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Esmond Wiley había tenido una infancia turbulenta. Eso se debía, en gran medida, a su nombre.

No puede decirse que fuera culpa suya, ni de su padre, que se apellidara Wiley; aunque a veces, cuando estaba de mal humor, Esmond llegaba a desear que el señor Wiley se hubiera quedado soltero. O que, de haberse sentido obligado a casarse, como parecía ser el caso, hubiera permanecido célibe; o que, ése evidentemente no parecía ser el caso, hubiera tomado precauciones para no dejar embarazada a su esposa. Y no es que Esmond culpara a su padre. La señora Wiley no era una mujer a la que se pudiera negar el derecho a la maternidad. Era una mujer gruesa y aparatosamente jovial, con un apetito insaciable de las más empalagosas y deplorables novelas rosas, y que había adquirido un apetito igual de insaciable de amor. O, para decirlo con otras palabras, vivía en un mundo donde los hombres —caballeros, por supuesto— les proponían matrimonio apasionadamente a las mujeres en lo alto de acantilados bajo la luna llena, con las olas rompiendo contra las rocas de la orilla; y donde las virginales, castas y pudorosas novias aceptaban esas proposiciones con una mezcla de placer y modestia antes de ser aplastadas por ellos contra su pecho viril.

Hay que decir que eso no era exactamente lo que había hecho el señor Wiley. Para empezar, él no era un tipo muy viril; trabajaba de director de banco en Croydon y había hecho todo lo posible para resistirse a la débil vena de pasión que corría (o, mejor dicho, cojeaba) por la familia Wiley. De todas formas, la señora Wiley, que por entonces se llamaba Vera Ponson y tenía veintiocho años, lo había convencido para que le propusiera matrimonio. Peor aún, ella había insistido en realizar el ritual del acantilado tan habitual en sus lecturas, y la pareja había ido en coche hasta Beachy Head una noche de luna llena, ataviada con traje de etiqueta, lo más parecido a los bustiers de raso y los pantalones ceñidos de terciopelo que con tanta frecuencia aparecían en las novelas con que tanto disfrutaba la futura señora Wiley. Si no hubieran intervenido otros factores, la ocasión —o la cita, como la llamaba Vera— quizá habría satisfecho sus sueños más descabellados. Pero intervinieron. La luna llena estaba allí, en alguna parte, pero sólo aparecía a ratos, pues la mayor parte del tiempo la tapaban las nubes. Vera Ponson no quiso sentirse defraudada. A su modo de ver, esas nubes se deslizaban empujadas por el viento, que en lo alto del acantilado, a ciento cincuenta metros de altura sobre el nivel de un mar seguramente embravecido, soplaba con ganas. Estaba demasiado oscuro para distinguir si el mar estaba embravecido o no, y en realidad, aunque las nubes no hubieran tapado la luna llena, el señor Wiley, que por naturaleza y por deformación profesional era un hombre sumamente prudente, no se sentía muy inclinado a mirar. Además, tenía fobia a las alturas. De hecho, el que se hubiera acercado a aquella pared de roca vertical era una prueba del amor que sentía por Vera o, más exactamente, de su desesperación por obtener las comodidades hogareñas de las que parecían disfrutar sus amigos casados y que el inocente romanticismo de Vera parecía prometer. En el coche, camino de Beachy Head, el señor Wiley había recordado que desde allí mucha gente se había lanzado al vacío, e imaginar aquella espantosa caída vertical de la que comprendía que sería imposible sobrevivir había hecho que su miedo se cuadruplicara.

Era ese terror más que una verdadera pasión, lo que había incitado al señor Wiley a proponerle matrimonio a Vera a una velocidad asombrosa, para luego abrazarla y apretarla contra su palpitante corazón. También lo ayudó una repentina ráfaga de viento que en ese momento lo levantó prácticamente del suelo. Con su futura esposa en brazos —y era una futura novia que pesaba lo suyo—, se sintió mucho más seguro, y, como si quisiera celebrar esa unión, la luna, tan llena y tan brillante como Vera había soñado, apareció por una rendija entre las nubes e iluminó a la pareja.

—¡Oh, querido! ¡Cuánto he esperado este momento! —murmuró Vera, extasiada.

Pero, por lo visto, lo mismo les pasaba a dos policías. Alertados por un motorista que al pasar había visto el coche y había telefoneado a la comisaría para avisar de que otro par de lunáticos estaban a punto de suicidarse, los agentes se habían acercado a los amantes con mucho sigilo.

—Tranquilos, no va a pasar nada —dijo uno de los policías cuando sus linternas añadieron un poco más de brillo a la escena.

Sí iba a pasar. Horace Wiley se opuso a identificarse como director de banco residente en el número 143 de Selhurst Road, Croydon, y a reconocer que se disponía a quitarse la vida o, como dijo el sargento, con muy poco tacto, «a cortar por la vía rápida».

Años más tarde, Horace Wiley acabó pensando que esa expresión había tenido un carácter profético, pero en ese momento le preocuparon más las posibles consecuencias que tendría para sus aspiraciones profesionales que llegara a saberse, otra vez con las palabras del sargento, que «tenía por costumbre ir a Beachy Head las noches de luna llena, vestido de etiqueta, para proponer matrimonio a mujeres estrafalarias», que fue, más o menos, lo que Vera había explicado que estaba haciendo. El señor Wiley habría preferido que Vera hubiera cerrado la boca (una preferencia que, a lo largo de su vida de casados, demostró tener tan poco valor como lo había tenido ese día); mientras que a Vera le ofendió tanto que la calificaran de «mujer estrafalaria» que el sargento hasta se arrepintió de haber usado esa expresión. Y entonces empezó a llover.

Resumiendo: con ese adverso principio, la pareja se casó en la iglesia de Saint Agnes, escogida por sus asociaciones literarias (a Vera le había afectado mucho el poema de Keats en su época de colegiala), pasó la luna de miel en Exmoor (eso gracias a Lorna Doone) y tuvo un hijo y heredero al que llamó Esmond. Y fue por culpa de ese nombre, Esmond, más que por el más inocuo Wiley, por lo que el vástago de la unión de Horace y Vera tuvo una infancia tan turbulenta.

Esmond se llamaba Esmond por un personaje de una historia de amor particularmente virulenta en la que su madre estaba enfrascada poco antes de nacer su hijo. En un estado de aturdimiento y confusión producido por las drogas tras un parto terriblemente difícil en el que Horace Wiley no había ayudado para nada, pues le tenía casi el mismo miedo a la sangre que a las alturas, Vera se consoló visualizando al Esmond de ficción. Un machote con pantalones de gamuza y con la camisa desabrochada hasta la cintura, exponiendo un torso asombrosamente viril y una melena de rizos negrísimos azotados por el viento en un despejado páramo, o de pie en un promontorio rocoso sobre un mar agitado, prometía ser un buen ejemplo para el niño, pues su madre estaba decidida a que no se pareciera en nada a su padre, una persona timorata y carente de romanticismo.

Expuesto desde tan tierna edad a semejantes influencias literarias, quizá no sea de extrañar que Esmond Wiley se aficionara de pequeño a una actividad que podríamos describir como «deambular». Mientras otros niños corrían, gritaban, brincaban, hacían el tonto y, en general, se comportaban como niños, Esmond, casi desde que aprendió a andar, se limitaba a deambular por la casa con aire solapado y melancólico.

Desde el punto de vista de Esmond, su comportamiento era perfectamente comprensible. Llamarse Esmond ya tenía delito, pero ver la imagen del héroe romántico de Vera por toda la casa y en los escaparates de todas las librerías y quioscos por los que pasaba habría bastado para que cualquier niño, por muy insensible que fuera, comprendiera que nunca podría satisfacer las esperanzas y las expectativas de su madre.

Y Esmond no era un niño insensible. Era un niño tremendamente acomplejado. Ningún crío que tuviera sus piernas y sus orejas —unas piernas flacas y unas orejas enormes y de soplillo— podía no estar acomplejado. Ni podía no ser consciente de las deficiencias de su madre, que aplicaba a la crianza de su hijo las mismas actitudes, ciegas, sensibleras y anticuadas, que aplicaba a la lectura.

Afirmar que Vera adoraba a Esmond, o que Esmond era la niña de sus ojos, no bastaría para describir la agobiante adoración de que hacía objeto al pobre niño. Cada vez que Vera veía a su hijo, no podía evitar anunciar, en público y en voz alta: «Mirad a esta divina criatura. Se llama Esmond. Es un hijo del amor, mi cariñito, un verdadero hijo del amor», un término que había sacado de La mayoría de edad de Esmond, una novela firmada por Rosemary Beadefiel, pero compuesta por doce escritores diferentes, cada uno de los cuales había redactado un capítulo.

El hecho de que Vera hubiera malinterpretado por completo esa expresión, y de que estuviera anunciando a los cuatro vientos que su hijo había nacido fuera del matrimonio y era, como su padre pensaba a menudo aunque nunca se atreviera a decirlo, un pequeño bastardo, jamás pasó por su mente. Tampoco pasó por la mente de Esmond. Él estaba demasiado ocupado soportando las burlas y las guasas de cualquiera que se encontrara cerca.

Tener una madre tirando a ordinaria que cuando te lleva de compras no tiene ningún reparo en proclamar al mundo entero, aunque ese mundo entero se reduzca a Croydon, «¡Éste es mi hijo Esmond!» ya es una cruz; pero que además te conozcan como «un hijo del amor» es poner a prueba la resistencia de tu alma. Y no es que Esmond Wiley tuviera alma (y si la tenía, no era un alma que se notara mucho), pero la bandada de neuronas, terminaciones nerviosas, sinapsis y ganglios que constituían la poca alma que pudiera tener estaba tan revuelta por esas repetidas e insoportables revelaciones que había veces que Esmond deseaba estar muerto. O que su madre estuviera muerta. De hecho, un niño normal y sano habría hecho algo para conseguir alguno de esos dos fines, y con razón. Por desgracia, Esmond Wiley no era un niño normal y sano. Había heredado demasiada prudencia y demasiada timidez de su padre. Quizá fuera lógico que se aficionara a deambular, con la esperanza de pasar desapercibido y de no verse obligado a soportar las vergonzosas declaraciones públicas de su madre.

El parecido de Esmond con Horace Wiley también representaba una clara desventaja. A otros padres les habría encantado tener un hijo que se les pareciera tanto y cuyas características físicas fueran clonaciones casi exactas de las suyas. Sin embargo, los sentimientos del señor Wiley eran muy diferentes. En los años que llevaba casado había hecho todo lo posible para convencerse de que su única motivación para hacer tan precipitada y desastrosa inversión matrimonial había sido asegurarse de que no llegara al mundo ningún otro Wiley prudente y tímido como él, con las piernas flacas y las orejas de soplillo. Por eso, según ese argumento de autoengaño, había escogido para casarse a una mujer alta, con piernas robustas y orejas bien proporcionadas, con la que, gracias a la mezcla de materiales genéticos tan dispares, tendría hijos (progenie, los llamaba él) más o menos normales. Es decir, serían productos estándar, una combinación de bravuconería y timidez, desparpajo y retraimiento, vulgar sensiblería y cauto buen gusto, que llevarían una vida racional y productiva y que no se sentirían obligados a casarse con esposas nada adecuadas movidos por el sentido del deber público y de la eugenesia.

Esmond Wiley era una parodia de las esperanzas de su padre. Se parecía tanto al señor Wiley que había momentos, cuando se ponía ante el espejo para afeitarse, en que Horace tenía la aterradora ilusión de que era su hijo quien lo miraba. Tenía las mismas orejas enormes, los mismos ojos pequeños y los mismos labios delgados, y hasta la misma nariz. Sólo las piernas de Horace se salvaban de esa espantosa simetría, porque se las tapaba el pijama de rayas. Todo lo demás estaba expuesto y era groseramente aparente.

Y había otra cosa que era aún peor, aunque el espejo de afeitar no lo mostrara. La mentalidad de Esmond Wiley, igual que su aspecto físico, era exactamente la misma que la de su padre. Tímido, prudente, un triste y melancólico merodeador por encima de todo, y, como su padre, con una absoluta aversión por la afición de su madre a la lectura. De hecho, los intentos de Vera para que el niño leyera los libros que tanto la habían influenciado y tanto le habían entusiasmado en su adolescencia lo ponían físicamente enfermo; y en las pocas ocasiones en que no lo encontraban deambulando, era descubierto en el cuarto de baño, con la cabeza estratégicamente situada sobre el retrete.

Es decir, que no había ni rastro de la jovial exuberancia, ni pizca del benévolo romanticismo, ni el más leve vestigio del derroche de expresividad y de vigor de Vera que tantos estragos habían causado en la sensibilidad del señor Wiley durante su luna de miel. Las pocas pasiones y la poca expresividad que Esmond pudiera poseer —y había días en que el señor Wiley dudaba que el niño tuviera alguna— estaban tan bien escondidas que a veces el señor Wiley se preguntaba si su hijo no sería autista.

A los diez años, e incluso a los once, Esmond era un niño extremadamente callado que sólo se comunicaba, si es que lo hacía, con Sackbut, el gato castrado (una medida simbólica de la señora Wiley que tenía más que ver con la escasa actividad sexual de Horace Wiley que con las propensiones del felino) y obeso que se pasaba el día durmiendo y sólo se levantaba para comer.

Las cosas habrían podido continuar así eternamente, y Esmond habría seguido conversando sólo con el impotente Sackbut y merodeando por las esquinas de Croydon, sin acercarse jamás a Northumberland y mucho menos a ninguna Grope, de no ser porque la pubertad tuvo un peculiar impacto sobre el chico.

De pronto, a los catorce años, Esmond cambió, y en contraste directo con la timidez de sus primeros años, se aficionó a expresar sus sentimientos con una vehemencia ensordecedora. De hecho, literalmente ensordecedora. El día antes de que Esmond cumpliera catorce años, el señor Wiley, que volvía a casa después de una jornada estresante en el banco, se sorprendió al encontrar la casa invadida por el estruendo de una batería.

—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó con un tono mucho más enérgico de lo habitual.

—Es el cumpleaños de Esmond, y el tío Albert le ha regalado una batería —explicó la señora Wiley—. Le comenté que creía que Esmond tenía una vena artística, y Albert opina que Esmond podría tener talento musical.

—¿Eso opina? —gritó el señor Wiley, en parte para expresar su incredulidad, y también para hacerse oír por encima del estruendo.

—El tío Albert cree que Esmond tiene talento musical y que sólo necesita que lo animen un poco. Le ha regalado una batería. ¿Verdad que es encantador?

El señor Wiley se reservó sus opiniones sobre el tío Albert. Fueran cuales fuesen los motivos que Albert, el hermano de Vera, pudiera haber tenido para proporcionarle una enorme batería a un adolescente trastornado —y, a juzgar por el ruido infernal que hacía aquella cosa, profundamente trastornado—, «encantador» no era el adjetivo que Horace le habría aplicado a Albert. ¿Loco? Sí. ¿Malvado? Sí. ¿Diabólico? Sí. Pero ¿«encantador»? No, desde luego.

Vera tenía devoción por su hermano, y además Albert Ponson era un hombre corpulento y rubicundo que dirigía un negocio claramente sospechoso, presuntamente relacionado con los coches de segunda mano que, en una sorprendente exhibición de honradez, él anunciaba como «seminuevos». El hecho de que el negocio estuviera en Essex y de que, como actividad complementaria, el tío Albert fuera copropietario de una granja de cerdos con un matadero self-service al lado, no predispuso a Horace Wiley a poner muchas objeciones al espeluznante regalo de cumpleaños que su cuñado le había hecho a su hijo. El señor Wiley había estado en Ponson Place, un enorme chalet bastante apartado de la carretera, en medio de cuatro hectáreas de tierras de labranza, y el asqueroso de su cuñado se había empeñado en enseñarle aquel espantoso matadero. Como resultado, Horace se había desmayado ante tanta sangre y tantos animales eviscerados. Cuando se recuperó de esa terrible visita, creyó comprender por qué tantos competidores de Albert Ponson en el negocio de los coches de segunda mano habían decidido retirarse precipitadamente o, en el caso de uno o dos vendedores más obstinados, desaparecer del todo y, presuntamente, marcharse a Australia o Sudamérica. Que a Albert le hubiera parecido recomendable convertir su gran chalet en una fortaleza en miniatura, con cristales de espejo blindados en las ventanas y puertas forradas de acero, no hacía otra cosa que aumentar el miedo que Horace le tenía. No, ni se le pasó por la cabeza mencionarle esa condenada batería. El tipo era un gángster, de eso estaba seguro.

En un intento de huir del estruendo de la batería, Horace consideró oportuno marcharse al banco mucho más pronto por la mañana y volver a casa mucho más tarde por la noche. Vera empezó a pensar que Horace intentaba evitarla, y que era la llamada del pub, más que la llamada del deber, lo que le hacía regresar tan tarde; y la verdad es que sus sospechas no eran infundadas. Así las cosas, fueron los vecinos los que se quejaron del cruel estruendo que salía —a veces hasta las dos de la madrugada— del dormitorio de Esmond. La señora Wiley hizo todo lo posible para contraatacar, pero la llegada del agente del Servicio de Control de Ruidos en medio de uno de los más frenéticos asaltos de Esmond con la batería, y la amenaza de una denuncia si no ponía remedio a aquella situación, acabaron por convencerla.

—De todas formas, quiero que reciba clases de música, clases privadas —le dijo a su marido, y se llevó la sorpresa de que el señor Wiley ya había estado indagando y había encontrado un excelente profesor de piano que ofrecía la ventaja de vivir en un chalet aislado a quince kilómetros de distancia.

Esmond fue a casa del profesor de piano cinco veces, hasta que el profesor le pidió que no volviera.

—Pero ¿por qué? Tiene que haber una razón, señor Howgood —dijo la señora Wiley, pero el profesor de música se limitó a murmurar algo sobre los nervios de su esposa y las dificultades de Esmond con las escalas.

La señora Wiley repitió su pregunta.

—¿Razón? ¿Quiere que le dé una razón? —dijo el pianista, que evidentemente tenía grandes dificultades para asociar la horrorosa idea de la música de Esmond con algo remotamente racional—. Aparte de que no quiero que me destrocen el piano… Bueno, ésa es la razón.

—¿Destrozarle el piano? Pero ¿qué demonios quiere decir con eso?

El señor Howgood contempló el espacio vacío de la repisa de la chimenea, donde había reposado el jarrón Bernard Leach favorito de su esposa hasta que las vibraciones producidas por el violento golpeteo de Esmond del teclado lo habían hecho caer.

—El piano no es exactamente un instrumento de percusión —dijo finalmente, con voz tensa—. También es un instrumento de cuerda. Y no es una batería, señora Wiley. Le aseguro que no es una batería. Por desgracia, a su hijo le resulta imposible hacer esa distinción. Si tiene algún talento musical…, digamos que debería seguir con la batería.

Frustrada en lo referente a la educación musical de su hijo, la señora Wiley siguió insistiendo en su opinión de que el nuevo Esmond tenía grandes dotes artísticas. Sin embargo, después de que el chico hiciera sus pinitos en las artes plásticas con un rotulador permanente en el cuarto de baño del piso de abajo, hasta ella abrigaba ciertas reservas sobre la posibilidad de que tuviera futuro como pintor. Las reservas del señor Wiley eran absolutas.

—No pienso permitir que profane la casa sólo porque tú crees que es la reencarnación de Picasso, y lo que me va a costar… ¡Cuando pienso en lo que me va a costar pintar ese cuarto de baño…! ¡Varios cientos de libras, gracias a ese maldito rotulador permanente!

—Estoy segura de que Esmond no sabía que la tinta impregnaría tanto el revoque.

Pero al señor Wiley no se lo podía distraer tan fácilmente.

—Siete capas de pintura y todavía se veía. ¿Y dónde ha visto él un conejito como ése? Eso es lo que a mí me gustaría saber.

La señora Wiley prefería no verlo así.

—No sabemos si era lo que…, lo que tú crees que era —dijo, llevándolo hacia una trampa—. Eso es sólo tu retorcida imaginación. A mí no me pareció que representara ninguna parte de la anatomía femenina. Lo vi como algo puramente abstracto, como líneas y siluetas y formas y…

—¿Líneas y siluetas y formas de qué? —preguntó su marido—. Mira, te diré lo que a la señora Lumsden le pareció que era. Dijo que…

—No quiero saberlo. No pienso escucharte —lo interrumpió la señora Wiley, y entonces vislumbró una oportunidad—. ¿Y cómo sabes tú lo que ella vio? ¿Insinúas que la señora Lumsden te dijo que a ella le parecía que era…?

—Me lo dijo el señor Lumsden —replicó el señor Wiley, ya que su esposa se había detenido ante lo innombrable—. Entró en el banco para preguntar si podía aumentar su descubierto y aprovechó la ocasión para mencionar de pasada que a su maldita esposa le había fascinado ver el dibujo de un chichi en la pared de nuestro cuarto de baño cuando vino a tomar café contigo el otro día.

—Ah, no. Eso es imposible. Para entonces lo habían pintado.

—Sí, ya lo sé. Dos veces. Y ese jodido rotulador seguía traspasando la pintura. La señora Lumsden le dijo a su esposo que lo veía crecer mientras estaba allí sentada.

—No me lo creo. ¿Cómo quieres que creciera? Los dibujos no crecen. Se lo inventó todo.

Horace Wiley argumentó que no se trataba de eso. Se trataba de que la señora Lumsden había visto cómo el…, bueno, cómo esa maldita cosa crecía y atravesaba la pintura mientras ella estaba allí sentada, y el sinvergüenza de Lumsden tenía la jeta de intentar que le aumentaran el descubierto amenazando con divulgar que los Wiley, o más exactamente Horace Wiley, dibujaba vulvas —sí, al cuerno con los conejitos y los chichis, vayamos al grano— en la pared de su cuarto de baño, y dadas las circunstancias…

—No irás a permitírselo, ¿verdad? ¡No puedes permitir que…! —chilló la señora Wiley.

Horace Wiley miró a su esposa como si lo hiciera por primera y, seguramente, por última vez.

—Lo negué todo, por supuesto —dijo despacio, e hizo una pausa—. Le dije que podía venir cuando quisiera y verlo con sus propios ojos si no me creía. Por eso mañana van a venir los yeseros a arreglar el resto de los daños.

—¿Más daños? ¿Qué daños?

—Los daños causados por un litro de Domestos, un martillo y un soplete por el que pagué veinticinco libras. Y si no me crees, puedes ir a comprobarlo.

La señora Wiley hizo lo que le sugería su esposo, y por el silencio que se produjo a continuación, Horace comprendió que por primera vez en la vida del matrimonio había conseguido algo aparentemente imposible. Su esposa no tenía nada que decir, y el asunto de la educación artística de Esmond quedó archivado definitivamente.

La señora Wiley tenía otras cosas en que pensar, y la principal era lo viril que había encontrado a su esposo en ese arrebato de reafirmación personal. Tras contemplar el estropeado lavabo, no pudo evitar preguntarse si lograría convencer a Horace de que se pusiera aquellos pantalones de terciopelo que le había regalado cuando se casaron y que hasta entonces no se había puesto casi nunca. Mirándolo bien podría resultar una ventaja que el nuevo y ruidoso Esmond hubiera dejado de deambular.