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Y así, mientras Horace huía del tormento de su vida familiar durmiendo la borrachera, su esposa pasó la noche en vela tratando de aceptar que su esposo estaba loco y que perdería el empleo en el banco y acabaría sus días en un manicomio, de lo que se enterarían todos los vecinos. Esa combinación de horrendas consecuencias la llevaron a una conclusión aún más melodramática: que cabía la posibilidad de que Horace consiguiera asesinar a su adorado hijo en cuanto ella se diera la vuelta. Vera Wiley decidió no volver a dejarlos solos jamás, y tenía una imaginación romántica tan potente que obtuvo cierto consuelo de la perspectiva de defender a su querido Esmond aunque eso significara morir apuñalada por el demente de su marido. Horace moriría con ella, por supuesto —de eso se encargaría ella—, y Esmond pasaría el resto de su vida adecuadamente perseguido por un sentimiento de culpa no correspondido (Vera no estaba muy segura de qué significaba eso de «no correspondido»; sólo sabía que tenía algo que ver con el amor y que era inevitable) y por el espantoso secreto de la tragedia que nunca llegaría a revelarle a nadie. Vera acompañó esos dramáticos pensamientos con una serie de sollozos, y finalmente, hacia el amanecer, se sumió en un sueño irregular acompañado por los ronquidos de su marido.

En su dormitorio, Esmond escuchaba esos sonidos e intentaba comprender qué había pasado, y por qué su padre lo había llamado «mancha condenada» y le había ordenado que se largara de la casa. Era muy raro y, para un joven impresionable, profundamente inquietante. Además, las intenciones de su padre con relación al empleo del cuchillo de trinchar eran demasiado obvias para ignorarlas.

Atrapado entre una madre atrozmente sentimental y un padre con instintos manifiestamente asesinos —o, como mínimo, que no se comportaba de forma racional—, no es de extrañar que Esmond sintiera la necesidad de huir a una atmósfera más saludable y menos confusa en la que su madre no lo aceptara tan ciegamente y su padre no lo rechazara tan cruelmente. Había otros mundos por conquistar, y cuanto antes encontrara uno que le conviniera, mucho mejor. Para cuando por fin se quedó dormido, Esmond, en su primer acto de rebeldía desde el infortunado experimento con la batería, había decidido escaparse de casa. Ya no tendría que soportar aquel trato, y aunque acabara viviendo en la calle, pobre, hambriento y solo, esa situación no sería peor que la actual.

Pero su tío Albert, que llegó a la mañana siguiente en su Aston Martin después de que Esmond se marchara al colegio, lo salvó de esa desesperada medida.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con su atronadora voz nada más entrar en la casa. Vera lo llevó corriendo a la cocina y cerró la puerta.

—Es Horace. Ayer llegó borracho a casa y empezó a gritarle a Esmond, y entonces agarró un cuchillo e intentó matarlo. También decía unas cosas horribles de mí, y que tenía un doble, y…

—¿Un doble? —la interrumpió Albert.

—No lo sé. No se le entendía. Decía que se veía a sí mismo y que no podía soportarlo más.

Albert se lo imaginó y le pareció entender a su cuñado.

—No me extraña. Es feo con ganas. Eso le pasa por ser director de banco. Nunca he conocido a uno que no esté amargado. No entiendo cómo te casaste con ese tipo.

—Porque estaba locamente enamorado de mí. No podía vivir sin mí —repuso Vera, que ya hacía tiempo que había trasladado esa ficción a la realidad—. Nos comprometimos… Horace me propuso matrimonio en Beachy Head y…

—Sí, eso ya lo sé —dijo Albert antes de que su hermana volviera a contarle toda la historia—. Lo que quiero saber es qué esperas que haga yo ahora que se le ha ido completamente la olla. ¿Qué dice el médico?

Vera, desconsolada, se sentó a la mesa de la cocina y sacudió la cabeza.

—No se lo he preguntado. Es decir, si llamo al médico, quizá diga que Horace está…, bueno, que no está bien de la cabeza. Entonces podría perder el empleo en el banco, y ¿qué sería de nosotros?

—¿Dónde está Horace?

—Arriba, en la cama. He llamado al banco y he dicho que tenía fiebre y que se quedaría un par de días en casa. ¡Ay, Albert, no sé qué hacer! —Hizo una pausa y miró el cajón donde estaba el cuchillo de trinchar—. Quizá yo no esté en casa la próxima vez que le dé por atacar a Esmond.

—¿Lo había atacado alguna vez?

Vera negó con la cabeza.

—¿Y qué dijo Esmond?

—Preguntó qué le pasaba a su padre.

—¿Y antes no había dicho nada para enojar a Horace?

—No había dicho ni una sola palabra. Bajó en pijama y preguntó por qué gritaba Horace y por qué decía que tenía un doble. El pobre chico no tuvo ocasión de decir nada, porque Horace agarró el cuchillo y se abalanzó sobre él. Fue espantoso.

—No me cabe duda —dijo Albert, que no podía imaginarse a su cuñado actuando de un modo tan impetuoso, como tampoco podía imaginarse a Horace proponiéndole matrimonio apasionadamente a Vera en lo alto de Beachy Head. Madre mía, debía de estar borracho como una cuba para atacar a Esmond delante de Vera. Hasta Albert se lo habría pensado dos veces antes de hacer algo que pudiera contrariar a su hermana.

—Sigo sin saber qué puedo hacer yo para ayudar —continuó—. Mira, el único consejo que puedo darte es que lo alejes de la botella.

—No pensarás que le dejo beber en casa, ¿verdad? —dijo Vera, indignada—. Porque no le dejo. Bueno, se bebe una copa de vino por Navidad, pero eso es diferente.

Una vez más, Albert tuvo que replantearse el concepto que tenía de su cuñado.

—¿Insinúas que va a los pubs a beber? ¿Horace en un pub? No puedo creerlo. Los directores de banco ni se acercan a los pubs. Va contra su religión.

—Bueno, pues en algún sitio se emborracha, de eso no cabe duda. Llega a casa apestando a fábrica de cerveza. Y siempre llega tarde. Se levanta al amanecer y vuelve a casa tan tarde que tengo que calentarle la cena en el horno. Por favor, Albert, sube y habla con él. Quiero saber qué está pasando.

Albert cedió. Quizá en el gremio de los vendedores de coches de segunda mano de Essex se lo considerara un personaje temible, pero nunca había podido plantarle cara a su hermana. Subió al piso de arriba y encontró a Horace con muy mala cara.

—¡Hola, Horace! —gritó—. ¿Qué es eso que me han contado de que te emborrachaste y atacaste a Esmond con un cuchillo?

El señor Wiley se encogió en la cama. No soportaba a su cuñado ni en sus mejores momentos, y ese momento era de los peores. Tenía un dolor de cabeza brutal, y todavía recordaba los horrores de la noche pasada. Sólo faltaba que lo interrogara un hombre al que él consideraba un criminal y que seguramente era una especie de capo mafioso.

—No sé de qué me hablas —murmuró débilmente—. No me encuentro bien.

—Ya se nota, Horace, ya se nota —repuso Albert, y descorrió las cortinas de un tirón.

El señor Wiley se escondió bajo las sábanas y se puso a gemir, pero su cuñado se mostró implacable. Albert iba a resarcirse de tantos años soportando la superioridad moral de Horace. Se sentó en la cama y retiró las sábanas, descubriendo la cara del enfermo. Bajo aquella intensa luz, el señor Wiley tenía peor aspecto y se encontraba aún peor. Hasta Albert Ponson quedó impresionado.

—Joder —dijo—. Lo que tú tienes no es una simple resaca, tío. Se ve a la legua.

—Ya lo sé.

—¿Sabes qué tienes? —preguntó Albert, casi con compasión. Como si hablara en el lecho de muerte de su cuñado.

—Sí —contestó Horace—. Lo sé muy bien.

—No será sífilis, ¿verdad? —preguntó Albert. Tenía tendencia a imaginar panoramas sórdidos.

—¿Sífilis? —dijo Horace, que no tenía esa tendencia.

—Sí, ya sabes. Mal francés. Purgaciones. Gonorrea.

—Claro que no —dijo Horace, ofendido; por un instante, el sobresalto alivió su malestar—. ¿Por quién me has tomado?

—Vale, vale. No seas tan estirado. Sólo preguntaba. Eso puede pasarle a cualquiera.

—Pues a mí no —dijo Horace, y dejó caer la cabeza en la almohada, ligeramente aplacado.

El siguiente comentario de Albert Ponson no le hizo ningún bien.

—Lo único que digo es que parece que necesites los servicios de una buena empresa funeraria. He visto a tipos que tenían mejor cara cuando los desenchufaron del equipo de respiración asistida.

Horace le lanzó una mirada asesina.

—Muchas gracias —dijo—. Tus palabras me reconfortan. Y ahora, si no te importa, te agradecería que bajaras y que me dejaras descansar un poco.

Pero a Albert no se lo convencía tan fácilmente.

—No puedo —replicó—. Es que Vera quiere saber qué está pasando. Te levantas muy temprano y vuelves a casa tarde y apestando a alcohol. ¿No será que tienes un cacho por ahí?

—¿Un cacho? ¿Qué quieres decir?

—Una chati. Una titi. Ya sabes, una fulana.

—Pues mira, ya puedes bajar y decirle que no —dijo Horace—. No es nada de eso.

Albert lo miró con recelo.

—Está bien. Te creo, aunque la mayoría no te creería. No será cáncer, ¿verdad?

—No, no es cáncer. No es nada físico. Es algo mucho peor.

Horace no dijo nada más. Albert Ponson no era la clase de persona a la que se habría confiado. Si se trataba de entender los problemas que le causaba tener un hijo como Esmond que merodeaba por la casa y que era clavadito a él y se comportaba exactamente igual que él, Albert no podía serle de mucha ayuda. Un hombre que le regalaba una batería a su sobrino, que no tenía ningún oído musical, no podía tener ni gota de sensibilidad.

Por otra parte, Horace no se sentía capaz de explicarle sus sentimientos a Vera. Su combinación de devoción a Esmond y espantosa sensiblería, que Horace había acabado por identificar como otra forma de sadismo, o al menos de violencia, hacía imposible una confesión. Cualquier cosa era mejor que la terrible escena que se produciría si Horace insinuaba siquiera que no soportaba ver a su hijo. A Albert, en cambio, lo intimidaba lo suficiente su hermana para que lo entendiera. De pronto Horace tomó una decisión.

—Es Esmond. Eso es lo que me pasa. Me está perjudicando gravemente la psique.

Albert Ponson intentó descifrar esa afirmación. Entendía un poco de psicología, porque vendía coches de segunda mano, pero la palabra «psique» era nueva para él.

—¿Te refieres a la batería? Ya, Vera me lo contó, pero…

—No, no me refiero a la batería —lo interrumpió Horace—. Ni a las clases de piano. Es él. —Dio un suspiro de abatimiento—. Tú no lo entiendes porque no tienes hijos.

—No, Belinda y yo no hemos tenido esa suerte —dijo Albert con frialdad. Era evidente que ése era un tema delicado.

—¿Suerte? ¿Que no habéis tenido esa suerte? No sabes de la que te has librado.

—Yo no lo expresaría así. Llevamos años intentándolo. Belinda debe de tener algún problema, porque está clarísimo que no soy yo. En fin, ¿qué pasa con Esmond? A mí me parece un chaval muy majo.

Horace se olvidó por un momento de la resaca. Nunca se le había ocurrido que alguien pudiera considerar a Esmond un chaval muy majo, y ese «chaval» era claramente sospechoso.

—Mientes —dijo—. Te aseguro yo que no tiene nada de majo. Es idéntico a mí cuando tenía su edad, y eso es algo que yo no le desearía ni a mi peor enemigo. No lo soporto, y no quiero volver a ver su patética cara.

Albert Ponson se quedó mirando a Horace y trató de asimilar esa sorprendente afirmación. Su cuñado nunca le había resultado agradable, y no entendía cómo Vera podía haberse casado con él, pero compartía la simple sentimentalidad de su hermana y su fe en los más rudimentarios valores familiares. En su mundo, se suponía que los padres querían a sus hijos, o que al menos estaban orgullosos de ellos. Pasaba lo mismo que con los perros y los gatos. Los querías porque eran tuyos. Ir por ahí diciendo que detestabas a tu propio hijo no sólo no era bonito, era antinatural.

—No está bien que digas eso, Horace —dijo por fin—. No está nada bien. Esmond es tu hijo. Es lógico que se parezca a ti. Si no se pareciera a ti, estarías mosqueado. Mira, si yo tuviera un hijo y se pareciera a otro, no estaría muy contento, porque como paso tanto tiempo fuera de casa… ¿Me entiendes?

Horace creía entenderlo, pero se reservó sus opiniones. Acababa de ocurrírsele una idea excelente. Esa idea requería la cooperación de su cuñado, aunque tendría que ser una cooperación involuntaria. Tenía que ser muy cuidadoso. Horace Wiley recurrió a su experiencia como director de banco. Desde hacía un montón de años, se dedicaba a engatusar a los clientes que menos necesitaban que les autorizaran un descubierto para que lo aceptaran, mientras les negaba créditos a pequeños negocios que los necesitaban desesperadamente.

—Sí, admito que no está bien que sienta lo que siento. Ya lo sé, pero no puedo evitarlo. Se pasa el día por ahí, imitándome. Es como… como tener un doppelgänger.

—¿Un doppelgänger? —dijo Albert, que tenía la misma dificultad con esa palabra que con la palabra «psique» (y quizá fuera comprensible, dado que su pensamiento raramente abandonaba el mundo de la compraventa de coches. Y, desde luego, nunca había oído hablar de un coche que se llamara Doppelgänger).

—Un doble, alguien que siempre va contigo y que hace lo mismo que tú y de quien no puedes librarte —explicó Horace. Hizo una pausa, y había un destello siniestro en sus ojos—. Excepto matándolo.

—Joder —dijo Albert, muy alarmado. Era evidente que Horace estaba como una cabra—. ¿Me estás diciendo que quieres matar a tu hijo?

—No es que quiera matarlo. Es que tengo que matarlo. No te imaginas lo que es no poder librarte de alguien que es igual que tú pero que es otra persona. Si se marchara un tiempo y me dejara en paz, me sentiría mucho más seguro. Porque no es nada agradable sentir esta terrible necesidad de matar a tu propio hijo. Además, tengo que pensar en Vera. Si sirviera de algo, dejaría el banco y me marcharía de aquí, pero tengo que mantener a Vera y ganarme la vida, y Vera ha sido una esposa tan maravillosa que no querría hacer nada que la disgustara.

Albert Ponson reflexionó sobre esa afirmación y le resultó difícil conciliarla con la espantosa necesidad de Horace de matar a Esmond. «Disgustar» era quedarse corto. La reacción de Vera sería mucho más devastadora. De hecho, el número 143 de Selhurst Road figuraría en los anales de la historia del crimen británico junto a Rillington Place y otras casas donde había habido múltiples horrores. Y a Automóviles Seminuevos Ponson tampoco le haría ningún bien.

Al ver que Albert se ablandaba, Horace volvió a la carga.

—Ya he pensado cómo hacerlo. Tendría que deshacerme de él sin dejar rastro, por supuesto —dijo—. No podría dejar trozos en el jardín, por ejemplo, ni bajo el suelo del sótano. Así que tendría que disolver su cadáver en ácido. He medido el depósito de agua que hay detrás del garaje y cabría allí fácilmente, extremidades y todo; y tengo un cliente en el banco que trabaja en la industria de los productos químicos y los ácidos y que me conseguiría ciento cincuenta litros de ácido nítrico a buen precio.

Albert se quedó sentado a los pies de la cama, con la cabeza entre las manos, escuchando sólo a medias los desvaríos de su cuñado, y cualquier esperanza de largarse rápidamente de allí y volver a la relativa tranquilidad del chalet Ponson se desvaneció.