En el enorme chalet de los Ponson, un derroche de papel pintado con relieve de terciopelo, sofás dorados de fibra acrílica y alfombras y moquetas de color rosa en las que te hundías hasta el tobillo, donde todos los dormitorios tenían cuarto de baño y jacuzzi, la noticia de que Esmond Wiley iba a infestar la casa en breve no fue muy bien recibida.
Belinda Ponson, la esposa de Albert, no era una mujer corpulenta, gritona y efusiva como su cuñada, y desde luego no tenía nada de sentimental. Los epítetos que mejor la describían eran tranquila y maniática —aunque no siempre había sido así—, y era especialmente maniática con el mobiliario de su casa. Pensar en lo que un adolescente con los zapatos llenos de barro y con las manos grasientas podía hacerle a su papel pintado con relieve de terciopelo y a sus sofás de fibra acrílica, por no mencionar la moqueta rosa, la turbaba profundamente.
—No voy a permitir que estropee la decoración —le advirtió a Albert, que tenía que quitarse los zapatos en el porche y ponerse unas zapatillas especiales antes de entrar en el chalet—. Ya sé cómo son los chicos de su edad. Tu hermana tiene a su hijo muy malcriado, y seguro que además es un guarro. Todos los chicos lo son. ¿Cómo se te ha ocurrido invitarlo sin consultarme?
—Es que Horace se ha vuelto majara —dijo Albert, lacónico.
—A mí me tiene sin cuidado que se haya vuelto majara. Si nunca te ha hecho ningún favor, ¿por qué tienes que hacérselo tú a él? Eso es lo que me gustaría saber.
—Porque, como ya he dicho, se ha vuelto majara, y si el chico no sale de su casa, Horace se quedará majara o algo peor. No quiero tener a Vera a mi cuidado el resto de su vida. ¿Te gustaría que viniera a vivir aquí y que se metiera en todo?
No hacía falta que Belinda respondiera.
—Mira, lo único que puedo decir es que no quiero que Esmond traiga aquí a sus novias, ni que se pase el día repantigado en los sofás con unos vaqueros sucios y desordenándome la casa.
Albert se sirvió un whisky de una licorera de cristal tallado con una etiqueta chapada en oro que rezaba Chivas Regal.
—Esmond no lleva vaqueros. Lleva traje azul y corbata, igual que su padre —dijo—. Eso es lo que ha hecho explotar a Horace. Dice que es como si hubiera otro Horace en la casa.
—¿Otro Horace? Pero ¿qué dices? Jamás había oído semejante idiotez.
—Sí, como si tuviera un dopple-nosequé… Una especie de doble. Eso: es como si tuviera doble personalidad. Y después de ver a Horace como está, es decir, con la cara que tiene, la verdad es que debe de ser horrible tener a dos en la casa.
—Pues si es así, yo no quiero ni a uno en mi casa —dijo Belinda—. Que se los quede tu hermana a los tres.
—¿A los tres? ¿Qué demonios dices? —preguntó Albert. Pero Belinda ya se había ido a la cocina Poggenpohl a desahogarse con el lavaplatos.
Los accesorios de la vida moderna ejercieron sobre ella el habitual efecto tranquilizador y emoliente. Casi lograron distraerla del todo. La licuadora, el microondas, el horno con grill y espetón giratorio, la cafetera exprés y el fregadero de acero inoxidable con grifo aparte para el filtro de agua por ósmosis inversa… Todo servía para asegurarle que tenía algún propósito y algún sentido en la vida pese a que la vida con Albert a menudo le hacía pensar todo lo contrario.
Albert podía tener su piscina cubierta y su bar con paredes forradas de piel y taburetes con forma de silla de montar con estribos y sus matrículas y sus banderas del Lejano Oeste y hasta su adhesivo de la Rosa Amarilla de Texas; podía tener sus barbacoas y sus parrillas de carbón alimentadas a gas para impresionar a sus amigos y para demostrar su virilidad; de hecho, podía tener cuanto quisiera, excepto la cocina y los pensamientos secretos de Vera. Y su deseo insatisfecho. Aunque, pensándolo bien, ella le habría entregado su deseo insatisfecho si él hubiera podido satisfacerlo. No, la cocina era sagrada, aunque sólo enmascarara otras necesidades.
Belinda Ponson reflexionó sobre la llegada de Esmond Wiley. Si de verdad era como su padre y llevaba traje y corbata, quizá fuera precisamente el antídoto para Albert que ella tanto había esperado. Albert era demasiado obvio y demasiado burdo. Y no había conseguido darle lo que ella quería por encima de todas las cosas: una hija. Algo con lo que había soñado desde que era niña, cuando vivía rodeada de abuelas, tías y primas.
Belinda se animó. Quizá el chico pudiera convertirse en otra cosa. En un muñeco. Ella sabía a ciencia cierta que Albert no siempre le había sido fiel en tantos años de matrimonio, y quizá ése fuera el momento de liberarse de aquel desgraciado.
Si Esmond era como su padre, probablemente fuera apocado y manejable y fácilmente influenciable. De hecho, cuanto más lo pensaba Belinda, más agradable le resultaba la idea de tener a Esmond en casa.