Sin embargo, ciertas fuerzas se habían puesto ya manos a la obra para acabar con las esperanzas de los rezos del señor Bullstrode. Cuando a la mañana siguiente el abogado regresó a Hexham con el aviso, encontró a un señor Wyman dispuesto a atender a razones, pero el recaudador de impuestos de Su Majestad en Middle Marches ya no controlaba la situación. En efecto, en Londres, una figura muchísimo más importante, encarnada en la persona del señor Mirkin, responsable del Departamento de Sobretasas (subdepartamento, Fraude de) de la Oficina de Contribuciones, había recibido ya un aviso sobre la posibilidad de que unos tales señor y señora Flawse, con su antiguo domicilio en el número 12 de Sandicott Crescent y por el momento en paradero desconocido, hubieran retirado 659.000 libras con el fin de no pagar el impuesto sobre plusvalías. El aviso les había llegado a través del director de la sucursal del banco de East Pursley de Jessica, que resultó ser íntimo amigo del señor Mirkin y estaba muy molesto por la negativa de la señora Flawse a seguir sus consejos. En realidad, lo que más le había enojado había sido la actitud de Lockhart. En su opinión, allí se estaba cociendo algo que olía mal. En opinión del señor. Mirkin olía peor que mal: apestaba.
—El fraude fiscal —le dijo— es uno de los delitos más graves contra la sociedad. La persona que no contribuye al bienestar económico de su país merece el peor de los castigos.
La opinión del señor Mirkin era comprensible y autoprotectora, teniendo en cuenta que sus ingresos procedían enteramente de la contribución de individuos socialmente productivos. La magnitud de la suma acentuaba todavía más su sensación de haber sido ultrajado.
—Voy a llevar este asunto hasta el final, aunque tenga que llegar hasta el fin del mundo.
Pero no iba a ser necesario ir tan lejos. La difunta señora Flawse había remitido una carta al director del banco informándole de su cambio de domicilio. El hecho de que luego hubiera vuelto a cambiar no tenía ninguna importancia para el señor Mirkin. Después de consultar el censo de contribuyentes de Northumberland y de comprobar que un tal señor Flawse, que de hecho no había pagado impuestos en cincuenta años, vivía en Flawse Hall, en la colina Flawse, el señor Mirkin pensó que, donde estuviera la madre, tenía que estar la hija. Dejando a un lado el resto de sus deberes, el señor Mirkin viajó en primera clase a expensas de los contribuyentes hasta Newcastle y de allí, para dejar bien clara su posición en la jerarquía de los recaudadores de impuestos, fue hasta Hexham en un coche de alquiler. Dos días después de la visita y advertencia del señor Bullstrode, el señor Wyman se encontró en el apuro de tener que explicar a un superior muy superior por qué un tal señor Flawse, que poseía una finca de cinco mil acres y cinco granjas arrendadas, no había contribuido a Hacienda con su declaración de la renta durante cincuenta años.
—Bueno, es que esa finca siempre ha tenido pérdidas —dijo.
El señor Mirkin lo miró con un escepticismo atroz.
—¿De verdad pretende que me crea eso? —le dijo.
El señor Wyman le respondió que no había ninguna prueba que demostrara lo contrario.
—Eso ya lo veremos —dijo el señor Mirkin—. Tengo la intención de examinar las cuentas de los Flawse con lupa y personalmente.
El señor Wyman vaciló. Estaba atrapado entre dos fuegos: su pasado y el jefe del Departamento de Sobretasas (subdepartamento, Fraude de). Después de sopesar los pros y los contras, el señor Wyman decidió que quizá fuera bueno para su futuro que el señor Mirkin averiguara por propia experiencia lo difícil que era conseguir que la familia Flawse pagara impuestos. Así pues, calló y dejó que el señor Mirkin se marchara desprevenido.
Al llegar a Wark, el señor Mirkin se dirigió a Flawse Hall pasando por Back Pockrington. Enseguida topó con el primer obstáculo: el portalón cerrado del puente que pasaba sobre el torrente. Utilizando el interfono que Lockhart había mandado instalar, habló con el señor Dodd. El señor Dodd le atendió con mucha amabilidad y le dijo que iría a ver si su señor estaba en casa.
—Ahí en el puente hay un hombre de la oficina de contribuciones —dijo a Lockhart, que estaba sentado en el estudio—. Dice que es el jefe del Departamento de Sobretasas. Supongo que no querrá hablar con él.
Pero Lockhart habló con él. Se acercó al interfono y le preguntó al señor Mirkin con qué derecho entraba en una propiedad privada sin autorización.
—Con el derecho que me otorga el cargo que ostento —repuso el señor Mirkin—. Además, la cuestión de la propiedad privada no viene al caso. Cuento con la autorización necesaria para estar aquí y preguntarle por sus asuntos financieros…
Mientras hablaba, el señor Dodd salió de la casa por la cocina, cruzó el huerto y se dirigió al embalse. A aquellas alturas, el señor Mirkin estaba ya demasiado furioso para contemplar el paisaje y siguió hablando con Lockhart.
—¿Piensa usted abrirme la puerta o no? —le exigió—. Si no lo hace, tendré que pedir una orden judicial. ¿Qué responde usted?
—Estaré ahí dentro de un momento —dijo Lockhart—. Tengo la sensación de que va a llover, así que voy a buscar un paraguas.
El señor Mirkin alzó los ojos a un cielo sin nubes.
—¿Qué demonios quiere decir con eso de que necesita un paraguas? —le soltó, gritando por el interfono—. ¡Pero si está despejadísimo!
—Oh, en estas tierras nunca se sabe; el tiempo cambia de manera muy repentina. He visto cómo se ponía a llover a cántaros con un cielo despejadísimo.
En ese preciso instante, el señor Dodd abrió la compuerta principal del embalse y un chorro blanco de agua salió disparado por las conducciones. El nivel del agua del torrente subió tres metros justo cuando el señor Mirkin estaba a punto de decir que no había oído disparate semejante en su vida.
—Sí, sí, a cántaros… —dijo, pero se calló.
Al señor Mirkin le pareció oír un estrépito tremendo detrás de la ladera de la colina. Era una mezcla de silbido y trueno. El señor Mirkin se quedó paralizado de horror. Al cabo de un momento corría a galope tendido y, después de pasar junto a su coche sin detenerse, subió por el camino de grava que conducía a Black Pockrington. Era demasiado tarde. A pesar de que la pared de agua tenía entonces menos de tres metros de altura, era lo suficientemente honda como para arrancar del suelo neumáticos y pies de coche y jefe de la Oficina de Contribuciones (Departamento de Sobretasas, etc.) y arrastrarlos casi medio kilómetro por el valle hasta la entrada del túnel. Para ser más exactos, el agua arrastró al señor Mirkin hasta el interior del túnel y su coche quedó bloqueando la entrada. Fue entonces cuando el señor Dodd decidió volver a cerrar las compuertas y, después de tomar la precaución de rectificar el pluviómetro de la pared del embalse en ocho centímetros, echó a andar hacia la casa.
—Dudo que vuelva a asomar la cabeza —dijo a Lockhart, que había presenciado satisfecho la inmersión del recaudador.
—Yo no estaría tan seguro —repuso Lockhart, mientras Jessica, que tenía buen corazón, deseó con todas sus fuerzas que aquel pobre hombre supiera nadar.
Después de aparecer en la desembocadura del túnel al cabo de kilómetro y medio y de rebotar, darse porrazos, seguir como una peonza y verse succionado por diversos conductos enormes y un par de depósitos muy profundos, el señor Mirkin pudo gozar de la calma relativa del embalse secundario del otro lado de Tombstone Law sin ninguna bondad de corazón. Medio ahogado, cubierto de arañazos, con el asesinato en mente y agua por todas partes, trepó por el muro de granito y echó a andar tambaleándose hacia una granja. El resto del trayecto hasta Hexham lo cubrió a bordo de una ambulancia, que le dejó ingresado en el hospital aquejado de conmoción, arañazos múltiples y dementia taxitis. Cuando recuperó el habla, mandó llamar al señor Wyman.
—¡Quiero una orden judicial! —le dijo.
—Pero no podemos pedir una orden judicial sin pruebas de fraude fiscal que convenzan a un magistrado —le contestó—. Y francamente…
—¿Y quién habla de fraude fiscal, imbécil? —se quejó el señor Mirkin con voz chillona—. Estoy hablando de agresión con intento de asesinato…
—Sólo porque cayera una tormenta y le cogiera… —dijo el señor Wyman.
La reacción del señor Mirkin fue tan violenta que hubo que administrarle sedantes y el señor Wyman tuvo que tumbarse en una camilla en urgencias de traumatología, pellizcándose la nariz por encima del puente para detener la hemorragia.
Con todo, el señor Mirkin no fue el único en sentirse privado de algo. El hallazgo de la difunta señora Flawse en un cráter de granada rodeada de soberanos de oro dejó a Jessica muy impresionada.
—Pobre mami —dijo al oficial de la Artillería Real encargado de comunicarle la mala noticia—. Su sentido de la orientación nunca fue bueno, pero de todos modos es un consuelo saber que no sufrió. ¿Y dice usted que la muerte fue instantánea?
—Instantánea —le aseguró el oficial—. Primero apuntamos y luego seis cañones dispararon una salva a la vez. Ninguno erró el blanco.
—¿Y es cierto que murió rodeada de soberanos? —preguntó Jessica—. Se habría sentido muy orgullosa, ¿sabe usted? Siempre fue una ferviente admiradora de la Familia Real y saber que estaban junto a ella en ese trance es todo un consuelo.
Jessica dejó al oficial un tanto perplejo y fue a atender el asunto urgente de los preparativos del nacimiento. Estaba embarazada de dos semanas. Lockhart, por su parte, se encargó de presentar sus disculpas ante el mayor por los inconvenientes que les había causado el despiste de la señora Flawse de no mirar dónde se metía.
—Yo también soy muy puntilloso en eso de la violación de la propiedad privada —dijo al oficial cuando le acompañó hasta la puerta—. Esa gente que merodea por el campo sin ningún derecho levanta la caza. Y, si quiere mi opinión, aprovechando que mi esposa no está presente le diré que esa mujer se la estaba buscando. ¡Toda una cacería, sí señor!
El mayor le entregó el tarro de confitura con los restos de la señora Flawse y se marchó a toda prisa.
—Para que luego hablen de matar a sangre fría… —murmuró, mientras el oficial bajaba por la ladera de la colina al volante de su coche.
A su espalda, el señor Dodd estaba a punto de vaciar el contenido del tarro con los pepinos, pero Lockhart se lo impidió a tiempo.
—El abuelo la odiaba —le recordó—. Y además, habrá que celebrar un funeral.
El señor Dodd le dijo que eso era desperdiciar un buen ataúd, pero dos días más tarde la señora Flawse reposaba junto a los restos del señor Taglioni. Esta vez, el epitafio que Lockhart mandó grabar en la lápida sólo era ligeramente ambiguo.
Yace aquí la señora Flawse,
que un día de la casa imprudente salía,
para la muerte hallar de una granada.
¡Que por los que la quieren sea llorada!
El último verso emocionó particularmente a Jessica.
—¡Mamá era una mujer tan maravillosa! —dijo al señor Bullstrode y al doctor Magrew, que tenían todo el aspecto de asistir al funeral por obligación—. Le habría encantado saber que la iban a inmortalizar en unos versos.
El doctor Magrew y el señor Bullstrode no compartían su convencimiento.
—Habría preferido algo más personal —dijo el doctor, mirando las coronas y el tarro de mermelada que acababa de traer el señor Dodd y que contenía una cola de zorra.
El señor Bullstrode, en cambio, estaba mucho más preocupado por el papel que había desempeñado el ejército en todo el asunto.
—«De los oficiales y servicio de comedores…» —leyó en una corona enorme—. En mi opinión, se podían haber ahorrado lo del servicio de comedores. Tendrían que haber tenido más tacto, teniendo en cuenta lo sucedido.
Al salir del cementerio vieron a Lockhart, que hablaba con el mayor con mucho interés.
—Eso no augura nada bueno —comentó el abogado—. ¿Se ha enterado ya de lo que le ocurrió al recaudador de impuestos?
En realidad, el doctor Magrew se había encargado de atender al pobre hombre.
—Tendrán que pasar unos días hasta que pueda levantarse —le comentó—. Le he enyesado las dos piernas.
—No sabía que se las hubiese roto —se asombró el señor Bullstrode.
El doctor Magrew sonrió.
—Y no se las rompió —dijo—, pero pensé que era mejor no arriesgarse.
—Hizo usted muy bien —dijo el señor Bullstrode—. No me gustaría tener que vérmelas con el bastardo ahora que parece mantener tan buenas relaciones con el ejército.
Sin embargo, el interés de Lockhart por los asuntos militares era estrictamente pacífico y estaba relacionado con la prevención de futuros accidentes similares al de la señora Flawse.
—Me alegraría mucho que colocaran sus carteles de aviso más cerca de mi casa y a ser posible en mis tierras —le comentó al mayor—. De ese modo la gente no asustaría la caza.
Lockhart se guardó mucho de especificar de qué caza se trataba, pero al mayor le impresionó mucho su sentido de la generosidad.
—Habrá que pedir la autorización al ministerio —repuso—, pero si hay algo más que podamos hacer por usted…
—Bueno, a decir verdad, sí lo hay —contestó.
Al día siguiente Lockhart se fue a Newcastle en su coche, al que había enganchado un remolque, y regresó cargado hasta los topes de material electrónico. Tuvo que hacer un par de viajes más y volvió con más piezas nuevas.
—¡Oh, Lockhart! —dijo Jessica—. Estoy tan contenta de que tengas una afición. Así tú estás en tu taller mientras yo hago todos los preparativos para el niño. ¿Qué era esa máquina tan grande que trajeron ayer?
—Un generador de electricidad —le explicó—. He decidido electrificar la casa.
Sin embargo, a juzgar por los trabajos del señor Dodd y de Lockhart en la colina Flawse, daba la impresión de que, más que la casa, lo que habían decidido electrificar eran los terrenos adyacentes. A medida que iban pasando días, se multiplicaban los hoyos en los que colocaban altavoces que conectaban entre sí.
—Parece un campo de minas, pero con altavoces —comentó el señor Dodd, sin dejar de soltar cable hasta llegar a la casa.
—Pues eso es precisamente lo que nos va a hacer falta —dijo Lockhart—. Dinamita.
Dos días más tarde, mientras el señor Dodd estaba de visita en la cantera de Tombstone Law, Lockhart decidió aceptar la ayuda que el mayor le había ofrecido y se pasó varias horas en el campo de tiro de la artillería, equipado con un magnetófono y escuchando cañonazos.
—Sólo querría una cosa más —le dijo, cuando consiguió lo que necesitaba—. Me gustaría grabar disparos de fusiles y de ametralladoras.
Una vez más, el mayor se mostró sumamente servicial y ordenó a unos cuantos de su hombres que efectuaran una ráfaga de disparos por la colina con rifles y ametralladoras.
—Tengo que reconocer que es una idea muy ingeniosa —dijo el mayor, mientras Lockhart cargaba todo el equipo en el coche, listo para marcharse—. Es una especie de espantapájaros, ¿no?
—Sí, algo así —dijo Lockhart, y, tras darle las gracias una vez más, se alejó al volante de su coche.
Cuando llegó a casa el señor Dodd le esperaba para comunicarle que había conseguido lo que hacía falta para dar un mayor realismo al decorado.
—Habrá que ir con cuidado, no vayan a pisarlo las ovejas —le advirtió, pero Lockhart no compartía su opinión.
—Por una oveja o dos no nos vamos a morir. Darán una pincelada siniestra al paisaje. Es más, un par de bueyes tampoco nos irían nada mal.
Entretanto, el señor Mirkin renqueaba por Hexham con sus muletas y pasaba horas y horas examinando las devoluciones de impuestos del viejo señor Flawse, resuelto a encontrar pruebas de fraude fiscal o de cualquier otra cosa que justificara la solicitud de una orden de registro. Pero trabajó en vano. En el expediente del señor Flawse sólo se registraban pérdidas. Con todo, uno de esos negocios con pérdidas del señor Flawse era una fábrica de tejidos de lana y cheviot y la fabricación de cheviot estaba sujeta al IVA. El señor Mirkin se puso a pensar en el IVA. No entraba dentro de sus competencias, sino que dependía del Departamento de Derechos de Aduana y de Impuestos sobre el Consumo. ¿Fraude del IVA, derechos de aduana e impuestos sobre el consumo? El señor Mirkin acababa de encontrar lo que andaba buscando. Los inspectores de los impuestos sobre el consumo no tenían que solicitar ninguna orden judicial para efectuar un registro en una casa de un súbdito británico, fuera castillo o choza, de noche o de día, y la autoridad de esos hombres, a diferencia de la suya, no estaba sujeta a las restricciones que imponían magistrados, tribunales de justicia o cualquier otra institución legal que garantizara las supuestas libertades a los británicos. Para envidia del señor Mirkin, esos inspectores se regían por sus propias leyes y él pensaba aprovecharlo. Así pues, el señor Mirkin se dirigió a las oficinas del responsable de la recaudación del IVA en Middle Marches y, avivando su curiosidad, consiguió la ayuda que necesitaba.
—Lo mejor es que vayan de noche —les previno—. Así les cogerán por sorpresa.
El responsable del departamento le puso reparos.
—En esas tierras no nos quieren demasiado —le dijo—, por eso preferiría actuar de un modo más franco y ortodoxo.
El señor Mirkin le mostró sus piernas enyesadas.
—Pues ya ve usted lo que conseguí actuando de un modo franco y ortodoxo —le dijo—. Sigan mi consejo y actúen de noche y sin contemplaciones. Allí no hay nadie que pueda contradecirlos si luego declararan que fueron de día.
—Sí, claro, sólo el señor Flawse, su esposa y todo el vecindario —repuso el responsable del IVA, obstinadamente.
El señor Mirkin soltó una risita burlona.
—¿No oye cuando le hablo? —le dijo al inspector—. Ese caserón está a nueve kilómetros del vecino más próximo y allí sólo viven el señor y la señora Flawse. Ahora bien, si coge seis hombres…
Finalmente, el inspector acabó sucumbiendo a su capacidad de persuasión y se quedó pasmado al oír que el señor Mirkin insistía en formar parte de la expedición en una silla de ruedas. El inspector encontró sensato también el consejo del señor Mirkin de rodear el valle y acercarse a la casa por el embalse.
—Primero les comunicaremos que deseamos examinar sus libros de cuentas —le dijo el inspector—, y sólo actuaré de acuerdo con la autoridad que me confiere el gobierno en caso de que se nieguen.
Transcurrieron varias semanas y todas las cartas del departamento del IVA seguían sin respuesta. Ante aquel caso de desacato flagrante a su departamento, el inspector decidió pasar a la acción. Mientras tanto, Lockhart y el señor Dodd llevaban semanas atareados con los preparativos. Habían realizado nuevas instalaciones en el valle y en las colinas que rodeaban la casa. Además, habían escondido varios magnetófonos y amplificadores de gran potencia detrás del muro del whisky y esperaban el momento de dar el paso siguiente.
La segunda fase sobrevino con la llegada del señor Bullstrode y el doctor Magrew: el abogado había venido a informarle que el señor Wyman se había enterado de que los inspectores de los impuestos sobre el consumo tenían la intención de registrar la casa aquella noche; el médico se presentaba para confirmarle que Jessica estaba esperando un hijo. Ninguno de los dos sospechaba lo que iba a ocurrir aquella noche cuando, después de una cena excelente, se retiraron como de costumbre a sus habitaciones. Fuera, el resplandor de la luna llena bañaba la casa, la colina, las montañas, varios centenares de ovejas, un centenar de bueyes, el embalse, la presa, el torrente y media docena de inspectores del departamento de impuestos sobre el consumo, acompañados del señor Mirkin, que andaba con muletas asistido por el señor Wyman.