18

Y todavía le hicieron menos gracia cuando, a la mañana siguiente, el señor Bullstrode frenó ante el portalón del puente y esperó a que el señor Dodd le abriera. A pesar de la distancia, le llegaba la voz del señor Flawse, que maldecía al Todopoderoso y le culpaba del estado del universo. Como de costumbre, el señor Bullstrode se lo tomó con pragmatismo.

—No puedo decir que esté de acuerdo con su opinión —dijo—, pero teniendo en cuenta que, según usted, me ha dedicado palabras poco amables, no puedo por menos de pensar que estoy bien acompañado.

Diez minutos más tarde ya no lo estaba. La aparición del señor Taglioni no le inspiró ninguna confianza. El taxidermista había pasado por demasiados horrores inexplicables como para tener buen aspecto, y aunque Lockhart se había pasado la mitad de la noche asegurándose de que su «padre» estaría perfecto en su papel, la bebida, el miedo y la falta de horas de sueño no habían contribuido precisamente a dotarlo de buena presencia. La ropa del señor Taglioni también había pasado lo suyo. La ropa que Lockhart había desenterrado del armario de su abuelo —para sustituir las prendas manchadas de sangre que el taxidermista había llevado hasta entonces— no le caía especialmente bien. El señor Bullstrode lo miró con desaliento, mientras el doctor Magrew hacía lo propio con la preocupación del médico.

—Yo diría que no tiene el aspecto normal de una persona que goce de muy buena salud —le comentó el abogado con voz queda cuando Lockhart les hizo pasar al estudio.

—No estoy capacitado para opinar sobre su salud —repuso el señor Bullstrode—, pero las palabras «aspecto normal» no casan con su manera de vestir.

—Tampoco casan con un hombre que tendrá que sufrir los azotes que han de dejarlo a dos dedos de la muerte —añadió el doctor Magrew.

El señor Bullstrode se detuvo en seco.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Se me había borrado por completo de la memoria!

Sin embargo, en la memoria del señor Taglioni nunca había estado presente. Lo único que quería era marcharse cuanto antes de aquella casa espantosa con su vida, reputación y dinero intactos.

—¿A qué esperamos? —preguntó el señor Taglioni al ver que el señor Bullstrode no parecía demasiado decidido.

—Tiene razón —dijo Lockhart—. Habrá que ponerse manos a la obra.

El señor Bullstrode tragó saliva.

—¿No sería más correcto que tu abuelo y su esposa estuvieran presentes? —le propuso—. Al fin y al cabo, se trata de su testamento y últimas voluntades y tu suegra está a punto de verse privada de la herencia que, en otras circunstancias, habría sido para ella.

—El abuelo ha dicho ya que no se siente con ánimos de abandonar la cama —mintió Lockhart, y esperó a que la voz del señor Flawse lanzara un nuevo ataque, en esta ocasión contra la reputación del doctor Magrew como médico—. Y creo que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que mi suegra se encuentra en la misma situación. En este momento se siente indispuesta y, como es natural, la aparición de mi padre hoy aquí, con todas las consecuencias que supone para su situación económica, la debe de haber irritado bastante.

Era la pura verdad. La señora Flawse se había pasado la noche entera tirando hacia arriba y hacia abajo de las ataduras que mantenían sus manos sujetas a la cabecera de la cama de hierro y tenía las muñecas bastante irritadas. Sin embargo, no cejaba en su empeño mientras, abajo en el estudio, el señor Taglioni repetía al pie de la letra las palabras que Lockhart le había enseñado. El señor Bullstrode tomó nota de su declaración y se quedó impresionado muy a su pesar. El señor Taglioni afirmó que había trabajado como empleado eventual para la compañía de aguas y que, como era italiano, había atraído la atención de la señorita Flawse.

—No lo pude evitar —se justificó—. Soy italiano y las damas inglesas; bueno ya sabe usted cómo son…

—Perfectamente —le cortó el señor Bullstrode, que sabía mejor que nadie lo que iba a contarle y no estaba dispuesto a oírlo—. ¿Así que se enamoró de ella? —dijo para intentar olvidar el lamentable gusto del que había hecho gala la difunta señorita Clarissa Flawse en materia de extranjeros.

—Sí. Nos enamoramos. Supongo que se podría expresar así.

Mascullando para sus adentros que ojalá no se pudiera, el señor Bullstrode volvió a tomar nota de sus palabras.

—¿Y luego qué ocurrió?

—¿Qué iba a ocurrir? Pues que me la tiré.

El señor Bullstrode se secó el sudor de la calva con un pañuelo mientras el doctor Magrew, que estaba lívido, dirigía una mirada iracunda al italiano.

—¿Quiere decir que mantuvo relaciones sexuales con la señorita Flawse? —preguntó el señor Bullstrode, cuando se sintió con fuerzas suficientes para articular palabra.

—¿Relaciones sexuales? No sé. Jodimos, ¿me entiende? Primero la jodí yo y luego ella me jodio a mí y entonces…

—¡Dios, ayúdame! ¡Alguien le va a dejar bien jodido si no se calla de una vez! —le gritó el doctor Magrew.

—¿Acaso he dicho algo malo? —preguntó el señor Taglioni—. Usted…

Lockhart decidió intervenir.

—No creo que sea necesario entrar en detalles —dijo para pacificar los ánimos.

El señor Bullstrode estaba totalmente de acuerdo.

—¿Y está dispuesto a declarar bajo juramento que está seguro de ser el padre de este hombre? —preguntó el señor Bullstrode.

El señor Taglioni estaba dispuesto a ello.

—Entonces firme aquí —prosiguió el señor Bullstrode, y le prestó una pluma.

El señor Taglioni firmó y el doctor Magrew actuó en calidad de testigo.

—¿Le importaría decirme cuál es su ocupación en la actualidad? —le preguntó el señor Bullstrode con imprudencia.

—¿Quiere usted decir que a qué me dedico? —dijo el señor Taglioni.

El señor Bullstrode asintió. El señor Taglioni vaciló, pero después de tanta mentira decidió decirle la verdad. Antes de que el doctor Magrew pudiera ponerle las manos encima, Lockhart había echado al italiano de la habitación a toda prisa. En el estudio, el doctor Magrew y el señor Bullstrode se habían quedado sin habla.

—En mi vida había oído nada semejante —dijo el doctor Magrew, cuando se le hubo pasado la taquicardia—. Ese puerco cochino tiene la cara de presentarse aquí y…

—Mi querido Magrew —le interrumpió el señor Bullstro-de—, lo único que puedo decir es que ahora entiendo por qué razón el viejo añadió esa cláusula al testamento que obliga al bastardo a azotar a su padre hasta dejarlo a dos dedos de la muerte. Debía de sospechar algo, ¿no le parece?

El doctor Magrew estaba de acuerdo.

—Personalmente, habría preferido un castigo más severo —dijo el doctor Magrew—. Algo así como un kilómetro y medio más allá.

—¿Más allá de qué? —preguntó el abogado.

—De la muerte —le aclaró el doctor Magrew, sirviéndose un poco de whisky del señor Flawse que había en un rincón, encima de una bandeja. El señor Bullstrode se unió a él.

—Eso nos lleva a un punto muy importante —dijo el señor Bullstrode, tras brindar a la salud de ambos y a la mala salud del señor Taglioni—. A saber: qué significa exactamente «a dos dedos de la muerte». La cuestión de la medición me parece crucial.

—No había pensado en ello —dijo el doctor Magrew—, y ahora que lo menciona usted, le veo muchos inconvenientes. Yo diría que habría sido mucho más correcto declarar «a dos dedos de la defunción».

—Pero eso no contesta a mi pregunta. La vida es tiempo. Hablamos de la vida de un hombre en términos de tiempo, no de espacio, y dos dedos no es una medida de tiempo.

—Pero también hablamos de una vida muy larga —especificó el doctor Magrew—, y no cabe duda de que eso sí está relacionado con el espacio. Ahora bien, si partimos de que por una vida larga entendemos ochenta años, y creo que es un cálculo bastante aproximado, supongo que podríamos calcular la esperanza de vida media en setenta años. Personalmente, me alegra pensar que, por el color y la complexión de ese italiano sinvergüenza y por su aspecto físico en general, el cochino debe de tener una esperanza de vida aún más corta que la que fija la Biblia. Para mayor seguridad, vamos a partir de que esa esperanza de vida es de sesenta años, y sólo tenemos que traducir dos dedos a la escala de tiempo correspondiente a sesenta años…

En este punto les interrumpió Lockhart, que entró en el estudio para anunciarles que, por no molestar a su abuelo y afligir todavía más a la señora Flawse, había decidido llevar a cabo la segunda parte de la ceremonia en la torre fortificada.

—Dodd lo está preparando para los azotes —les explicó, y los dos hombres le siguieron, enzarzados todavía en la discusión sobre el significado de «a dos dedos de la muerte».

—La expresión «a dos dedos de la muerte» —prosiguió el doctor Magrew— nos deja en realidad un margen de cuatro dedos: dos antes de la muerte y dos después. Ahora bien, teniendo en cuenta que el concepto de muerte es una condición ambigua de por sí, antes de proseguir habría que establecer qué entendemos por muerte. Algunas autoridades en la materia la definen como el momento en el que el corazón deja de latir; mientras que otros sostienen que el cerebro, que es el órgano que determina la conciencia, puede subsistir más allá del momento en que el corazón deja de funcionar. Debemos definir pues…

—Doctor Magrew —le interrumpió el señor Bullstrode, después de atravesar aquel jardín raquítico—, como abogado carezco de los elementos necesarios para determinar esta cuestión. Sin embargo, la expresión «a dos dedos de la muerte» no implica que ese hombre deba morir. Nunca me habría avenido a tener parte en un testamento que estipulara el asesinato del padre de Lockhart, fuera cual fuere la opinión que me mereciera ese hombre como persona. Asesinar va en contra de la ley…

—Azotar también —le recordó el doctor Magrew—. Establecer una cláusula en un testamento que implica que un hombre sea azotado hasta quedar a dos dedos de la muerte, equivale a hacernos cómplices de un delito.

Acababan de entrar en la torre fortificada y su voz resonaba en aquellas paredes adornadas con estandartes polvorientos y antiguas armaduras. Un tigre sin ojos les mostraba los dientes encima de la gran chimenea. Encadenado con grilletes a la pared opuesta, el señor Taglioni iba a conocer sus objeciones.

—¿Qué quiere decir con eso de azotar? —gritó, pero el señor Dodd se apresuró a meterle una bala entre los dientes.

—Es para que tenga algo que morder —le explicó—. Así se hacía en el ejército.

El señor Taglioni escupió la bala.

—¿Se ha vuelto loco? —chilló—. ¿Qué más quieren de mí? Primero me hacen…

—Apriete bien la bala con los dientes —le interrumpió el señor Dodd, volviéndosela a colocar.

El señor Taglioni trató de escupirla de nuevo, pero no pudo y se quedó con la mejilla abultada, como si tuviera un pedazo de tabaco de mascar en la boca.

—¡Le digo que no quiero que me azoten! Yo vine aquí a llenar a una persona. Lo preñé, así que ahora…

—Muchas gracias, señor Dodd —dijo el señor Bullstrode, cuando el señor Dodd hizo callar al italiano con su pañuelo mugriento—. Si hay algo que me convence definitivamente de que hay que cumplir las cláusulas del testamento de acuerdo con el espíritu de la ley más que con la letra, es esa constante referencia a «preñar» y «llenar». Tengo que reconocer que lo encuentro especialmente desagradable.

—Y, si no he oído mal, se ha equivocado también en el género —añadió el doctor Magrew—. Juraría que ha dicho «lo preñé».

El señor Taglioni también habría jurado y perjurado si hubiera podido, pero la combinación del pañuelo del señor Dodd y de la bala había afectado de tal modo a sus papilas gustativas y a su sistema respiratorio que había perdido toda noción del mundo exterior. De blanco había pasado a un tono ciruela. Mientras tanto, al fondo, en un rincón, Lockhart probaba el látigo y lo hacía restallar contra una armadura, y toda la habitación resonaba con los chasquidos. Aquellos latigazos recordaron al señor Bullstrode su sentido del deber como profesional.

—Todavía no estoy convencido de que sea correcto proceder sin haber determinado la medida exacta de dos dedos de la muerte —insistió—. Quizá deberíamos consultarlo con el señor Flawse en persona para que nos explicara qué quería decir exactamente.

—Dudo que pueda sacarle una respuesta coherente —dijo el señor Dodd, tratando de recordar si había alguna cinta que pudiera responder a aquella pregunta aunque sólo fuera de una manera aproximada.

El doctor Magrew le sacó del apuro al ver que el señor Taglioni había pasado del tono ciruela a un negro insólito.

—Creo que deberíamos dejar respirar un poco a tu padre —dijo a Lockhart—. El juramento hipocrático no me permite asistir a nadie en un caso de muerte por asfixia. Claro que si se tratara de una ejecución en la horca…

Tan pronto como el señor Dodd le hubo quitado el pañuelo y la bala de la boca, el señor Taglioni recuperó el buen color y una verborrea que, teniendo en cuenta el público, no fue más que una pérdida de tiempo: les soltó una perorata a gritos y en italiano. Al final, el doctor Magrew y el señor Bullstrode salieron al jardín asqueados porque ya ni siquiera podían oír lo que se decían el uno al otro.

—La cobardía de ese hombre me parece despreciable —dijo el señor Bullstrode—. Aunque, de hecho, los italianos tuvieron una actuación muy mala durante la guerra.

—Lo cual no nos ayuda demasiado a solucionar el problema de fondo —dijo el doctor Magrew—. Como soy un hombre compasivo, incluso delante de un cerdo como ése propondría que procedamos de acuerdo con las instrucciones del testamento y azotemos a ese bruto hasta dejarlo a dos dedos de la muerte.

—Pero… —dijo el señor Bullstrode.

El doctor Magrew entró de nuevo en la torre y habló con el señor Dodd tratando de imponerse a aquellos gritos ensordecedores. Inmediatamente después, el señor Dodd salió de la torre fortificada para regresar al cabo de cinco minutos con regla y lápiz. El señor Magrew los cogió y se acercó al señor Taglioni. Tras colocar la regla a dos dedos de distancia del hombro del italiano y marcar un punto con el lápiz en el muro estucado, el doctor pasó a su derecha y siguió haciendo marcas en la pared, hasta unir los puntos y dibujar la silueta del hombre.

—Creo que es bastante exacto —dijo, con orgullo—. Lockhart, hijo, ahora ya puedes dar latigazos contra la pared hasta la marca que he hecho a lápiz y así habrás azotado a este hombre hasta dejarlo «a dos dedos de la muerte». Creo que así quedarán cumplidas al pie de la letra las instrucciones del testamento de tu abuelo.

Sin embargo, cuando Lockhart se acercó a él con el látigo, el señor Taglioni decidió satisfacer el espíritu del testamento del viejo: fue resbalando por la pared hasta llegar al suelo y se quedó en silencio. Lockhart lo miró contrariado.

—¿Y ahora por qué se ha puesto de ese color tan raro? —preguntó.

El doctor Magrew abrió su maletín y sacó el estetoscopio. Al cabo de un minuto meneaba la cabeza y declaraba que el señor Taglioni había muerto.

—¡Qué fastidio! —exclamó el señor Bullstrode—. ¿Y ahora qué demonios vamos a hacer?

Pero, de momento, aquella pregunta se quedaría sin respuesta. De pronto oyeron unos chillidos procedentes de la casa. La señora Flawse había conseguido soltarse de la cama y acababa de descubrir la magnitud del desmembramiento de su difunto esposo. Mientras el grupito de la torre fortificada, a excepción del señor Taglioni, aguzaba el oído, los chillidos se convirtieron en risa histérica.

—¡Esa condenada mujer! —maldijo el señor Dodd, y corrió hacia la puerta—. No tendría que haber dejado sola tanto rato a esa vieja bruja.

Dodd cruzó el patio a toda velocidad y entró en la casa, con Lockhart y los dos amigos de su abuelo pegados a él. Al entrar vieron a la señora Flawse en lo alto de las escaleras y al señor Dodd que se retorcía de dolor en el suelo agarrándose las partes.

—¡Agárrela por detrás —le advirtió a Lockhart—, que a mí ya me ha dado por delante!

—¡Esa mujer se ha vuelto loca! —dijo el doctor Magrew, aunque no hacía ninguna falta, mientras Lockhart se dirigía a toda prisa hacia las escaleras del fondo.

La señora Flawse lloraba a gritos y repetía que el viejo estaba muerto pero no yacía.

—Vayan y véanlo ustedes mismos —gritó, y se metió corriendo en su dormitorio.

El doctor Magrew y el señor Bullstrode subieron las escaleras con mucha cautela.

—Si como asegura usted, esta mujer no está en su sano juicio —dijo el señor Bullstrode—, todavía resulta más lamentable todo lo ocurrido. Desde el momento en que la ha abandonado la cordura, de acuerdo con el testamento ha perdido también cualquier derecho a la herencia, y, por consiguiente, la declaración de ese repugnante extranjero ha sido totalmente superflua.

—Y eso por no hablar de su muerte —añadió el doctor Magrew—. Supongo que deberíamos ir a saludar a Edwin.

El doctor y el abogado se dirigieron al dormitorio del señor Flawse, y Dodd, que seguía al pie de las escaleras, trató de disuadirles.

—¡No puede ver a nadie! —les gritó, pero el señor Bullstrode y el doctor Magrew no captaron el sentido profundo de su comentario.

Cuando Lockhart llegó al descansillo, después de subir a escondidas por las escaleras de atrás para evitar que su alelada suegra le propinara una patada en las partes, no encontró a nadie, y el doctor Magrew ya había sacado el estetoscopio de su maletín y lo aplicaba al pecho del viejo. No fue un gesto prudente, pero los gestos del señor Flawse fueron dignos de ver. Ya fuera por el trato atento y amable del doctor Magrew o porque el señor Bullstrode había pisado el control remoto sin querer, la cuestión era que el mecanismo de animación del viejo se había puesto en marcha. Movía los brazos como un loco, los ojos de tigre giraban sin parar, la boca se le abría y cerraba y las piernas le daban sacudidas. Lo único que no funcionó fue el sonido, eso y la ropa de cama que lo cubría y que sus piernas se encargaron de echar al suelo a patadas, dejando al descubierto todo el montaje de cables. El señor Taglioni no había ido a elegir precisamente el lugar más agradable para conectarlos y colgaban como una uretra electrónica de aspecto espantoso. Como muy bien había dicho el señor Taglioni, era el último lugar que miraría alguien que lo estuviera examinando. Y era, sin lugar a dudas, el último lugar que el señor Bullstrode y el doctor Magrew querían mirar, pero, dada la complejidad del sistema de cables, no conseguían apartar los ojos de allí.

—La caja de empalme y la masa —les explicó Lockhart, utilizando términos de electrónica para mayor confusión— y la antena. El amplificador está debajo de la cama y sólo hay que aumentar el volumen…

—¡No, por el amor de Dios, no haga eso! —le suplicó el señor Bullstrode, que no sabía distinguir entre volumen espacial y volumen de potencia generada y estaba convencido de que quería provocarle una erección. Las reacciones del viejo señor Flawse ya eran lo suficientemente espantosas como para añadir otro horror como aquél.

—Diez vatios por canal —prosiguió Lockhart.

El doctor Magrew le interrumpió.

—Como médico, nunca he estado a favor de la eutanasia —dijo el doctor Magrew, casi sin resuello—. Ahora bien, eso de pretender alargar la vida de una hombre más allá de los límites que impone la razón, conectándolo a un montón de cables… ¡Dios Santo!

Haciendo caso omiso de las súplicas del señor Bullstrode, Lockhart subió el volumen y de pronto, además de gesticular y dar sacudidas, el viejo empezó a hablar.

—¡En nuestra familia siempre ha sido así! —gritó, afirmación que el doctor Magrew no compartía—. La sangre de los Flawse corre por nuestras venas y con ella las bacterias de nuestros pecados ancestrales. Sí, pecado y santidad van tan unidos que más de un Flawse ha muerto decapitado, mártir de los amores y lujuria de sus antepasados. ¡Ojalá no fuera así, ese determinismo de la herencia! Sin embargo, demasiado lo he sufrido yo en mis propias carnes como para dudar de la urgencia de esos deseos míos inveterados…

El doctor Magrew y el señor Bullstrode tampoco dudaban de la urgencia de sus deseos. Querían salir de aquella habitación por piernas y correr y correr hasta no poder más, pero el magnetismo de la voz del viejo (la cinta en cuestión se llamaba «Flawse, Edwin Tyndale, Opiniones sobre uno mismo») los retenía… eso y el hecho de que Lockhart y el señor Dodd se interpusieran, implacables, en su camino hacia la puerta.

—Y tengo que decir, que, desde el punto de vista de la herencia, en el fondo de mi corazón me siento tanto soldado del musgo como inglés y, por lo tanto, hombre de lo que llaman civilización, aunque esa civilización en la que nací y me crié se haya ido ya, y con ella ese orgullo de ser inglés que tanto nos alentara en el pasado. ¿Qué fue del orgullo del artesano y de la confianza del trabajador? ¿Qué ha sido de esos empresarios y de esas máquinas magníficas que fueron la envidia del mundo? Todo se ha ido, sí; y el inglés es ahora un mendigo, el mendigo del mundo que con la gorra en la mano anda pidiendo limosna para poder sobrevivir, a pesar de no trabajar ni de producir nada que pueda comprar el mundo. La ropa es ahora de paño burdo y ya no hay pautas que seguir. Y todo eso porque ningún político se ha atrevido a decir la verdad sino que todos con lisonjas y adulaciones han comprado los votos para conseguir el poder con promesas tan vacías como ellos mismos. Con escoria como Wilson, sí, y como los tories también, hasta Keir Hardy y Disraeli estarían de acuerdo, pues para ellos la democracia no era eso, esta especie de pan y circo que hace de los hombres populacho y luego los desprecia. Desde que nací, Inglaterra se ha malogrado, y hombres que en el Parlamento convirtieron proyectos de ley en leyes las rompen ahora, ¡las rompen hasta los ministros! ¿Qué ley les queda entonces que obedecer a los hombres, cuando todos son proscritos por culpa de la burocracia? Sí, los burócratas que cobran del dinero mendigado, prestado y robado de los bolsillos de la clase trabajadora. Esos gusanos de la administración pública que son la clase política y que se alimentan del cadáver medio descompuesto de la Inglaterra que han matado…

Lockhart desconectó al viejo y el doctor Magrew y el señor Bullstrode soltaron un suspiro de alivio tremendo. Pero les duró poco: Lockhart les tenía preparada otra sorpresa.

—Lo he mandado disecar —dijo con orgullo— y usted, doctor, declaró que estaba sano cuando, en realidad, ya estaba muerto. Dodd es testigo.

El señor Dodd asintió.

—He oído cómo el doctor lo decía —corroboró.

Lockhart se dirigió al señor Bullstrode.

—Y usted ha sido el instrumento del asesinato de mi padre —le acusó—. De un delito de parricidio…

—Yo no he hecho nada semejante —dijo el abogado—. Me niego a…

—¿Acaso no redactó usted el testamento de mi abuelo? —le preguntó. El señor Bullstrode no contestó—. Sí, lo hizo, y por lo tanto los tres somos cómplices de un delito de asesinato. Les ruego que consideren las consecuencias con cautela.

El doctor Magrew y el señor Bullstrode tenían ya la sensación de estar oyendo en la voz de Lockhart aquel tono inconfundible del viejo disecado que ahora estaba sentado a su lado, esa misma arrogancia firme y aquella lógica aplastante que ni el oporto ni las conversaciones eruditas —y, por lo que veían, ni siquiera la muerte— conseguían vencer por completo. Siguieron sus instrucciones al pie de la letra y calibraron las consecuencias de sus actos con muchísima cautela.

—Tengo que confesar que estoy perplejo —admitió finalmente el señor Bullstrode—. Siendo como soy un viejo amigo de tu abuelo, me siento en la obligación de proceder en su provecho y del modo que a él le habría gustado.

—Dudo mucho que le hubiera gustado que lo disecaran —intervino el doctor Magrew—. A mí no me habría gustado.

—Por otra parte, como representante de la ley y como notario, tengo la obligación de cumplir con mi deber. Mi amistad se interpone en mi deber. Sin embargo, si pudiéramos declarar que el señor Taglioni falleció de muerte natural…

El señor Bullstrode miró al doctor Magrew con ojos esperanzados.

—No creo que ningún juez de primera instancia considerara que las circunstancias de su muerte se adecúan a semejante veredicto. Si bien es cierto que un hombre puede perecer de muerte natural encadenado a una pared con grilletes en las muñecas, no deja de ser una posición un tanto anormal.

Hubo un silencio cargado de malos presagios, pero finalmente el señor Dodd intervino.

—Podríamos añadirlo a los otros restos, con los pepinos —propuso.

—¿Qué hay en los pepinos? —preguntaron el doctor Magrew y el señor Bullstrode al unísono, pero Lockhart no quiso satisfacer su curiosidad.

—El abuelo no quería que lo enterraran —dijo—, y tengo la intención de encargarme de que se respete su deseo.

El médico y el abogado miraron a su amigo muerto sin querer.

—No veo qué conseguiríamos metiéndolo en una vitrina —dijo el doctor Magrew— y, además, pensar que podemos comportarnos como si siguiera con vida sería un error. Por lo que parece, su viuda ya lo sabe.

El señor Dodd era del mismo parecer.

—Sin embargo —dijo Lockhart—, siempre estamos a tiempo de enterrar al señor Taglioni en su lugar. El abuelo está tan agarrotado que nos haría falta un ataúd rectangular que llamaría mucho la atención y no creo que la publicidad que supondría semejante invento nos fuera a favorecer.

El señor Bullstrode y el doctor Magrew le daban la razón.

—Siendo así, el señor Dodd se encargará de encontrarle un buen asiento —concluyó Lockhart—, y el señor Taglioni tendrá el honor de descansar junto a nuestros antepasados en Black Pockrington. Confío, doctor Magrew, en que no tendrá inconveniente alguno en extender el certificado de muerte para el abuelo: por causas naturales, claro está.

El doctor Magrew miró dubitativo a su paciente disecado.

—Digamos que mi declaración no dará a entender lo contrario —dijo—. Supongo que siempre podría decir que se nos fue por culpa de un accidente mortal.

—Yo diría que declarando que murió a causa de los continuos sobresaltos que de un modo natural sufre la carne, el caso quedaría resuelto —concluyó el señor Bullstrode.

Y así quedó acordado.

Dos días más tarde, un cortejo solemne salió de Flawse Hall encabezado por una berlina en la que viajaba el ataúd del señor Taglioni. Avanzó sombría por la carretera hasta llegar a la iglesia de Black Pockrington, donde, tras una breve ceremonia religiosa en la que el vicario pronunció unas palabras conmovedoras y de una lucidez involuntaria sobre el amor del anciano difunto por la vida salvaje y su preservación, se dejó descansar al taxidermista bajo la lápida que le identificaba como Edwin Tyndale Flawse, de Flawse Hall; nacido en 1887 y muerto en 1977. Bajo la inscripción, Lockhart había hecho gravar un poema enigmático para ambos.

Que no se pregunte el que este epitafio lea

si quien aquí yace, engaña a la muerte.

Dos padres comparten este pedazo de tierra:

abuelo el uno, ganado el otro por suerte.

El señor Bullstrode y el doctor Magrew lo leyeron y lo encontraron apropiado, si bien de un gusto ciertamente dudoso.

—No me gusta el hincapié que hace en «engaña» —comentó el doctor Magrew.

—Yo todavía tengo mis dudas sobre la autenticidad de la declaración del señor Taglioni como padre del bastardo —dijo a su vez el señor Bullstrode—. Ese «ganado» tiene un matiz un tanto sospechoso, pero supongo que nunca averiguaremos toda la verdad.

—Y espero de todo corazón que nadie la averigüe —añadió el doctor Magrew—. ¿Sabemos si ha dejado viuda?

El señor Bullstrode le dijo que lo más aconsejable era no preguntar.

Como era natural, la viuda del señor Flawse no estuvo presente en el funeral. Vagaba por la casa como una loca y de vez en cuando gritaba, pero la jauría de los Flawse ahogaba sus gritos con los ladridos lastimeros que lloraban la muerte de su creador. De tanto en tanto, y como si de una salva real se tratara, les llegaban los cañonazos de la artillería del campo de tiro del oeste.

—Ojalá esa vieja bruja desapareciera por el mismo camino —dijo Lockhart, después del desayuno del funeral—. Nos ahorraría un montón de problemas.

—Y que lo diga —convino el señor Dodd—. Para una pareja joven, eso de compartir la casa con la suegra no esta bien, porque supongo que va a venir a Flawse Hall con su esposa muy pronto.

—Tan pronto como haya arreglado las cuestiones económicas, señor Dodd —repuso Bullstrode—. Todavía tengo un par de asuntos pendientes que resolver en el sur.

Al día siguiente, Lockhart cogió el tren en Newcastle y al anochecer ya estaba de vuelta en Sandicott Crescent.