba agotado por las noches, por lo que siempre llegaba a casa tarde y sin nada que ofrecer a Vera, su fiel esposa.

Por un momento la rabia de Vera estuvo a punto de enviarla corriendo al dormitorio para sonsacarle la verdad a su esposo, pero se lo impidió el miedo a traumatizar a Esmond, combinado con la sensación de que podía serle mucho más útil fingir que no sabía nada. Así que salió al jardín y se puso a pasear con aire trágico entre las aubrecias rosas, los geranios rojos y las lobelias colgantes de un azul muy intenso. Allí, entre los arriates de flores y el impecable césped, pudo llorar sin que nadie la viera, como exigía su papel.

De hecho, su interpretación no pasó desapercibida. Horace la vio desde el dormitorio y se quedó muy desconcertado. Estaba acostumbrado al dramatismo de su esposa y a sus repentinos cambios de humor, y en esas circunstancias esperaba una reacción más melodramática y enérgica que ese pasear pensativo y melancólico. Una mujer desgañitándose por su diabólico amante —o, en ese caso, una madre desgañitándose por su diabólico hijo— parecía más apropiado que ese contenido y acongojado pasear. Lo invadió un nuevo desasosiego. Estaba deseando enterarse de qué le había dicho el zoquete de Albert a Vera. Debía de ser algo espeluznante para que Vera su sumiera en semejante melancolía. Horace se dio la vuelta y trató de conciliar el sueño.