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Hacia mediados del siglo XIX, el aburguesamiento de la sociedad británica, que se había iniciado casi cien años atrás en el sur, llegó por fin a Mosedale y a Grope Hall. Los Grope, que ya habían instalado inodoros dentro de la casa y añadido butacas de color verde veneciano al mobiliario, hicieron cuanto pudieron para ignorar ese nuevo asalto aduciendo que, como todas las modas anteriores, no tardaría en pasar. Pero, inevitablemente, hasta la dominante Beatrice, que en ese momento era la señora de la casa solariega, terminó por sucumbir al hechizo de los antimacasares y del abarrotamiento de muebles que se había hecho popular en todas partes cincuenta años atrás. Tiraron las viejas bañeras de estaño que durante tantos años habían bastado a la familia para sus abluciones anuales y las sustituyeron por una enorme bañera de hierro equipada con grifos de agua fría y a veces caliente, y a partir de entonces las mujeres Grope empezaron a bañarse al menos una vez por semana.

Pero para los maridos y para los pocos hijos que todavía quedaban en la casa, las cosas seguían más o menos como siempre. Los Grope fabricaban cerveza para sus esposas y destilaban diversos licores letales que llamaban brandy o ginebra según su color, como habían hecho durante generaciones; y si tenían suerte, o si sus esposas requerían sus servicios esa noche, les dejaban darse un baño de vez en cuando en un río cercano.

Aburguesamiento aparte, en general, hombres y mujeres se ocupaban de sus cosas como si nada material fuera a cambiar jamás. Pero se equivocaban.

A principios del siglo XX, encontraron carbón en la finca, en cantidades mucho mayores que hasta entonces y en vetas tan gruesas y tan cercanas que ni siquiera Adelaide Grope, la única Grope con ojo para los negocios (se había convertido en cabeza de familia sustituyendo a Beatrice, que estaba senil y postrada en cama), pudo resistirse a la perspectiva de amasar una inmensa fortuna. La carrera de armamento naval con la Alemania del káiser acababa de empezar, y la demanda de carbón para fabricar acorazados y abastecerlos de combustible era enorme. Construyeron una estrecha vía de tren que recorría los desolados valles; vagones cargados hasta arriba avanzaban pesadamente hacia las fundiciones y los astilleros que había cien kilómetros más al este, y volvían llenos de hombres fuertes y robustos, la mano de obra de las minas.

Casi de la noche a la mañana, los Grope se hicieron relativamente ricos, tanto en dinero como en una aparente abundancia de varones que podían servir a las jóvenes Grope, aunque no se casaran con ellas. Pero no ocurrió así. La siniestra reputación de la familia, y nueve perros horribles, descendientes de los pacíficos sabuesos ya nada pacíficos, disuadían a los hombres, tanto si eran nuevos en el distrito como si no. Y las chicas también. La verdad es que las cinco hijas de Beatrice conservaban demasiados atributos físicos de sus antepasadas como para resultar atractivas ni al más desesperado de los hombres. Al poco tiempo, los mineros evitaban escrupulosamente Grope Hall, y sólo se movían en grupos, pues un hombre solo se convertía en un objetivo fácil. Desde las ventanas de la casa solariega, unos ojos depredadores los veían descender de los vagones vacíos por la mañana y colgarse de sus costados por la noche, cuando iniciaban el viaje de regreso, cargados de carbón. Las chicas Grope no podían hacer nada.

Sin embargo, Adelaide, que conservaba el carácter despiadado de sus antepasadas, encontró la manera de explotar tanto la reciente riqueza de los Grope como el repentino aumento de la afluencia de machos. Para empezar, había previsto los problemas de impuestos que conllevaba la posesión de una ostentosa riqueza. Para asegurarse de que las autoridades fiscales no pudieran establecer el verdadero beneficio que obtenían de la mina, había redactado ella misma el contrato. Era un documento extraordinario, por no decir más. Todos los beneficios tenían que pagarse mensualmente en soberanos de oro, y tenía que llevarlos a la casa solariega el contable de la empresa minera, a quien en privado garantizaban el cinco por ciento de los beneficios totales (sin que quedara constancia de ello). Por último, había convencido a Beatrice, que legalmente seguía siendo la cabeza de familia, para que firmara el contrato con la empresa minera en presencia de dos aterrados médicos, de los cuales uno era psiquiatra de un manicomio, y un notario. Como por entonces Beatrice sufría demencia senil, Adelaide había pagado muchísimo dinero por ese privilegio, y desembolsando una suma considerable en concepto de soborno para garantizar la conformidad de los médicos y del notario con que Beatrice estaba en su sano juicio.

Tras asegurar la fortuna de la familia Grope, Adelaide se concentró en el enojoso problema de asegurar la descendencia femenina. Y, siguiendo la tradición de sus antepasadas, decidió que el secuestro y la cautividad forzosa eran la única solución viable.

Al ver que las nuevas líneas de ferrocarril permitían un acceso más fácil a la finca de los Grope, Adelaide se embarcó en un ambicioso plan para fortalecer la seguridad y para asegurar que cualquier minero que se hubiera desviado de su camino, una vez atrapado, no pudiera escapar. Tras una expedición nocturna particularmente provechosa que acabó con dos tipos desprevenidos que pescaban tranquilamente en el río Mosedale despertando, varias horas más tarde y atados como pollos, bajo la vigilante mirada de dos de las hijas más corpulentas de los Grope, esas precauciones se hicieron más urgentes. En la verja de la propiedad apareció un letrero que advertía a cualquiera que intentara llegar a Grope Hall que tuviera cuidado con los «TOROS DE LIDIA ESPAÑOLES», y en efecto, había dos ágiles y peligrosos toros amarrados con descuido junto al camino que conducía hasta la casa. Tras una serie de percances relacionados con varios carteros corneados y la interrupción de la llegada del correo a la casa solariega de los Grope, por muy urgente que fuese, colgaron un buzón junto a la verja para que les dejaran allí las cartas.

Adelaide fue aún más lejos en su propósito de asegurarse de que nadie entrara en la finca y de que, una vez dentro, nadie pudiera salir. Hizo poner púas de hierro en la parte superior del muro, y las reforzó con alambre de espino en la parte del muro más cercana a la casa. En realidad, esas precauciones resultaban casi contraproducentes. La reputación de los Grope había bastado durante siglos para mantener alejados a los intrusos, y que hubieran instalado un formidable sistema de defensa despertó mucha curiosidad. La gente iba desde Brithbury e incluso desde más lejos para contemplar las púas y aquellos curiosos toros negros, y, como es lógico, cuando volvían a sus casas explicaban que era evidente que las antiguas tradiciones de la familia Grope no habían desaparecido.

—Deben de tener secuestrado a algún desdichado —era la opinión más generalizada en el Moseley Arms—. Y debe de ser un tipo muy violento, si necesitan todas esas púas y todo ese alambre de espino. Montar todo ese aparato les habrá costado una fortuna. Los Grope deben de estar forrados. Quién sabe de dónde habrán sacado los toros.

—Supongo que de España. Eso dice en el letrero.

Un anciano que estaba junto al fuego sonrió y dijo:

—Supones mal. Yo creo que los compraron en el castillo de Barnard. Eso no son toros de lidia ni nada parecido.

—Aun así, yo no me arriesgaría a acercarme por allí —intervino otro vecino—. A mí los que me dan pánico son esos nueve perros. Parecen lobos, más que sabuesos.

Esos rumores llegaron a oídos de Adelaide, pero no la preocuparon. En cambio, sí la inquietaba la acumulación de una riqueza mayor de la que jamás habían poseído, y el efecto que tenía en sus hermanas. Los dos desafortunados pescadores sólo habían durado una temporada en la casa solariega, con el único resultado de un embarazo psicológico. Y la continua presencia de ruidosos mineros, que todos los días pasaban cerca de la casa, alteraba por igual a las mujeres Grope y a los toros amarrados junto al camino. Las mujeres estaban ansiosas por casarse. Los toros también estaban ansiosos, pero por una consumación sin especificar.

Tras varios años soportando ese deseo reprimido, Adelaide permitió independizarse a las Grope más jóvenes, y les proporcionó ingresos suficientes para llevar un estilo de vida al que no estaban acostumbradas. Tuvo la prudencia de dejar los toros amarrados.

Liberadas de la reclusión en Grope Hall y de la dominación de Adelaide, las jóvenes Grope no tardaron en encontrar esposos, y se instalaron en pueblos y granjas por todo el sur de Inglaterra con unos maridos que no sabían nada de la familia Grope. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Adelaide había obligado al contable a casarse con ella, amenazándolo con revelar que había aceptado un porcentaje por amañar las cuentas. Un año más tarde había dado a luz a una niña, con gran alegría para ella y con gran asombro para todos los demás. Por entonces, la anciana y demente tía Beatrice ya había muerto, y Adelaide, decidida a celebrarlo, había transformado por completo el interior de Grope Hall, mientras que el exterior seguía tan desolado como siempre. Dentro de la casa, las habitaciones ya no estaban tan pasadas de moda. Adelaide las hizo pintar y amueblar a la última moda cuando se enteró por el contable que podía colar las facturas de las reformas como gastos del negocio. Sólo conservó las mesas y los bancos de madera sin barnizar de la cocina y de lo que llamaban «el estudio». Desde el estudio se dirigía el negocio, y Adelaide no tenía intención de dar ninguna pista que pudiera delatar su riqueza. Para más seguridad, la mayor parte del oro en que había convertido sus ganancias estaba escondida en una tumba innecesariamente profunda y cubierta de tierra bajo el suelo de losas de la antigua capilla, que sólo conocían Adelaide y el reverendo Nicholas Grope, al que no permitía salir de la casa y que, por lo tanto, casi no contaba. Además, el reverendo era tan viejo, y el esfuerzo de cavar la tumba que contenía el oro le había perjudicado tanto la espalda, que pasaba la mayor parte del tiempo en cama y habría sido incapaz de ir a ningún sitio aunque le hubieran dejado.

Finalmente el siglo XX alcanzó a la familia, y no como habría sido de esperar. Las demandas de la industria durante la Gran Guerra agotaron el carbón de la mina, que ya había sido evacuada dos veces a causa de las inundaciones y de los desprendimientos. Pero, a fin de cuentas, la guerra afectó relativamente poco al estilo de vida de los Grope.

La primera catástrofe llegó con la gripe española, que se llevó a veinte millones de personas en Europa (más de las que habían muerto en la temida guerra). Para entonces, el sucesor del reverendo Nicholas había muerto de un infarto y se había llevado, casi literalmente, el secreto del tesoro familiar a la tumba, porque la hija de Adelaide desenterró el oro y volvió a enterrarlo debajo del cadáver del reverendo. Al final la gripe española mató a Adelaide, a su hija y a su esposo el contable, quien en sus últimos años había dirigido en buena parte la finca bajo la estrecha vigilancia de su hija. La sucesora de Adelaide como cabeza de familia era una viuda, Eliza Grope, que había regresado a la casa solariega tras la muerte de su esposo, profundamente agradecida al general Ludendorff por haberla librado de su marido, el comandante Grope, en su ofensiva de marzo de 1918.

Al hacerse cargo de la familia, Eliza pronto restableció las viejas costumbres de los Grope, hasta que la agotada mina dejó de ser una fuente de ingresos. A Eliza nunca le había gustado el moderno estilo de vida del sur, con su asfixiante cortesía, sus normas sociales y su necesidad de comportarse; y le molestaba, sobre todo, la presunción de su esposo de que él era el amo de la casa y ella simplemente una especie de sirvienta de categoría. Decidida a reafirmar su dominio, nombró nuevo reverendo Grope al hijo huérfano de una prima Grope que había muerto en Londres durante un bombardeo con zepelines. Su padre, que se había vuelto a casar, ya no quería a aquel adolescente corto de entendederas en su casa, y le pareció muy bien que Eliza lo enviara a un pequeño seminario.

Incluso después de la Segunda Guerra Mundial, y mucho después de que Eliza fuera sucedida por Myrtle Grope (otra viuda a la que el campo de batalla había librado de su cónyuge), la familia se resistía a adaptarse a los nuevos tiempos. Los campos seguían labrándose con arados tirados por caballos, se conservaban los almiares y las vacas se ordeñaban a mano. El número de sabuesos se redujo a seis tras un desafortunado incidente con uno de los toros, pero, en general, si Ursula Grope y Awgard el Pálido hubieran regresado del siglo XII, habrían reconocido Grope Hall y se habrían enorgullecido de ello.

Y fue a esa remota finca y a esa antigua granja adonde, en los albores del nuevo milenio, Belinda Grope, sobrina de la ya anciana Myrtle, llevó a un joven e inmaduro tipo llamado Esmond Wiley.