También es cierto que los inspectores no sospechaban lo que iba a ocurrir. Aunque la experiencia del señor Mirkin les había puesto sobre aviso, cuando cruzaron la presa avanzando con suma cautela, todo les pareció plácido y tranquilo bajo el resplandor de la luna. Una vez al otro lado, tomaron, el camino que conducía a la parte trasera de la casa. Las ovejas y bueyes pacían y todo era oscuridad y silencio. La única luz que se divisaba era la del pequeño capricho del mirador de Perkin donde el señor Dodd hacía guardia, que al filtrarse a través de las vidrieras de colores adquiría cierto encanto y belleza.
Lo que ocurrió inmediatamente después, en cambio, carecía de encanto y belleza. Se encontraban aún a unos noventa metros de Flawse Hall cuando se abrió fuego, ¡y vaya fuego! Y luego vino el bombardeo. Mil altavoces les bombardearon acústicamente con estallidos de granadas, ráfagas de metralleta, gritos de agonía, bombas, alaridos de aliento, granadas más potentes y un silbido agudo de una frecuencia tan alarmante, que varias ovejas perdieron el juicio en el acto. Como ocho hombres que se despiertan de pronto a lo Rip Van Winkle en pleno bombardeo del Somme o de El Alamein, los inspectores trataron de ponerse a cubierto a la desesperada, pero descubrieron enseguida que, desde el punto de vista acústico, estar pegado al suelo era mucho peor que permanecer de pie. Y para empeorar todavía más las cosas, entorpecían la huida de las ovejas chifladas y los bueyes dementes que habían perdido completamente la razón ante aquel estrépito ensordecedor.
Incluso en el interior de la casa, donde el señor Bullstrode y el doctor Magrew habían recibido instrucciones de dormir con la cabeza debajo del almohadón, el fragor de la batalla estaba causando estragos. El doctor Magrew, que había luchado en Somme, se despertó convencido de volver a estar allí, mientras el señor Bullstrode, que estaba persuadido de encontrarse en grave peligro y de ser víctima de la chifladura de los inspectores de Hacienda —que habían decidido bombardear la casa y registrar los escombros sin orden judicial para no tener que sufrir la suerte del señor Mirkin—, fue a esconderse debajo de la cama a toda prisa y dejó el orinal hecho añicos. Sangrando y lleno de cortes, permaneció debajo de la cama tapándose los oídos con los dedos, para no tener que oír el espantoso retumbar de los cañonazos. Los únicos que parecían disfrutar con lo que estaba ocurriendo eran Lockhart, Jessica y el señor Dodd. Equipados con tapones para los oídos, orejeras especiales y cascos diseñados para amortiguar el ruido, gozaban de una situación privilegiada.
Los inspectores en cambio, que carecían de sus medios, no gozaban de la misma situación. Ni tampoco la jauría de los Flawse, tan alelada como las ovejas. Lo que más afectaba a los perros era el silbido de alta frecuencia, y, encerrados en el patio, sacaban espuma por la boca y babeaban mientras se debatían por salir de allí. El señor Dodd les ayudó. En realidad, pensando que podían serles de utilidad, había atado un trozo de cordel al pestillo de la puerta del patio. Al tirar de él, la manada delirante salió disparada para unirse a la estampida de bueyes dementes, ovejas aleladas e inspectores histéricos que, guiados por el pánico, bajaban hacia la presa como una cascada. El único que no se movió fue el señor Mirkin, si bien no por falta de ganas: para defenderse de una oveja desquiciada, el señor Wyman le había quitado las muletas. Sin embargo, no le habían servido de gran cosa. Después de romperlas, y haciendo gala de una conducta antinatural en un rumiante de carácter normalmente dócil, la oveja las partió por la mitad y se puso a masticar las astillas. El señor Wyman decidió entonces pasar a al carga, pero sólo consiguió un mordisco de uno de los perros Flawse. Algunos de los inspectores corrieron una suerte parecida. El bombardeo de la artillería seguía, el fuego de los rifles se había acentuado, el silbido de alta frecuencia funcionaba a máxima potencia y el señor Mirkin, agonizando y con las manos en la cabeza, dio un paso en falso, cayó y se quedó tendido encima de un altavoz enorme, que emitía un sonido de frecuencia sumamente baja. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el señor Mirkin dejó de ser el jefe de los recaudadores de impuestos (Departamento de Sobretasas; subdepartamento, Fraude de) de la Oficina de Contribuciones para convertirse en una especie de diapasón semihumano: la mitad de su cuerpo parecía haber sido víctima de la succión de un motor a reacción de gran potencia y la otra gruñía, se retorcía, rebotaba y daba sacudidas horribles tendida encima del altavoz. Las piernas enyesadas del señor Mirkin se limitaban a vibrar de una manera totalmente involuntaria y a una frecuencia nada favorable para lo que tenían entre sus extremos superiores. A su alrededor, la colina parecía desierta. Ovejas, bueyes, perros e inspectores, sordos a todo lo que no fuera el dolor de sus castigados oídos, habían huido del campo de batalla para pasar al otro lado de la presa a todo correr; todos salvo dos inspectores que decidieron sumergirse en el embalse, procurando mantener los oídos bajo el agua y la nariz en la superficie.
Finalmente, cuando hubieron desaparecido de su campo de visión, Lockhart desconectó los amplificadores y el bombardeo cesó de un modo tan repentino como había empezado. El señor Mirkin y los inspectores fugitivos no se dieron cuenta, ni les importó. Vivían en un mundo silencioso, y cuando llegaron a la carretera donde tenían los coches aparcados y expresaron verbalmente lo destrozados que se sentían, descubrieron su sordera. Lo único que les quedaba era la vista, el olfato, el tacto y el miedo, y se volvieron para mirar hacia Flawse Hall sin dar crédito a sus ojos. Por increíble que pudiera parecer, la casa seguía en pie y todo parecía indicar que el bombardeo no la había afectado. Tampoco distinguieron cráteres de granadas y el humo que debía de haberles entorpecido la visión brillaba por su ausencia. Con todo, afortunadamente el dolor había desaparecido y los inspectores ya estaban a punto de meterse en sus coches para desaparecer del escenario de aquella experiencia espantosa, cuando les pareció ver una silueta que subía por la carretera al pie del valle. Era Lockhart y, colgado de sus hombros como un saco con patas de madera, reconocieron al señor Mirkin.
—Se han dejado una cosa —les dijo, y descargó al jefe de recaudadores de impuestos encima del capó del primer vehículo.
Los inspectores vieron que movía los labios, pero no oyeron nada. De haberle oído habrían convenido con él en que el señor Mirkin era una cosa. Lo que saltaba a la vista era que ya no era un ser humano. Farfullando sin emitir sonido alguno y sacando espuma por varios orificios, había traspasado los límites de la cordura y estaba claro que nunca volvería a ser el mismo. Cuando consiguieron meterlo en el portaequipajes de uno de los coches (la vibración de sus piernas impidió que ocupara ninguno de los asientos), arrancaron y desaparecieron en el silencio de la noche.
Lockhart regresó a su casa lleno de contento. Su experimento sonoro de guerra ficticia había resultado un éxito completo, tan completo que al acercarse a la casa reparó en que la mayoría de los cristales de las ventanas estaban rotos. Al día siguiente mandaría que los cambiaran, pero entretanto tenían algo que celebrar. Así pues, entró en la torre fortificada y encendió un fuego en la gran chimenea. Cuando hubo prendido, Lockhart ordenó al señor Dodd que fuera a por whisky y se dirigió a la casa para pedir al señor Bullstrode y al doctor Magrew que se unieran al brindis con su esposa Jessica. Tuvo algunas dificultades en hacerles comprender lo de la invitación, pero como estaban tan desvelados, se vistieron y lo siguieron hasta el salón de banquetes. El señor Dodd ya estaba allí con el whisky y la gaita y, en corro bajo espadas y estandarte, alzaron sus vasos en un brindis.
—¿Por qué vamos a brindar esta vez? —preguntó Jessica, y en esta ocasión el primero en responder fue el señor Dodd.
—¡Por el demonio! —exclamó.
—¿Por el demonio? —se extrañó Jessica—. ¿Por qué por el demonio?
—Vamos, chiquilla —dijo el señor Dodd—, ya veo que no has leído a Robbie Burns. ¿No conoces el poema «El diablo se llevó a los inspectores de Hacienda»?
—En ese caso, brindemos por el demonio —dijo Lockhart.
Y brindaron. Y bailaron al resplandor de la lumbre mientras el señor Dodd tocaba la gaita y cantaba.
Hay bailes de tres y de cuatro danzantes
y hasta uno conozco de bastantes,
pero ninguno a todos contenta
como «El diablo se llevó a los de Hacienda».
Bailaron y bebieron y bebieron y bailaron hasta que, exhaustos, se sentaron a la larga mesa mientras Jessica les preparaba unos huevos con tocino. Cuando terminaron de comer, Lockhart se levantó y pidió al señor Dodd que fuera a buscar al hombre.
—No estaría bien que se perdiera esta celebración —dijo. El señor Bullstrode y el doctor Magrew, que estaban demasiado ebrios para llevarle la contraria, asintieron—. Le habría encantado ver correr a esos bergantes —añadió—. Habría despertado su sentido del humor.
Y rayaba el alba sobre la colina Flawse, cuando el señor Dodd abrió el portalón de la torre fortificada y el viejo señor Flawse, sentado en una silla de ruedas que parecía manejar solo, entró en el salón y ocupó su sitio de costumbre a la cabecera de la mesa. El señor Dodd cerró las puertas y entregó el control remoto a Lockhart, que pulsó unos botones hasta que la voz del viejo señor Flawse volvió a retumbar en sus oídos. Lockhart había estado trabajando con las cintas y había recopilado nuevos discursos y fue uno de ellos precisamente el que pronunció el viejo.
—Vamos a conversar, amigos míos, como solíamos hacer antes de que la dama de la guadaña viniera a buscarme. Me imagino que, al igual que yo, tendrán ustedes listos sus argumentos.
El doctor Magrew y el señor Bullstrode encontraron aquella pregunta un poco difícil de contestar. Los dos estaban muy borrachos, y, los acontecimientos se habían sucedido a tal velocidad que por momentos parecían olvidar que, a pesar de estar disecado, el viejo señor Flawse se comportaba como si todavía le funcionara la cabeza. Así pues, permanecieron sentados sin habla ante aquel memento mori animado. Dado por sentado que todavía estaban algo sordos, Lockhart se apresuró a subir el volumen y la voz del señor Flawse llenó la habitación.
—¡Me importan un comino sus argumentos, Magrew! —gritó—, pero sigo sin aceptar que se pueda cambiar la naturaleza de una nación o de un hombre con una mera alteración de su entorno o de su condición social. Somos lo que somos en virtud de lo que precede a nuestro nacimiento y en función de una tradición muy arraigada, a saber: ese gran conglomerado que configura la herencia ancestral, congénita y práctica. Ambas están entretejidas. Sentencias que jueces pronunciaran antaño, se aplican ahora; es el derecho consuetudinario; y lo que se consiguió gracias a la química y conforma nuestras células es el hombre de hoy. Un inglés será siempre un inglés, a pesar de los siglos. ¿No está usted de acuerdo conmigo, señor Bullstrode?
El señor Bullstrode asintió. No se sentía con fuerzas para hablar.
—Y, no obstante —prosiguió el señor Flawse, a diez vatios por canal—, ahí está la paradoja de lo que llamamos inglés y que, a pesar de todo, difiere de un siglo a otro. Se trata de una incongruencia extraña y sin embargo constante que no afecta a los hombres como tales, pero diversifica su conducta y opiniones. En los tiempos de Cromwell, fue la controversia religiosa, y un siglo más tarde, con Chatham, sería la conquista de un imperio y la pérdida de América; con todo, la fe se había ya esfumado antes de la aparición del modelo del universo como mecanismo de relojería y de que los franceses empezaran a hacer el Diderot con sus enciclopedias. ¿Saben lo que dijo Sully? Que los ingleses no saben disfrutar de los placeres debido al carácter de su país. Un siglo más tarde, Voltaire, ese ídolo persifleur de Francia, aseguró que en su gran mayoría los ingleses tienen un carácter de lo más serio y pesimista. ¿Dónde estaría la influencia sobre los ingleses de ese período que abarca del XVI al XVIII? Y no es que me tome muy en serio la opinión que merecemos a los franceses. Es más, sus observaciones mal casan con las mías y con mis lecturas. Para mí será siempre la Alegre Inglaterra, y ¿qué tienen los franchutes que pueda compararse con Sterne, Smollett o hasta con Surtees? Todavía tengo que ver al francés capaz de hacer obedecer a una jauría como Jorrocks. Los franceses sólo saben de sutilezas y de bromas que, en definitiva, no son más que chistes. Nosotros, en cambio, vivimos siempre esa lucha que separa las palabras de lo que somos, pugna que, desde el otro lado del Canal, han dado en llamar «hipocresía». Y lo que somos está mezclado con sangre ajena y con refugiados de tiranías, como un gran budín al baño maría que se cuece en esa gran cazuela que llamamos «Islas Británicas». Siempre hemos sido nosotros y siempre lo seremos; una raza de golfos y bergantes hijos de piratas fugitivos. ¿Qué tiene que decir a eso, Magrew, usted que está familiarizado con Hume?
El doctor Magrew, al igual que el señor Bullstrode, no tenía nada que decir. Se quedó mudo delante de aquella efigie del pasado, que pronunciaba palabras que parecían una parodia de su compleja personalidad. Y entonces el viejo se quedó boquiabierto y, al quedarse boquiabierto, su voz subió de tono. Era una voz llena de ira y Lockhart, que luchaba con el control remoto, no pudo hacer nada por aplacarla.
—¡Un condenado poetastro americano que era un desvergonzado —dijo a grito pelado el señor Flawse— dijo que prefería irse de este mundo con una lágrima que con una bala! ¡Más le habría valido a ese truhán escalar el Matterhorn con Whymper y aprender lo que es despeñarse! Bueno, pues yo no voy a ser como él. ¡Malditos sean esos llorones y esos mendicantes plañideros del mundo que van con la gorrita en la mano! No me queda ya ni un cabello, pero aunque lo tuviera, no me despeinaría para parecer andrajoso y arrancar cuatro cuartos a un cerdo extranjero, fuera jeque árabe o emperador de Japón. Soy inglés hasta la médula y siempre lo seré. Dejad los lloros para las mujeres, que yo ya me encargaré de luchar.
De pronto, como si quisiera responder a sus palabras, hubo una extraña explosión en el interior de su cuerpo y empezó a salirle humo de las orejas. El señor Bullstrode y el doctor Magrew se quedaron pasmados y Lockhart, probando todos los botones, llamó al señor Dodd:
—¡El extintor! —le gritó—. ¡Por el amor de Dios, vaya a buscar el extintor!
Pero fue inútil. El señor Flawse cumplió con su promesa de no llorar y, moviendo los brazos a diestro y siniestro y soltando imprecaciones incomprensibles que surgían de aquella boca que parecía una matraca, salió disparado en su silla de ruedas, tropezó con la alfombra, hizo caer una armadura y finalmente, con aquel sentido práctico que tanto había admirado en sus antepasados, fue a precipitarse a la chimenea y ardió. Cuando el señor Dodd regresó con el extintor ya estaba más que extinto y se quemaba en la chimenea en medio de una lluvia de chispas y llamas.
—Las chispas suben al cielo, pero el hombre nació para sufrir. Amén —dijo el señor Dodd.
Y así fue como el viejo señor Flawse, el último de su estirpe, se consumió en la hoguera ante los ojos de sus dos mejores amigos, de Jessica, del señor Dodd y del hombre al que siempre había llamado el bastardo.
—Ha sido casi como un funeral vikingo —dijo el doctor Magrew, mientras los restos chamuscados se convertían en cenizas y el último transistor se derretía. Entonces reparó en que era japonés, cosa que contradecía la postrera declaración del viejo de que era inglés hasta la médula. Y estaba a punto de hacer un comentario al señor Bullstrode acerca de aquella observación anatómica y filosófica tan interesante, cuando un grito se lo impidió. A sus espaldas Lockhart estaba de pie encima de la mesa de roble con la cara bañada en lágrimas entre velas que goteaban. «Que el demonio se apiade de él», pensó el doctor Magrew, pero el señor Dodd, que había reconocido los síntomas, cogió la gaita y se colocó la bolsa de cuero bajo el brazo mientras Lockhart entonaba el canto fúnebre.
Del linaje el último se ha perdido,
mas sabremos recordar
las cosas que solía contar,
aunque de las colinas se haya ido.
Dos muertes sufrió, dos vidas llevó,
quizá dos hombres distintos fuera,
decía el uno palabras que leyera
que el otro jamás pronunció.
Y así luchando su vida pasó,
debatiéndose de esta manera.
Y aunque bestia se sintiera,
nunca en su empeño cejó.
Es la única verdad que pudo conocer
cuando ciencia y Dios le abandonaron,
y ni los ilustres que nos dejaron
le cambiaron el parecer.
Mas sus palabras para aliviarnos dejó
y aun ausente le habría gustado
que juntos hayamos disfrutado
del sonido de su voz.
Mientras el señor Dodd seguía con su melodía, Lockhart bajó de la mesa de un salto y salió de la torre fortificada. El señor Bullstrode y el doctor Magrew se miraron el uno al otro un tanto extrañados y, por primera vez, incluso Jessica olvidó su sentimentalismo y, preocupada por los lloros de su esposo, se levantó sin una sola lágrima en los ojos. Estaba a punto de salir tras Lockhart cuando el señor Dodd la detuvo.
—Déjale solo, chiquilla —le aconsejó—. Déjale que sufra un rato su mala fortuna.
El señor Dodd sólo tenía razón en parte. Aparte de sufrir su mala fortuna, Lockhart preparó algo extraordinario. Mientras amanecía sobre Tombstone Law, mil altavoces plantados en la colina retumbaron de nuevo en aquellas tierras. Pero esta vez no hubo granadas ni disparos, sino la voz titánica de Edwin Tyndale Flawse que entonaba «La balada de la polla seca».