Y mientras el eco de aquella voz de coloso se apagaba y los ensordecidos pájaros de la pineda que rodeaba el embalse revolotearon de nuevo a sus ramas para reanudar sus trinos mañaneros, Lockhart y Jessica se quedaron en lo alto de la torre fortificada y, por encima de las almenas, admiraron aquellas tierras que les pertenecían. Ya no había lágrimas en las mejillas de Lockhart. Y sin embargo, con aquellas lágrimas no había llorado tanto la muerte en llamas de su abuelo como la pérdida de aquella terrible inocencia que fuera el legado intelectual del viejo. Una inocencia que, como un fardo, le había negado el derecho a sentirse culpable y a la verdadera naturaleza humana, fruto de la culpa y la inocencia. Lockhart había dicho todo eso en su elegía sin darse cuenta y ahora se sentía libre para manifestar la dos caras de su ser: la del hombre lujurioso y amante, inocente y misericordioso, temeroso y temerario, en pocas palabras, un hombre como todos los demás. La obsesión de su abuelo por los héroes y su culto le habían negado aquella parte de su ser, pero el hombre nuevo había renacido de las llamas que consumieron al señor Flawse, y Lockhart era dueño de sí, a pesar de sus antepasados y de lo que hubiera hecho su padre.
Y así, mientras el señor Bullstrode y el doctor Magrew se alejaban por la carretera de Hexham y el señor Dodd, provisto de escobilla y recogedor, barría de la chimenea las cenizas del que fuera su último amo y, separando aquellas partes ajenas que no habían sido más que los componentes de la póstuma animación del viejo señor Flawse, iba a depositarlas con los pepinos, Lockhart y Jessica permanecieron juntos, satisfechos de ser lo que eran.
No se podía decir lo mismo del señor Mirkin y de los inspectores que estaban de vuelta en Hexham. El señor Mirkin, concretamente, ya no era el mismo y no había perdido la razón: todavía no la había recobrado. El jefe de los recaudadores de impuestos (Departamento de Sobretasas; subdepartamento, Fraude de) volvía a estar en un hospital y, por extraño que pueda parecer, no presentaba ningún rasguño, si bien sufría por dentro los efectos secundarios de aquellas ondas de frecuencia sumamente baja. Su estado tenía perplejos a los médicos, que no encontraban ni pies ni cabeza a los síntomas que presentaba el paciente. Por los pies temblaba, por la cabeza aullaba. Se trataba de una combinación que no habían tenido ocasión de ver en su vida y hasta que llegó el doctor Magrew, quien les aconsejó que le enyesaran las piernas juntas para que dejara de moverlas, no consiguieron mantener al señor Mirkin en la cama. Aun así, siguió aullando, insistiendo especialmente en que le dieran el Programa D, petición que causó alguna que otra confusión con la vitamina. Al final lo amordazaron y le inmovilizaron la cabeza entre dos bolsas de hielo llenas de plomo para que dejara de vibrar.
—Este se ha chalado —dijo el doctor Magrew, sin que nadie se lo preguntara, mientras el jefe de los recaudadores botaba encima de la cama—. El sitio más seguro y más indicado para él es la celda de aislamiento. Así no habrá que soportar este alboroto.
—El estómago ya no le aguanta nada —dijo otro médico—. Y además, ese run run de las tripas es insufrible.
Para entorpecer aún más el diagnóstico, el señor Mirkin, que se había quedado sordo, se negaba a contestar a ninguna de las preguntas, incluso las que estaban relacionadas con su nombre y domicilio, y cuando le quitaron la mordaza se limitó a aullar. Sus aullidos provocaron las quejas y la exigencia del traslado del paciente por parte del responsable de la sala adyacente de maternidad. El doctor Magrew no se opuso y se apresuró a firmar la orden de traslado al hospital psiquiátrico de la zona, arguyendo con mucha sensatez que un hombre que presentaba tal descoordinación en las extremidades y que parecía haber perdido la memoria, tenía que sufrir por fuerza un trastorno de doble personalidad incurable. Y con ese anonimato tan propio de su profesión, el señor Mirkin fue ingresado a expensas del erario público en la más acolchada y silenciosa de las celdas de aislamiento, convertido en una cifra y bajo el nombre de «Programa D».
Mientras tanto, los inspectores del Departamento de Impuestos sobre el Consumo estaban demasiado preocupados por su sordera para plantearse con entusiasmo una nueva visita a Flawse Hall. Se pasaban las horas escribiéndose notas los unos a los otros y cartas a sus abogados, relacionadas con una demanda por daños y perjuicios que habían presentado contra el Ministerio de Defensa por no haberles advertido, la noche de autos, que estaban dentro de los límites del campo de tiro de la artillería. Fue un caso largo, que se prolongó aún más teniendo en cuenta que el ejército negó rotundamente que se realizaran maniobras nocturnas y la necesidad de llevar a cabo por escrito todos los interrogatorios de los inspectores de Hacienda.
Mientras tanto, Flawse Hall iba recuperando su apacible monotonía. Es cierto que algunas cosas habían cambiado. Los pepinos, por ejemplo, alcanzaron unas dimensiones que el señor Dodd no había soñado nunca y las proporciones de Jessica iban aumentando también. Durante todo el verano, las abejas zumbaron en sus enjambres entre el brezo y los conejillos salieron a retozar fuera de sus madrigueras. Hasta los zorros, que habían advertido el cambio en el ambiente, regresaron y, por primera vez en muchos años, se volvieron a ver zarapitos en la colina Flawse. La vida regresaba a su cauce y Lockhart ya no sentía ese deseo irreprimible de disparar a mansalva; en parte gracias a Jessica, pero fundamentalmente por la instigación de la señorita Deyntry, que había tomado a Jessica bajo su protección y, además de inculcarle una profunda aversión por los deportes sangrientos, le había quitado de encima toda mojigatería. Los mareos matutinos también ayudaron lo suyo y Jessica dejó de hablar de cigüeñas para convertirse en una mujer casariega de lengua afilada sin renunciar a su vena de Sandicott. Era una vena de sentido práctico que apreciaba las comodidades, y la casa empezó a sufrir transformaciones. Se cambiaron todas las ventanas y Jessica mandó instalar calefacción central para luchar contra la humedad y las corrientes de aire, si bien decidió conservar las chimeneas en las habitaciones principales. El señor Dodd seguía yendo a la mina a por carbón, pero la tarea le resultaba más descansada que antes. Como consecuencia de la guerra acústica de Lockhart, la mina había sufrido algunos cambios.
—El techo está hundido en algunas zonas —le explicó el señor Dodd—, pero lo que más me sorprende es el filón. Es como si el carbón se hubiera desmenuzado y hay polvo por todas partes.
Lockhart fue a inspeccionar la mina y pasó varias horas estudiando aquel fenómeno. No cabía ninguna duda de que el carbón se había desmenuzado y que había polvo por todas partes. Cuando salió al exterior estaba tiznado de carbón, pero entusiasmado.
—A lo mejor hemos descubierto una nueva técnica de minería —dijo—. Si las ondas sonoras rompen ventanas y resquebrajan vasos, no veo por qué no podrían usarse bajo tierra, donde serían más útiles.
—No pretenderá usted que me meta en ese agujero con un silbato infernal —dijo el señor Dodd—. No quiero volverme loco en interés de la ciencia y todavía tenemos unas cuantas ovejas y bueyes que no están en su juicio.
Lockhart le tranquilizó.
—Si no me equivoco, ningún hombre tendrá que arriesgar su vida y su salud nunca más bajando a una mina de carbón. Sólo habrá que instalar una máquina con un propulsor, que emita en la frecuencia adecuada, y luego colocar un aspirador enorme que se encargue de succionar el polvo.
—Sí, tengo que reconocer que algo de cierto hay en esa idea —convino el señor Dodd—. Ya lo decía la Biblia, pero no lo supimos ver. Siempre me he preguntado cómo se las ingeniaría Josué para derribar las murallas de Jericó con un cuerno tan pequeño.
Lockart regresó a su laboratorio y se puso a trabajar en el extractor de carbón por ondas sonoras.
Y así fue transcurriendo el verano plácidamente y Flawse Hall se convirtió de nuevo en el centro de la vida social de Middle Marches. El señor Bullstrode y el doctor Magrew seguían yendo a cenar, pero también la señorita Deyntry y otros vecinos a quienes Jessica invitaba. Y a finales de noviembre, mientras la nieve se amontonaba contra las paredes secas, Jessica dio a luz a su hijo. Fuera, el viento silbaba y las ovejas se apiñaban en sus cobijos de piedra, pero en el interior de la casa todo era cálido y cómodo.
—Le pondremos el nombre del abuelo —dijo Lockhart, mientras Jessica amamantaba a su hijo.
—Pero si no sabemos quién es, cielo —repuso Jessica.
Lockhart no dijo nada. Era cierto que todavía no sabían quién era su padre y que lo había dicho pensando en el abuelo.
—No lo bautizaremos hasta la primavera, cuando la nieve se haya derretido, y así todo el mundo podrá acudir a la ceremonia.
Y así fue como el recién nacido Flawse permaneció de momento en el anonimato y vivió la vida estadísticamente inexistente de su padre, mientras Lockhart pasaba largas horas en el mirador de Perkin. Aquel simpático disparate, situado en un rincón de la muralla, le hacía las veces de estudio y, sentado en su interior, contemplaba a través de las vidrieras de colores el jardín miniatura que creara Capability Flawse. Allí, sentado frente al escritorio, escribía sus versos. Al igual que su vida, su poesía era ahora más tierna, y una mañana de primavera en que el sol resplandecía en un cielo sin nubes y un viento frío azotaba la muralla que resguardaba el jardín, se puso a trabajar en una canción para su hijo.
Te cantaré, chiquillo, siempre
porque alegrar tu vida quiero,
no vaya a decir la gente
que sólo te dejé dinero.
Y aunque no tengo apellido
y no te lo puedo legar,
por su cara y parecido
lo he sabido adivinar.
Legiones de España llegaron
y otras muchas de Roma,
mas sus costumbres dejaron
y con ellas la casona.
Y no te enfades, pequeño,
si defecto entraña tu nombre[12],
que nos lo dejó el abuelo
y sin tachas no hay hombre.
Flawse o Faas, que no mentideros,
de esto te doy mi palabra.
Dodd es mi nombre verdadero
y mi origen la balada.
No lejos de él, en un rincón cálido y soleado de aquel jardín miniatura, el señor Dodd, en el colmo de la dicha, tocaba la gaita y cantaba canciones sentado junto al cochecito de Edwin Tyndale Flawse, mientras su nieto se reía feliz.