Una de las circunstancias más sorprendentes de la Vieja Inglaterra es que todavía se encuentran familias que viven en las casas que sus antepasados construyeron siglos atrás y en terrenos que han pertenecido a ellas desde antes de la conquista normanda. Los Grope de Grope Hall son una de esas familias.
Los Grope no eran ricos ni tenían título, y nunca habían despertado la envidia de sus vecinos, más poderosos e influyentes; se mantenían al margen, cultivaban los campos que todavía llevaban los mismos nombres que en el siglo XII, y se ocupaban de sus asuntos sin interesarse lo más mínimo por la política, la religión ni nada que pudiera causarles problemas. En la mayoría de los casos, eso no se debía a una estrategia deliberada. Al contrario: tenía que ver con la inercia y con su tendencia natural a no cargar con vástagos hábiles y ambiciosos.
Los Grope de Grope Hall son oriundos del condado de Northumberland. Aseguran que pueden trazar su árbol genealógico hasta un vikingo danés, un tal Awgard el Pálido; la travesía por el Mar del Norte lo había mareado tanto que abandonó a su destacamento de asalto mientras éste saqueaba el convento de Elnmouth. En lugar de violar monjas, como era su deber, se arrojó en brazos de una sirvienta a la que encontró en la panadería y que estaba tratando de decidir si quería que la violaran o no. Como no era en absoluto hermosa y ya la habían rechazado dos veces otros destacamentos de asalto vikingos, Ursula Grope se alegró muchísimo de que la hubiera elegido el apuesto Awgard y, de la horrenda orgía que tenía lugar en el convento saqueado, se lo llevó al aislado valle de Mosedale y a la cabaña con tejado de turba donde había nacido. El regreso de la hija a la que confiaba no volver a ver jamás —y acompañada del enorme Awgard el Pálido— aterrorizó tanto al padre de la mujer, un sencillo porquero, que éste no esperó a averiguar las verdaderas intenciones del vikingo, sino que salió por piernas, y la última vez que alguien lo vio estaba cerca de York vendiendo castañas asadas. Ya que había salvado a Awgard de los horrores del viaje de regreso a Dinamarca, Ursula insistió en que él salvara su honor de monja no violada y cumpliera su deber con ella. Y así es como, según cuentan, nació la Casa de Grope.
Awgard adoptó el apellido Grope, y tan alarmados estaban los escasos habitantes de Mosedale por su corpulencia y su tremenda melancolía que Ursula, que por entonces ya era la señora Grope, pudo, con el tiempo, tomar posesión de sus cientos de hectáreas de páramos deshabitados y, finalmente, establecer la dinastía Grope.
Con el paso de los siglos, la leyenda familiar y el oscuro secreto de sus orígenes favorecieron que las generaciones venideras de los Grope procuraran pasar desapercibidas. Aunque no habría hecho falta que se hubieran tomado la molestia. La propensión a la melancolía y la aversión a viajar que tanto habían aquejado a Awgard continuó en la sangre de los Grope.
Pero eran las mujeres de la familia quienes ejercían una influencia más profunda. El hecho de que los vikingos, que normalmente no eran muy escrupulosos a la hora de elegir a sus víctimas, la hubiesen rechazado dos veces por no considerarla digna de ser violada, había dejado una clara huella psicológica en la Madre Fundadora. Había logrado amarrar a Awgard y estaba decidida a no soltarlo. También estaba decidida a conservar los cientos de hectáreas que el lúgubre aspecto y la peligrosa reputación de su cónyuge le habían procurado. El hecho de que el vikingo fuera, en realidad, un desertor y que le tuviera pánico al mar facilitaba ambas tareas. Awgard no salía nunca de su casa, y hasta se negaba a ir al mercado de Brithbury y a la feria anual de castración de cerdos y a los combates de lucha en el barro de Wellwark Fell. Eran su esposa y sus hijas quienes tenían que regatear en el mercado, y quienes participaban en las sospechosas actividades de la feria. Como las hijas habían heredado la corpulencia y la fuerza de su padre, además del cabello pelirrojo, y como esas características estaban combinadas con el aspecto poco atractivo y la determinación de su madre, el resultado de esos combates de lucha en el barro era siempre previsible. En eso, como en todos los asuntos en que participaban las mujeres Grope, prevalecía la ascendencia femenina. Es más, mientras que en las otras familias el hijo mayor era el que heredaba la propiedad, en la familia Grope la heredera era la hija mayor.
Esa tradición se consolidó tan firmemente que se rumoreaba que, en los contados casos en que el primogénito era un varón, estrangulaban al niño después de nacer. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que con los años los Grope tuvieron una cantidad inusual de hijas, aunque quizá eso no se debiera al infanticidio de varones, sino al hecho de que, o bien por elección o por la manifiesta masculinidad de las mujeres Grope, los hombres con quienes se casaban solían ser un tanto afeminados.
Siguiendo la tradición establecida por la Madre Fundadora, obligaban a los novios a adoptar el apellido Grope. Con mucha frecuencia, los obligaban a casarse, para empezar. Ningún hombre medianamente viril le habría propuesto matrimonio voluntariamente a una Grope, ni siquiera borracho, y quizá fuera como resultado de la insistencia de las señoritas Grope en desafiar a los solteros del lugar a un combate de lucha en el barro en la feria de Wellwark por lo que esa prueba perdió su atractivo y terminó desapareciendo. Hasta los luchadores más fornidos vacilaban antes de aceptar el reto. Demasiados jóvenes habían salido de aquella terrible experiencia medio asfixiados por el barro e incapaces de negar que durante el combate se habían declarado a sus rivales. Además, las muchachas Grope estaban demasiado imponentemente unidas como para tolerar rechazos. En una ocasión, a un mozo que tuvo la temeridad de decir (una vez que hubo logrado escupir el barro que tenía en la boca) que prefería morir a dejarse llevar al altar y convertirse en el señor Grope lo lanzaron al charco de barro y le hundieron la cabeza en él hasta que cambió de opinión.
Por si eso fuera poco, a los varones Grope que sobrevivían a las exigencias de haber nacido vivos les escogían una carrera sin tener en cuenta su opinión. Si sabían leer, se ordenaban sacerdotes, y si no sabían (a la mayoría no les ofrecían la oportunidad de aprender), los enviaban al mar y raramente volvían a verles el pelo. Ningún hombre en su sano juicio habría vuelto a Grope Hall para seguir los pasos de su padre y apacentar ovejas, servir en la cocina y poder hablar sólo cuando sus esposas y sus suegras se dirigieran a ellos.
No había escapatoria. Al principio de la historia familiar, unos pocos esposos habían logrado llegar al muro de piedra que rodeaba la finca de los Grope, e incluso, en un solo caso, saltarlo. Pero el carácter desolado del terreno, combinado con la fatiga provocada por la obligación de satisfacer el voraz apetito sexual de sus esposas, no les permitía llegar muy lejos. Unos sabuesos exasperantemente pacíficos, especialmente amaestrados para perseguir esposos fugitivos, los devolvían a Grope Hall, y tras una severa reprimenda, las mujeres los mandaban a la cama sin cenar.
Incluso en épocas más civilizadas, las mujeres Grope siguieron dominando a sus varones y se encargaron de que, en la medida de lo posible, la existencia de la finca pasara desapercibida. Como es lógico, la casa solariega ya no guardaba ningún parecido con la primera cabaña con tejado de turba a la que Ursula había llevado a Awgard el Pálido. Era de esperar que varias generaciones de resueltas mujeres con esposos afeminados que las animaban hablando de cortinas de seda, techos revocados y butacas de color verde veneciano, por no mencionar la comodidad y la intimidad de los inodoros dentro de la casa en lugar de los exteriores de tierra, modificaran el aspecto original de la casa. De todas formas, los cambios fueron lentos y poco sistemáticos. No se desperdiciaba nada, ni se añadía nada demasiado ostentoso, al menos por fuera, que pudiera llamar la atención. Hasta aprovecharon la turba de la cabaña original para rellenar el espacio entre la madera del suelo de los dormitorios y el techo de las habitaciones de la planta baja para reducir el ruido de las actividades conyugales.
En el siglo XIX, Grope Hall ya había adquirido el aspecto de una granja de Northumberland, grande y relativamente cómoda; sus gruesos muros de piedra gris y sus pequeñas ventanas no hacían sospechar las extrañas tradiciones que habían acompañado su construcción y que persistían en la mentalidad de los Grope. Cierto, era imposible encontrar a un solo hombre en el distrito que estuviera dispuesto a acercarse siquiera a una señorita Grope; y si bien la costumbre de los combates de lucha en el barro y sus terribles consecuencias se había extinguido siglos atrás, el recuerdo de esas atroces ocasiones seguía vivo en la región. De hecho, en cierto modo contribuía a la prosperidad de que gozaban los Grope. Bastaba con que una señorita Grope apareciera por el mercado de Brithbury para que el corral de exposición se vaciara de varones solteros y para que bajara el precio del ganado si la mujer había ido a comprar, o para que subiera si había ido a vender.
En la década de 1830, la escasez de candidatos a marido en Northumberland se había agravado de forma alarmante, y la llegada del ferrocarril fue lo único que salvó a la familia de tener que plantearse seriamente reclutar padres para sus hijos en el manicomio, con todos los efectos perjudiciales que eso habría tenido para las generaciones futuras. Aunque estar casada con un lunático no tenía por qué ser un problema insuperable. En el pasado, varios maridos habían resultado ser tan estériles o incurablemente impotentes que habían tenido que tomar medidas de emergencia, como secuestrar a desconocidos que estaban de paso en la región o pagar por los servicios sexuales de comerciantes poco previsores con familias numerosas a las que mantener. Más de un viajero que pasaba por Mosedale había sufrido esta terrible experiencia: tras ser abordado por una Grope vestida de hombre, lo obligaban a realizar un acto que él consideraba antinatural; después lo drogaban con ginebra y opio y lo dejaban, inconsciente, en una cuneta a varios kilómetros de Grope Hall.
La llegada del ferrocarril lo cambió todo. Las mujeres Grope podían viajar hasta Manchester o Liverpool y volver con un novio, si bien es cierto que él no sabía que estaba comprometido hasta que el reverendo Grope lo cogía por banda y le obligaba a dar el sí en la pequeña capilla que había detrás de Grope Hall. El hecho de que algunos de esos novios ya estuvieran casados y tuvieran esposas e hijos se pasaba tranquilamente por alto, pues esa prueba de su fertilidad los convertía en candidatos aún más atractivos. Y no sólo eso: también tenían una excusa fácil y perfectamente comprensible para cambiarse el apellido. Por otra parte, saber que podían denunciarlos y condenarlos a largas sentencias de cárcel por bigamia hacía nacer en ellos un apego a Grope Hall que de otro modo quizá nunca hubieran desarrollado.
Pero el problema más persistente era el del nacimiento de primogénitos varones en lugar de hembras, o, peor aún, el de las señoras Grope que no engendraban hijas. La Ley de Registro de Nacimientos y Defunciones de 1835 convertía el antiguo remedio de estrangular o asfixiar a los bebés varones en un procedimiento claramente arriesgado. Aunque la familia nunca había admitido haber recurrido a semejante cosa.
Un ejemplo del problema que planteaba la escasez de herederas es la señora Rossetti Grope, que al parecer no podía engendrar niñas.
—Yo no tengo la culpa —se lamentaba tras el nacimiento de su séptimo hijo—. La culpa la tiene Arthur.
Esa excusa, que más tarde se demostró científicamente, no consiguió satisfacer a sus hermanas. Beatrice estaba furiosa.
—No debiste casarte con ese animal —le espetó—. Cualquier idiota se daría cuenta de que es asquerosamente licencioso y masculino. ¿No conocemos a nadie de por aquí con un historial decente, alguien que sólo haya engendrado hijas?
—En Gingham Coalville está Bert Trubshot. La señora Trubshot ha tenido nueve niñas muy hermosas y… —respondió Sophie.
—¿Bert, el orinalero? No puedo creerlo. Jamás he visto a un hombre más feo, con ese acné… ¿Estás segura? —preguntó Fanny.
Sophie Grope estaba segura.
—¡No pienso acostarme con Bert Trubshot! —gritó Rossetti, histérica—. Puede que mi Arthur no sea el marido perfecto, pero al menos es limpio. Bert Trubshot es absolutamente repugnante.
Sus hermanas la miraron muy enojadas. Ninguna Grope se había negado jamás a cumplir con su deber. Incluso durante la peste, cuando otras granjas del distrito les habían cerrado las puertas a los desconocidos, Eliza Grope, una viuda estéril, había arrastrado hasta su cama, con gran valor, a varios hombres aterrorizados y equivocadamente atraídos por la seguridad que ofrecía lo remoto de Mosedale, y los había socorrido. Aunque los esfuerzos de Eliza Grope no fueron recompensados como ella esperaba. Murió de peste. Pero su caso había servido de ejemplo para todas las generaciones posteriores de mujeres Grope.
—Te acostarás con Bert Trubshot, te guste o no —sentenció Beatrice.
—Pero Arthur se pondrá furioso. Es muy celoso.
—Y un desastre de marido. Además, él no tiene por qué enterarse.
—Se enterará —dijo Rossetti—. Y le gusta mucho el goce.
—Entonces tendremos que encargarnos de que pierda interés por esas cosas —dijo Beatrice.
Tres meses más tarde, cuando Rossetti se hubo recuperado lo suficiente y hubieron llevado a su hijo al orfanato de Durham, pusieron en la sopa de Arthur Grope una fortísima dosis de una pócima para dormir; el tipo apenas tuvo tiempo para comentar que la sopa sabía mejor que de costumbre y se quedó dormido encima del cordero con zanahorias. Más tarde, esa misma noche, tuvo un desafortunado encuentro con una botella de brandy rota del que nunca llegó a recuperarse del todo.
Entretanto, Sophie y Fanny fueron a Gingham Coalville en un coche de caballos con cortinas en las ventanas, decididas a secuestrar a Bert Trubshot. Lo encontraron realizando su maloliente tarea a las dos de la madrugada, y mientras Fanny se acercaba a él por delante —con el pretexto de preguntarle si iban bien para llegar a Alanwick—, Sophie, armada con una gran cachiporra, lo dejó inconsciente asestándole un acertado golpe en la parte de atrás de la cabeza. Después de eso, resultó fácil llevárselo a Grope Hall, donde, tras lavarlo, vendarle los ojos y ungirlo con varias botellas de perfume, le hicieron ingerir un montón de ostras y alguna perla triturada, y Bert Trubshot cumplió con su deber en un estado de delirio alucinatorio provocado por la conmoción cerebral.
Hasta Rossetti encontró la experiencia menos desagradable de lo que esperaba, y sintió cierto vacío cuando por fin drogaron a Bert y lo devolvieron a Gingham Coalville. Lo que sintió Bert Trubshot cuando lo encontraron, completamente desnudo y apestando a perfume en el umbral de la granja Trubshot, fue el bofetón de su esposa y cierto arrepentimiento por haberse casado con una mujer tan fea y tan violenta.
Arthur Grope se encontraba aún peor. Acostado en una cama del hospital de Wexham, era dolorosamente consciente de lo que le había pasado, pero por mucho que se esforzara, no podía imaginar cómo ni por qué le había pasado.
—¿No pueden hacer nada? —preguntó a los médicos con un timbre de voz ya alterado; pero le contestaron que no podían hacerle gran cosa a lo que quedaba de él, y que no debería haber bebido tanto brandy. Arthur dijo que no recordaba haber bebido nada de brandy, ni una gota, porque había sido abstemio toda la vida, pero que, si lo que los médicos le aseguraban era cierto y había perdido el único placer que tenía en la vida, en adelante pensaba beber como un cosaco.
La determinación de Arthur de convertirse en un borracho perdido se vio reforzada cuando, nueve meses más tarde, Rossetti Grope dio a luz a una niña de una fealdad asombrosa, con los ojos negros y el cabello castaño oscuro, y sin ninguno de los rasgos que habían distinguido a los niños que Arthur había engendrado hasta entonces. Murió un año más tarde —castrado, alcoholizado y amargado—, y Rossetti y su hija lo siguieron poco después a la tumba, al no poder recuperarse de la neumonía que pillaron durante un invierno especialmente lluvioso y frío.
Por fortuna para la familia Grope, Fanny compensó las deficiencias de Rossetti, y tuvo siete hijas fuera del matrimonio a base de realizar repetidas y regulares visitas, a altas horas de la noche, a Gingham Coalville, donde, como no era tan delicada ni higiénica como su difunta hermana, disfrutó de las atenciones de Bert Trubshot. Gracias al orinalero, la línea femenina de los Grope volvió a estar a salvo.