19

Todo había cambiado. Las casas estaban vendidas, incluso la del señor O’Brain, y Crescent volvía a ser el barrio residencial, plácido y tranquilo, de siempre. Las 659.000 libras de la cuenta de Jessica habían despertado la naturaleza efusiva del director del banco, así como las esperanzas del responsable de los inspectores de Hacienda, que estaban impacientes por aplicar la tasa vigente sobre plusvalías. El millón de libras que Lockhart había recibido de la señorita Goldring y de sus antiguos editores en concepto de indemnización por daños y perjuicios, estaba depositado en un banco de la City, generando intereses y fuera del alcance de las autoridades fiscales, que no podían gravar el dinero obtenido por medios socialmente tan productivos como el juego, las quinielas, las apuestas de caballos, o las 50.000 libras producto de la apuesta de una libra en la loto. Ni siquiera podían tocar los premios ganados en el bingo. Así pues, por el momento la fortuna de Jessica y Lockhart iba a permanecer en aquella situación.

—Lo único que tienes que hacer —le dijo a Jessica a la mañana siguiente— es ir a ver al director del banco y decirle que quieres retirar todo el dinero de tu cuenta en billetes usados de una libra. ¿Lo has entendido?

Jessica le dijo que lo entendía y se fue al banco con una maleta muy grande y vacía. Cuando regresó seguía siendo grande y estaba vacía.

—El director no me ha dejado —dijo con lágrimas en los ojos—. Me ha dicho que no era aconsejable y que, además, antes de retirar cualquier suma de dinero de mi cuenta de depósito les tengo que avisar con una semana de antelación.

—¿Ah, sí? —dijo Lockhart—. En ese caso, esta tarde te acompañaré al banco y avisaremos con una semana de antelación.

La entrevista en el despacho del director del banco no fue precisamente agradable. El hecho de saber que una cliente tan valiosa tenía la intención de hacer oídos sordos a sus consejos y pretendía retirar una suma tan enorme en billetes tan pequeños había acabado por borrar buena parte de su talante afable.

—¿En billetes usados de una libra? —preguntó, escéptico—. No hablará usted en serio. El trabajo que supondría…

—Pagará en parte los beneficios que han obtenido ustedes gracias al depósito de mi esposa —le cortó Lockhart—. Los intereses que cobran por mantener una cuenta en descubierto son más altos que los intereses que pagan por los depósitos.

—Sí, claro, es algo que tenemos que hacer —se excusó el director—. Al fin y al cabo…

—Y tienen ustedes la obligación de devolver el dinero a sus clientes si así lo solicitan y formalizar la transacción como ellos quieran, de acuerdo con la ley, claro está —prosiguió Lockhart—. Y mi esposa quiere billetes usados de una libra.

—No veo por qué tendrían que ser usados —dijo el director—. Salir de este edificio con una maleta llena de billetes que luego serían imposibles de localizar sería una locura. Les podrían robar en la calle.

—También nos podrían robar aquí dentro —replicó Lockhart—. Y, tal como lo veo yo, teniendo en cuenta esa diferencia entre los intereses pagados y los cobrados, ya nos han robado. Desde que lo tiene usted, ese dinero se ha devaluado gracias a la inflación. Y eso no me lo puede negar.

El director no se lo podía negar.

—No es culpa nuestra que la inflación sea un problema nacional —le dijo—. Ahora bien, si quiere que le recomiende una inversión…

—Ya tenemos una en mente —repuso Lockhart—. Ahora bien, vamos a respetar las normas y no vamos a retirar el dinero hasta dentro de una semana, siempre que usted nos lo entregue en billetes usados de una libra. Espero que le haya quedado claro.

—Sí —dijo el director, que no lo tenía nada claro pero tampoco se fiaba de la expresión que leía en la cara de Lockhart—. Si vienen el jueves que viene lo tendré todo listo.

Jessica y Lockhart regresaron al número 12 y se pasaron el resto de la semana haciendo las maletas.

—Creo que lo mejor será que enviemos todos los muebles por tren —dijo Lockhart.

—¿Pero no lo pierden siempre todo? Bueno, mira lo que pasó con el coche de mamá.

—Ya lo sé cariño, pero tiene la ventaja de que, aunque no es raro que los envíos no lleguen a su destino, nunca los devuelven al remitente. Confío en esta ineficacia para que nadie sepa adonde hemos ido.

—¡Oh, Lockhart, eres tan inteligente! —exclamó Jessica—. No se me había ocurrido. ¿Pero entonces por qué mandas ese paquete a un tal señor Jones de Edimburgo? No conocemos a nadie en Edimburgo que se llame Jones.

—Amor mío —dijo Lockhart—, ni nosotros ni los de correos, pero estaré en la estación esperando para recogerlo con una furgoneta alquilada y dudo mucho que puedan seguirnos la pista.

—¿Quieres decir que vamos a escondernos? —le preguntó Jessica.

—A escondernos no —repuso Lockhart—. Pero como desde el punto de vista burocrático y estadístico estoy clasificado como no existente y, como tal, no tengo ningún derecho a gozar del bienestar que proporciona el Estado, tampoco tengo la más mínima intención de proporcionar al Estado ni un penique de los beneficios que hemos logrado ganar. En pocas palabras: ni un penique en concepto de impuestos sobre la renta, ni un penique por la plusvalía, ni un penique en concepto de nada de nada. No existo y, como no existo, voy a aprovecharme de ello.

—Nunca se me había ocurrido verlo de esa manera —dijo Jessica—, pero tienes razón. Al fin y al cabo, lo justo es lo justo.

—Te equivocas —repuso Lockhart—. Nada es justo.

—Bueno, según dicen «todo vale en el amor y en la guerra», cariño —dijo Jessica.

—Eso es darle la vuelta al sentido de las palabras —le explicó Lockhart—, o decir que no hay normas que regulen la conducta de uno. En cuyo caso todo vale en el amor, la guerra y el fraude fiscal. ¿No es cierto, Gorila?

El bull-terrier levantó los ojos y meneó el muñón que tenía por rabo. Se había adaptado muy bien a la familia Flawse y parecía ver con buenos ojos aquella ferocidad inherente a su carácter y al de sus colegas bull-terriers: cuando hincaban los colmillos en algo se quedaban pegados como una lapa.

Así, el jueves siguiente todo lo que contenía la casa estaba empaquetado y, gracias al servicio de correos, camino de Edimburgo, donde lo recogería un tal señor Jones, y sólo les quedaba ir al banco y llenar la maleta de billetes usados de una libra. Lockhart ya había retirado su millón de libras del banco de la City siguiendo el mismo procedimiento. El director se había mostrado mucho más servicial, fundamentalmente gracias a la explicación de Lockhart, que le había confesado que necesitaba el dinero inmediatamente para realizar una pequeña transacción relacionada con pozos de petróleo, con un jeque árabe que quería el dinero en monedas, preferiblemente de cinco peniques. Sólo de pensar que habría que contar un millón de libras en monedas de cinco peniques, el director se asustó tanto que hizo lo imposible por convencer a Lockhart de que aceptara billetes de una libra. Lockhart acabó por acceder, siempre que se tratara de billetes usados.

—¿Por qué usados? —le preguntó el director—. ¿No los preferiría usted nuevos?

—Es que el jeque no se fía —dijo Lockhart—. Y me pidió monedas precisamente para estar seguro de que no le iba a pagar con dinero falso. Si le pago con billetes nuevos, enseguida sospechará que le estoy estafando.

—Pero no le costaría nada comprobarlo, aquí o en el Banco de Inglaterra —le dijo el director, que no estaba al corriente de la mala reputación que Gran Bretaña se había ganado en asuntos monetarios.

—¡Dios santo! —exclamó cuando Lockhart le explicó que, como el jeque creía a pie juntillas aquel dicho según el cual para un inglés palabra era obligación y el valor de las obligaciones británicas había bajado, ahora estaba convencido de que todos los ingleses eran unos mentirosos—. ¡Que las cosas hayan llegado a ese extremo…!

Sin embargo, le entregó el millón de libras en billetes usados sin chistar y se alegró al ver que aquel cliente tan decepcionante se marchaba.

El director del banco de East Pursley fue más difícil de pelar.

—Sigo pensando que no es prudente —le dijo a Jessica, al verla entrar con la maleta—. Estoy seguro de que su madre no habría actuado nunca de un modo tan temerario. Siempre fue muy prudente con el dinero y en cuestiones financieras tenía muy buen ojo. Recuerdo que en 1972 me aconsejó que comprara oro. ¡Ojalá le hubiera hecho caso!

En realidad, la señora Flawse no había perdido el interés por el oro. Mientras el banquero hablaba, la señora Flawse había salido de la casa siguiendo su rastro y, a cada pocos metros, se agachaba para recoger un nuevo soberano de oro. Delante de ella, el señor Dodd caminaba sin detenerse y, de vez en cuando, dejaba caer una de las monedas del pago del señor Taglioni. Al cabo de un kilómetro, ya había dejado atrás doscientos soberanos de oro, uno cada cinco metros. A partir de ahí, decidió espaciarlos y soltar uno cada veinte metros, pero la señora Flawse, ajena a todo lo que no fuera el oro, siguió recogiéndolos y murmurando para sí con codicia. Al cabo de dos kilómetros, el señor Dodd ya había tirado doscientos cincuenta y la señora Flawse había recogido otros tantos. Y el rastro de oro reluciente siguió adelante, siempre hacia el oeste, cruzó la pineda, pasó junto al embalse y salió a campo abierto. Después de haber recorrido tres kilómetros, al señor Dodd todavía le quedaban setecientos soberanos en la bolsita de gamuza. El señor Dodd se detuvo bajo el aviso que rezaba: «PELIGRO. CAMPO DE TIRO DEL MINISTERIO DE DEFENSA. SE PROHÍBE TERMINANTEMENTE LA ENTRADA», y estudió el mensaje y el alcance moral de lo que estaba a punto de hacer. Con todo, como la niebla cubría el campo de tiro y era un hombre de palabra, decidió que debía seguir adelante. «Lo que es bueno para el pato es bueno para la pata», pensó, pero enseguida lo cambió por «lo que es malo para la pata exige cierto riesgo para el pato». Y siguió echando monedas, pero más seguidas para poder acelerar el paso. A los cuatro kilómetros, el contenido de la bolsa había bajado a quinientos soberanos, y a los cinco todavía le quedaban cuatrocientos. A medida que iba aumentando la cantidad de dinero que soltaba aumentaba también la niebla que se cernía sobre él. Recorridos ocho kilómetros, el señor Dodd decidió vaciar el contenido de la bolsa y esparció las monedas entre el brezo, para que la bruja tuviera que buscarlas. Una vez hecho esto, dio media vuelta y se fue corriendo. A la señora Flawse ya no se la veía por ninguna parte, pero a través de la niebla le llegaba todavía su parloteo de chiflada. Y así llegó también la primera granada: estalló en la ladera de la colina y cuando la metralla le pasó rozando la cabeza, el señor Dodd decidió acelerar la marcha. La señora Flawse no. Sorda ya como consecuencia de los disparos de la artillería, la señora Flawse seguía adelante, deteniéndose y agachándose para recoger aquel tesoro en oro que, como un cuento hecho realidad, acaparaba su atención por encima de cualquier otra cosa. De prolongarse aquel camino, sería una mujer rica. El valor de un soberano de oro en el mercado era de veintiséis libras, y además el oro había subido. Ya tenía las setecientas moneditas resplandecientes. La señora Flawse se auguraba un futuro espléndido. Se marcharía de aquel caserón y viviría rodeada de lujo con otro marido, esta vez joven, al que poder dominar, hacer trabajar y obligar a satisfacer todos sus apetitos sexuales. Cada vez que se detenía y se agachaba, su codicia y su lujuria se avivaban más y más y examinaba las cuentas de su fabulosa fortuna. A los ocho kilómetros, el camino empezó a desdibujarse hasta desaparecer. Sin embargo veía brillar el oro entre el brezo y decidió escarbar con los dedos para no dejar ni una moneda.

—No pienso dejar ni una —refunfuñó.

A cuatrocientos metros al sur, los hombres de la artillería real tampoco pensaban dejar ni un blanco en pie. La visibilidad no era buena, pero la línea de tiro sí, y, tras preparar las armas, ya estaban listos para la primera descarga. Delante de ellos, la señora Flawse acababa de recoger la última moneda y, sentada en el suelo con todo el oro en el regazo, contaba su riqueza: «Una, dos, tres, cuatro, cinco…». Y ahí se quedó. La artillería real demostró ser digna de su reputación y la salva de seis proyectiles dio en el blanco. El lugar que ocupara la señora Flawse se había convertido en un cráter enorme y, esparcido a su alrededor como confeti dorado en una original boda, brillaban los mil soberanos. Al fin y al cabo, la señora Flawse siempre se había casado por dinero o por lo menos había hecho caso de las palabras que su codiciosa madre le dijera cuando era niña: «No te cases por dinero, chiquilla, ve donde esté». Y la señora Flawse había ido.

El señor Dodd también se había ido, pero bien deprisa. Ahora se marchaba con la conciencia tranquila. Había arriesgado su propia vida para librarse de aquella vieja bruja, y como muy bien decía el poeta: «¡La libertad depende de cada golpe! ¡Seguir o morir!». El señor Dodd había hecho cuanto había podido por la libertad y seguía con vida. Mientras volvía andando a Flawse Hall se puso a silbar: «Si uno sorprende a otro, corriendo entre el centeno, si uno mata a otro, ¿lloraré el dolor ajeno?». «Sí, el viejo Robbie Burns sabía lo que decía», pensó, dándole un significado sui generis. Cuando llegó a la casa, y después de encender el fuego en el estudio del viejo, fue a sentarse con su gaita en el banco de la cocina y tocó «Dos cuervos», en reconocimiento elegiaco de que el viento soplaría por siempre jamás por encima de los huesos blancos y desnudos de la señora Flawse. Estaba tocando aún, cuando un bocinazo procedente de la entrada del puente lo hizo salir corriendo a dar la bienvenida a Lockhart y a su esposa.

—¡Los Flawse vuelven a estar en casa! —dijo abriendo el portalón del puente—. ¡Hoy es un gran día!

—Sí, y vuelven a casa para siempre —dijo Lockhart.

Aquella noche, a la hora de la cena Lockhart ocupó el lugar de su abuelo en la mesa de caoba ovalada y Jessica se sentó frente a él. A la luz de las velas, estaba más inocente y encantadora que nunca y Lockhart brindó por ella. Como la gitana le había predicho, volvía a tener su don, y saber que era el auténtico jefe de la familia Flawse le liberó de la castidad que se había impuesto hasta entonces. Más tarde, mientras Gorila y el collie se miraban el uno al otro con prudencia en la cocina y el señor Dodd tocaba una melodía alegre que había compuesto él mismo para celebrar la ocasión, Lockhart y Jessica yacían el uno en los brazos del otro… y algo más.

Eran tan felices que no repararon en la ausencia de la señora Flawse hasta que desayunaron, ya muy entrada la mañana.

—No la he visto desde ayer —dijo el señor Dodd—. La vi paseando por la colina, mucho más animada que de costumbre.

Lockhart subió a su dormitorio y vio que la cama estaba hecha.

—Sí, parece que aquí hay algo que no encaja —convino el señor Dodd—. Pero estoy convencido de que estará descansando en alguna parte.

Sin embargo, Jessica estaba demasiado entusiasmada con la casa para echar de menos a su madre. Iba de una habitación a otra, admirando los retratos y la elegancia de los muebles antiguos, mientras hacía planes para el futuro.

—Creo que el antiguo cuarto de vestir de tu abuelo será la habitación de los niños —dijo a Lockhart—. ¿No es una buena idea? Así podremos tener al niño cerca.

Lockhart siempre estaba de acuerdo con todo cuanto decía. Tenía otras cosas en que pensar, aparte de los niños. Por esa razón se fue a hablar con el señor Dodd al estudio.

—¿Ha puesto el dinero en el muro del whisky con el hombre? —le preguntó.

—Sí, el baúl y las maletas están muy bien escondidos —le confirmó el señor Dodd—. Pero usted dijo que no vendría nadie a fisgonear.

—Nunca se puede estar seguro —dijo Lockhart—. Debo estar preparado para un caso de emergencia, porque no tengo la más mínima intención de que me quiten lo que es mío. Si no encuentran el dinero, podrían quedarse con la casa y con todo lo que hay en ella. Pero voy a prepararme también para esa eventualidad.

—Tomar esta casa por la fuerza sería difícil —dijo el señor Dodd—, pero si tiene otras ideas…

Lockhart no respondió. Hacía garabatos con la pluma en el bloc que tenía delante y acabó dibujando el emblema de los soldados del musgo.

—Preferiría evitar tener que llegar a esos extremos —dijo, después de un largo silencio—. Primero hablaré con el señor Bullstrode. Siempre se ha encargado de los asuntos fiscales del abuelo. Tendrá que ir a llamarle a Pockrington para que venga.

Al día siguiente, cuando el señor Bullstrode llegó, Lockhart estaba sentado delante del escritorio del estudio y el abogado tuvo la impresión de que el joven que conociera como el bastardo había sufrido cambios muy apreciables.

—Quiero que sepa, Bullstrode —dijo Lockhart, después de ponerlo en antecedentes—, que no pienso pagar al Estado ningún impuesto de sucesión.

Bullstrode se aclaró la voz.

—Creo que podemos encontrar el modo de evitar un gravamen demasiado alto —le dijo—. La finca siempre ha tenido pérdidas. Tu abuelo solía hacer este tipo de transacciones en metálico y sin recibo y, además, como abogado, tengo cierta influencia sobre Wyman.

—¿Y eso por qué? —le preguntó Lockhart con brusquedad.

—Bueno, si quieres que te sea franco, le llevé el caso de divorcio y dudo que quiera que se sepan algunos detalles sobre… ¿cómo lo diría yo?, sus inclinaciones sexuales —le explicó el señor Bullstrode.

—Me importa un rábano lo que haga ese lameculos en la cama —dijo Lockhart—. ¿Ha dicho que se llama Wyjian?

—De hecho, casi has acertado. Si sustituyes «culos» por cierto apéndice…

—Lo que quiero saber es el nombre de Wyman, Bullstrode, y no sus inclinaciones en materia de apéndices.

—¡Ah, su nombre! —dijo el señor Bullstrode, tratando de olvidar las fantasías que el señor Wyman despertaba siempre en su imaginación—. Su nombre es señor William Wyman. Es el recaudador de impuestos de Su Majestad en Middle Marches. No te preocupes, que no va a molestarte demasiado.

—No me va a molestar en absoluto. Si pone un pie en Flawse Hall, el que le va a molestar seré yo. Ya se lo puede decir.

El señor Bullstrode le dijo que lo haría, pero sin demasiada firmeza. Los cambios que se habían producido en Lockhart habían afectado a su lenguaje y aquel acento distinguido que adquiriera del viejo señor Flawse se había deformado en algo que recordaba mucho más a la manera de hablar del señor Dodd. Lo que Lockhart dijo a continuación le pareció todavía más extraño. Lockhart se levantó y miró a su abogado. Sus ojos estaban llenos de ira y una especie de cadencia musical modulaba su voz.

—Así que a Hexham vas a ir, a decir a los recaudadores, que si en cama quieren morir, no vengan a estos alrededores; que a Flawse Hall no se acerquen y cojan por otro camino, porque sin que les alerten, les voy a pegar un buen tiro. Que no voy a tolerar ni al primero, que a mi puerta venga a espiar, ni a preguntar por el dinero, que yo me he sabido ganar. Les daré lo que les debo y a mi modo les he de pagar, mas si a un recaudador veo, va saber lo que es sangrar. Ya pueden sudar y rabiar y hasta ir a los tribunales, que aquí me voy a quedar por que no cojan los caudales. Así que, Bullstrode, avísales y llévales mis palabras. Que a nadie quiero matar, pero si a buscarme vienen, por Dios que se van a enterar.

El señor Bullstrode no lo dudaba. Fuera lo que fuere —y ya no le cabía ninguna duda de que Lockhart no pertenecía a su época y padecía una especie de defecto congénito—, fuera lo que fuere aquello que tenía delante, que profería amenazas en verso, hablaba totalmente en serio. Un hombre que se había atrevido a coger a su abuelo para dis… El señor Bullstrode trató de encontrar otra palabra y la encontró: «preservarlo». Pues bien, ese hombre tenía que estar hecho de un material más duro que el resto de sus congéneres.

Aquella misma noche vio confirmadas sus sospechas pues, tras dejarse convencer y seguir su costumbre de quedarse a cenar y a dormir, se acostó y, ya en la cama, oyó la música de la gaita del señor Dodd procedente de la cocina y una voz que lo acompañaba. El señor Bullstrode se levantó y, caminando de puntillas, fue a escuchar desde lo alto de las escaleras. El que cantaba era Lockhart, y a pesar de que el señor Bullstrode se jactaba de ser un buen conocedor de antiguas baladas fronterizas, la que oyó aquella noche le era totalmente desconocida.

En Flawse Hall un muerto está sentado,

y aunque debería estar enterrado,

tras el muro ha de permanecer

hasta que el roble vea florecer.

El roble con sus flores sangrará

y hasta el musgo enrojecerá,

y él se sentará meditabundo

hasta que se muera todo el mundo.

De los Faas y los Flawse el linaje

ocupará de nuevo el paraje,

y las campanas a tañer volverán

mientras del árbol Elsdon colgarán.

Ensillaré mi caballo y llamaré a los perros

y galopando huiré por los cerros,

para así las ataduras romper

desde que una zanja me viera nacer.

Cuando la canción tocó a su fin, la música de la gaita se fue perdiendo en el silencio de la casa. Un señor Bullstrode que temblaba más de miedo por el futuro que por el frío que tenía, volvió a acostarse sin hacer ruido. Lo que acababa de oír confirmaba lo que ya se había imaginado: Lockhart Flawse procedía de aquel pasado sombrío y lleno de peligros, el pasado de los soldados del musgo, que rondaban por Tyndale y Redesdale y robaban ganado de las tierras bajas de la costa este para luego esconderlo en sus fortalezas de las colinas. Con aquel arraigado espíritu de forajido había llegado también una poesía que veía la vida como algo duro y decididamente trágico y afrontaba la muerte con alegría. Acurrucado bajo las mantas, el señor Bullstrode auguraba tiempos difíciles. Con todo, después de rezar en silencio rogando a Dios que el señor Wyman atendiera a razones y no provocara la catástrofe, consiguió conciliar un breve sueño.